Read La comerciante de libros Online
Authors: Brenda Rickman Vantrease
Tags: #Histórico, Intriga, Romántico
Lady Joan le tendió un vasito casi transparente. Anna nunca había visto nada igual fuera de los altares. Tenía más de cuenco que de vaso, con la boca ancha.
Lo miró sin entender.
—No es para beber. Es para hacer pipí.
¿Oía bien?
—Queréis decir...
—Ve al retrete y haz pipí en este vaso. Es para saber si mantendrás tu cinturita o no.
Anna sintió que se ruborizaba. Llevaba unos días muy recuperada. Casi no tenía mareos, excepto al despertar. Estaba segura o casi. Cada día, cada hora, cada minuto, rezaba para que así fuera, y le prometía a Dios vivir castamente el resto de su vida.
—Pero si me siento muy bien de salud...
—¿Has vuelto a sangrar?
—No, eso no, pero tampoco llevo la cuenta...
La boca de lady Joan se contrajo otra vez.
—Coge el vaso.
—Pero ¿cómo...?
—¿Nunca has oído hablar de los «profetas del pis»?
—¿Gente que adivina el futuro mirando la orina?
—Más o menos. En todo caso tu futuro. Algunos médicos dicen poder averiguar el estado del cuerpo de las personas a partir del olor, el aspecto y hasta el sabor de su orina.
—¿Queréis decir que es posible...?
—Antes de que naciera mi último hijo, un médico miró mi orina y predijo que estaba embarazada.
—Pero nosotras... ¿Vos podéis leerlo?
—Me fijé. Siempre me fijo en todo. —Lady Joan cogió la mano de Anna y se la puso alrededor del cuenco—. Toma. Ahora lo veremos.
Al coger el vasito, Anna pensó que se parecía mucho al cáliz, la gran copa que se había convertido en el símbolo del movimiento lolardo en Bohemia, como señal del derecho que tenían todos (no sólo los curas) de coger el vaso de la sangre de Cristo. Ahuyentó la imagen para no profanar la copa mental, aun sabiendo que sólo era una imagen y que las imágenes carecían de cualquier santidad. A pesar de todo, se sonrojó al llevarse la copa al retrete. De momento albergaba preocupaciones más alarmantes que el buen y mal uso de los iconos sagrados. Gilberto no hacía ningún comentario sobre que la orina de las embarazadas fuera distinta.
Una vez cumplida la tarea, devolvió el vaso a lady Joan, que tuvo cuidado de no verter su contenido al examinarlo.
—No pensaréis...
—¿Probarla? No.
Mientras miraba y esperaba, Anna elevó mentalmente súplicas al cielo, invocando por enésima vez sus votos de castidad y sintiéndose ridícula.
Al parecer Dios no estaba de humor para pactos.
—Color limón claro, tirando a blanquecino y turbio por encima —recitó lady Joan.
Anna se olvidó de respirar.
—Pues sí, querida, parece que tu marido te dejó algo más que su recuerdo.
[Los señores y obispos] comían sobre el estrado, comedido el gesto.
Muchos hombres leales había debajo, por las mesas largas.
Llegó a la sazón el primer plato, con fuerte trompeteo,
bajo estandartes que pendían con grande magnificencia y color.
De
Sir Gawain y el Caballero Verde
(siglo XIV)
Al llegar la noche de Reyes, Anna ya no tenía mareos sino una sensación de bienestar general que la llenaba vez de alegría y sorpresa, todo ello acompañado de un hambre voraz. Miró el capón asado de la tabla que compartiría con lady Joan y se le hizo la boca agua al atacarlo con el cuchillo, aunque, a pesar de sus ansias, tuvo la precaución de no dejar caer ni una sola gota de grasa sobre sus galas prestadas. El bocado que se puso en la lengua era tierno y suculento. Cerró los ojos para saborearlo mejor, hasta que se acordó de que en su posición, entronizada en el estrado junto a los señores del castillo y otros dignatarios, a la vista de todos los presentes en la sala principal, le convenía mostrar algo más de decoro en el momento de paladear la comida.
No faltaban nobles ni clérigos entre los asistentes al festín. Los otros ocupantes del estrado, aparte de sir John, lady Joan y la propia Anna, eran el arzobispo tal y cual (de cuyo nombre la joven no se acordaba, pero sí de su cara de vinagre en el momento de las presentaciones y de la rapidez con que se había girado), un tal Flemmynge, clérigo, y otro arzobispo. Por lo demás, una treintena larga de caballeros de Kent, Sussex y hasta Norwich, venidos en el más crudo invierno, por caminos llenos de barro y baches, para celebrar la Epifanía en la gran sala del castillo de Cooling. Tanto ellos como sus mujeres estaban emperifollados como pavos reales.
—Sir John no lo soporta —susurró lady Joan por detrás de su mano—. Él estaría encantado de cambiar su copa de vino gascón por una jarra de cerveza con los campesinos libres del fondo de la sala.
Anna miró al grupo de familias que se divertían al fondo. En efecto, daban la impresión de pasárselo en grande. Un reflejo rápido de la memoria le recordó las reuniones en la casita de Praga.
—Entonces, ¿por qué no se sienta con ellos?
Lady Joan dejó el cuchillo en la mesa y enfocó en Anna toda la intensidad de su mirada, como si hubiera dicho algo demasiado tonto para ser cierto.
—Querida, sir John es noble. Tiene un escaño en el Parlamento y determinadas... responsabilidades. No puede sentarse con plebeyos en presencia de nobles.
Pronunció la palabra «plebeyos» como si estuviera llena de moscas.
—Pues yo soy plebeya y estáis sentados conmigo...
No pudo resistirse a decirlo, aunque era más una manera de obtener información que de quejarse.
Lady Joan suspiró exageradamente.
—No, querida, yo no estoy sentada contigo. Eres tú la que está sentada conmigo. Invitada por mí. Es muy distinto.
Anna se aguantó la réplica. Prefirió reservar su lengua para la tartaleta de manzana que había al lado del asado de cerdo que les estaba poniendo el trinchante en la tabla. Su mero olor era una bendición divina. El olor del paraíso. Volvió a coger el cuchillo.
Cuando ya no pudo más, respiró hondo, aspirando un aire sobrecalentado por la abundancia de braseros de carbón y por el calor de tantos cuerpos. Las cintas del corpiño le apretaban demasiado. Normal, pensó al mirar los escasísimos restos del asado de cerdo.
—Estoy llena, señora. ¿Puedo mandarle a Bek el resto de mi tartaleta de manzana?
—Bek ya tiene su propia tartaleta de manzana.
—No lo sabía —contestó Anna, temerosa de haberla ofendido, pero metió aún más la pata añadiendo—: Es que me había fijado en que en las mesas del fondo la comida es más modesta, y he pensado...
—La cena de Bek es la misma que la que disfrutan los caballeros. A excepción del vino, por supuesto. Para beber, él tiene leche. Por otro lado, Anna, aunque ahora comas por dos, ten presente que cuando ya no esté el bebé seguirás llevando encima su equipaje, conque es mejor parar cuando ya hayas comido bastante. No te preocupes, que aquí no se tira nada. No nos faltan mendigos en la puerta trasera, y menos un día de banquete.
Joan giró la cabeza para susurrar algo al oído de su esposo, que se rió entre dientes.
«Se ríen de mi ignorancia», pensó Anna. Sin embargo, era una risa sin malicia. Por muy extraño que fuera su entorno, tuvo la impresión de que al menos estaba entre amigos.
Ahora que tenía la barriga llena, prestó atención a las conversaciones. Al otro lado de sir John estaba el obispo Henry Beaufort. Lady Joan le había susurrado que era uno de los tíos favoritos del príncipe, y que de ser hijo ilegítimo probablemente le hubieran nombrado canciller.
—Está enemistado con el arzobispo. Debería ser interesante ver saltar las chispas si, a pesar de su baja cuna, Beaufort gana influencia en la corte.
Sir John parecía hablar de cosas serias con el obispo, aunque Anna no lograba entender sus palabras. En lo que se fijó fue en la atención que prestaba lady Joan.
«Siempre soy toda oídos», había dicho la señora del castillo. Ahí estaba la prueba. A juzgar por las arrugas de su frente y lo apretado de sus labios, que ya no temblaban de diversión, no le gustaba lo que oía.
Anna tenía a su derecha al viejo arzobispo y a Flemmynge, que la ignoraban, enfrascados en sus discusiones.
Al parecer ponían pegas al banquete.
—¿Qué se puede esperar de un lolardo profeso, sino aburrimiento? —dijo el clérigo joven, mientras se limpiaba las migas de la pechera de su adornada túnica.
Sus mangas holgadas habían recogido grasa suficiente de la tabla para engrasar una parrilla.
No hacía el menor esfuerzo por bajar la voz, quizá porque creía que el ruido de la sala haría que pasaran desapercibidas sus palabras, o bien porque la opinión de Anna le parecía tan insignificante que le daba igual que escuchase o no.
—Ni un triste Príncipe de los Locos. Ni un malabarista. Ni siquiera un músico ambulante.
El arzobispo gruñó.
—Si hubiera un trovador circulando entre la gente, seguro que cantaría himnos lolardos. De todos modos, no os equivoquéis, que sir John no tiene nada de aburrido. Es bastante astuto para conocer a sus enemigos. Sólo me ha invitado porque la semana pasada le vi en la caza de Colcut Manor y se lo pedí directamente.
Flemmynge asintió con una sonrisa cómplice.
—A mí tampoco ha tenido más remedio que invitarme, porque nos vimos en la abadía de Rochester.
—Pues entre vos y yo hemos ahuyentado a nuestra presa. Aquí no habrá predicadores lolardos. Sir John no es tan osado. Lo raro es que no haya venido la abadesa a la fiesta de su benefactor.
—Me han dicho que nunca sale de la abadía.
—¿Una mujer contemplativa?
—No, en ese sentido no. Parece ser que la abadesa tiene alguna enfermedad que le impide estar en sociedad. Yo sólo la he visto una vez...
Flemmynge bajó la voz, mirando, esta vez sí, hacia Anna, que comió un poquito de manjar blanco fingiendo no estar interesada por su conversación.
—Lleva un velo fino y negro por encima de la toca y del griñón que le tapa del todo la cara.
Hablaban de la mujer a quien Anna llamaría «madre». Se quedó ensimismada, hasta que las voces se redujeron a un parloteo sin sentido. Muy sensible a su aislamiento social sobre el estrado, se preguntó si volvería a sentirse en su casa de la misma manera que cuando era niña. Contempló a las grandes damas, sentadas junto a sus nobles maridos. Tampoco con ellas sentía ningún vínculo, excepto tal vez con una o dos cuyo estado de buena esperanza era manifiesto por debajo de las capas de raso, terciopelo y piel que cubrían sus barrigas hinchadas.
¿A ella cuándo se le empezaría a notar? Pensarlo le dio un escalofrío de impaciencia. ¿Cómo era posible que se emocionara, que sintiera una especie de placer culpable, cada vez que pensaba en la minúscula criatura que crecía en su seno? Siempre que se le aparecía la imagen de su hijo —porque no podía concebir como otra cosa que como un varón al niño que creía dentro de ella—, era un niño rubio, con la mirada inteligente y la frente amplia de VanClef. De hecho, ya le quería, con el mismo amor que al padre de la criatura; con el mismo amor que conservaba por el padre, ya que sabía que, si a VanClef le hubiera sido posible reunirse con ella, lo habría hecho.
No era la primera vez que se preguntaba si estaría muerto o si era víctima de alguna desgracia; a menos, por qué no, que se tratara del luto al que hacía referencia en su carta... Anna no quería plantearse la posibilidad de que él tuviera otra vida en Flandes o incluso una esposa, aunque se le hubiera pasado en más de una ocasión por la cabeza. No, eso no quería creerlo. El amor de VanClef había sido sincero. De eso estaba segura. Por eso le había dejado un mensaje con su paradero al pequeño patrón.
Si hubiera sabido que estaba embarazada, ¿le habría esperado? No. Era mejor estar donde estaba. A su abuelo le había prometido llegar hasta Inglaterra. No podía esperar a un hombre que tal vez no volviera.
—Sir John está intentando influir en el trono a través de Beaufort —dijo a su derecha Flemmynge.
—No le servirá de nada. Beaufort nunca llegará a canciller.
—Pero es el favorito del príncipe...
—Da igual. ¡Mientras yo sea arzobispo, el gran sello de Inglaterra nunca lo llevará un bastardo! Ni siquiera el de Juan de Gante.
La palabra «bastardo» fue como un jarro de agua fría.
A su hijo nunca le llamarían «bastardo». Todos creerían que su padre estaba muerto, incluso el propio niño, y Anna le diría que era hijo de un universitario, Martin, muerto en defensa de la fe verdadera.
La previsión de tantas mentiras fue como un gran peso sobre su corazón, comparable al del exceso de comida.
Llegó el trinchante y se llevó la tabla usada, sustituyéndola por otra limpia, pero Anna ya no tenía apetito para nada más. No se sentía hinchada sólo de barriga, sino de vejiga. Cuando se disponía a pedir permiso a lady Joan para levantarse, la dama le dio unos golpecitos en el hombro.
—Probablemente necesites un respiro de tanta compañía masculina. Yo, en todo caso, sí —dijo.
La cogió de la mano y bajaron del estrado hacia uno de los tres arcos de acceso de la sala. Se pararon un momento en la mesa de los caballeros, donde lady Joan preguntó con gran educación por la salud de sus invitados.
—Os veo muy buen aspecto, mi señora. ¡Qué alegría veros, mi señor! ¿Las viandas han sido de vuestro gusto?
Entre cumplido y cumplido, la presión de la vejiga empeoró. Anna hizo lo posible por reaccionar correctamente a las presentaciones, consciente de que los demás también hacían cabalas acerca de su importancia, su lugar dentro de aquella noble casa y el grado de cortesía que debían mostrarle. Si hubieran tenido el atrevimiento de preguntarlo con sus lenguas, en vez de con sus ojos, Anna les habría dicho sin rodeos que ella, en aquella noble casa, no pintaba nada.
Lady Joan se acercó a la tabla de los clérigos. Eran religiosos de rango secundario, sin ascendencia noble. Había varios asientos vacíos, lolardos que, según lady Joan, habían recibido la advertencia de no presentarse, en vista de que el arzobispo se invitaba por cuenta propia.
Lady Joan se giró hacia un hombre alto y delgado, de ademán severo.
—Prior Timothy, esperaba ver al hermano Gabriel. Quería presentarle a mi pupila.
El hermano Gabriel en cuestión debía de ser simpatizante del movimiento lolardo, pensó Anna, a la vez que deseaba internamente que se dieran prisa, para evitar que le explotase la vejiga.
—Es un fraile y buldero, padre confesor de la abadía —le explicó lady Joan—. Con la aprobación del Papa. Un gran honor, sin duda. Había pensado que te gustaría conocerle fuera del confesionario.