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Authors: Brenda Rickman Vantrease

Tags: #Histórico, Intriga, Romántico

La comerciante de libros (36 page)

BOOK: La comerciante de libros
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—Estoy de luto. Ya os atenderé más tarde —dijo, sin despegar las rodillas de delante de la tumba.

Su tono reverberó con cierta dureza en las piedras de la pared de la capilla.

La señora Clare se movía tan poco como la estatua de la hornacina.

—Más tarde ya no estaré aquí. He venido a despedirme. Os he esperado desde que le enterraron.

Irritado por el tono —parecía que la señora Clare se considerase con cierto derecho a ser oída—, Gabriel estuvo a punto de exigirle que le dejara llevar su luto en soledad, pero aquella mujer se merecía un mínimo de educación en pago de sus desvelos. Seguro que también querría alguna remuneración más tangible. Para eso tendría que remitirla al abad, a menos, naturalmente, que ella ya hubiera agotado aquella vía... Al ponerse de pie, sintió un dolor frío en lo más profundo de la pierna, un dolor que arrancaba de la articulación de la cadera y seguía hasta la planta del pie.

—Os iría muy bien un emplasto caliente —dijo ella—. Al hermano Francis le pasaba lo mismo.

Pronunció la última frase como si el dolor de Gabriel le produjese una especie de satisfacción íntima, lo que le dejó sorprendido y perplejo. A pesar de la distancia con que siempre le había tratado la señora Clare, no imaginaba que sintiera tanta antipatía por él.

—Es la primera vez que me pasa. Será el viaje tan largo desde la costa.

—Sí, o el tiempo —dijo ella.

Él se sentó en el único banco que había en la capilla de San Martín, para uso de los penitentes. Un rayo de luz de la vidriera pintaba la otra punta del banco con todos los colores del arco iris.

—Sentaos aquí y hablaremos de vuestras pretensiones —dijo Gabriel.

Cuando la señora Clare se sentó a su lado, de pronto lo que era un simple vestido marrón se llenó de colores, y el rojo de la vidriera sonrosó su piel. El fraile vio que en su juventud tenía que haber sido guapa, y cayó en la cuenta de lo poco que la conocía, pese a tantos años de presencia en segundo plano. Intentó acordarse de cuándo la había visto por primera vez. Recién terminados sus estudios en Roma, cuando apenas podía ser llamado hombre, ella ya estaba. El hermano Francis se la había presentado como la señora Clare. Después, como era su costumbre, ella había desaparecido en las sombras.

—Yo no tengo ninguna pretensión. —Lo dijo con cierta indignación, como si Gabriel insinuase algo ofensivo—. Quería contaros cómo murió y que supierais que el cuerpo de vuestro padre recibió los debidos cuidados antes de su sepultura.

—Sois muy amable —dijo él, yendo a tientas porque aún no estaba seguro de qué quería de él.

Se frotó la pierna para aliviar el dolor, agudizado por el duro banco.

—Preparaos un baño caliente para la cadera —dijo ella—. Se os pasará un poco el dolor.

—Gracias por el consejo. —Gabriel buscó algo más que decir, y al final preguntó—: ¿Murió en paz?

—Murió durmiendo.

—Yo le veía como un padre.

—Con razón. Era vuestro padre.

—Sí, mi padre espiritual, pero no me refiero sólo a eso. En realidad, es el único padre que he tenido.

—Exacto. Por eso me he quedado. Me ha parecido que teníais que saberlo. Él, en vida, lo prohibía.

Gabriel estaba pensando en lo bien que hablaba para ser una vulgar criada. Ni rastro del marcado acento sajón que habría sido de esperar en una mujer de su clase. Debía de haber adoptado la forma de hablar y el vocabulario de la clase superior para la que trabajaba.

—Disculpadme, os lo ruego. Creo que me distrae el dolor de la pierna. —Se frotó la espinilla—. ¿Qué decíais del hermano Francis y de una prohibición?

—Me tenía prohibido deciros que era vuestro padre natural.

Pasó una nube por delante del sol. La luz rosada se volvió más gris, igualando el color de la piel de la señora Clare con el de la pared de piedra de detrás.

¿Había oído bien? Por un brevísimo instante, Gabriel deseó que fuera posible, pero no, aquella mujer se limitaba a repetir un simple rumor. El hermano Francis la había tomado como criada cuando ya era un hombre mayor. Era imposible que hablase con conocimiento de causa. No hacía más que reproducir lo que decía alguna lengua viperina, seguramente porque se había quedado sin ingresos y quería adquirir algún ascendiente sobre Gabriel.

—Os equivocáis. Cuando el hermano Francis me tomó como pupilo de la Iglesia, yo tenía seis años. —No fue capaz de decir que su madre era una prostituta—. Era huérfano.

—No, no erais huérfano. Erais su hijo natural. El hermano Francis os sacó de un burdel de Southwark. Os separó de vuestra madre y os trajo aquí para educaros.

—¿Cómo os atrevéis a repetir rumores sin fundamento? Me...

—Cuando erais pequeño, de vez en cuando venía a veros vuestra madre, hasta que él se lo impidió. En sus planes para vos no había lugar para una mujer de su clase. —La señora Clare lo dijo con amargura, y añadió en voz baja—: ¿Os acordáis? ¿Os acordáis de sus visitas?

De repente, Gabriel tenía ocho años y su madre le estaba dando un beso de despedida. Con los ojos llorosos.

Se acordaba de eso, aunque no de su cara. Era rubia, eso sí, con un rizo saliendo de su toca de terciopelo verde con un poco de encaje en la barbilla. El encaje y el rizo rozaban la mejilla de Gabriel, que no le devolvía el beso.

—Siempre olía a algo...

Casi no tuvo aliento para formar las palabras. No estaba seguro de haberlas dicho en voz alta.

—Esencia de rosa damascena. Era su favorita.

—Se llamaba Jane, Jane Paul.

Se le formó un nudo en la garganta, un nudo de vergüenza, de añoranza y de una especie de rabia: contra el hermano Francis por la enormidad de su mentira —aunque Gabriel supiera que había sido por su bien— y contra la señora Clare por habérselo revelado. También contra el niño pequeño que no había sabido despedirse por última vez de su madre con un beso ni con un simple adiós.

—¿Cómo lo sabéis? —preguntó.

—Cuando se sirve tanto tiempo a un hombre, como yo a vuestro padre, tarde o temprano se entera una de todo. Si todavía tenéis dudas sobre lo que digo, bastará con que os miréis al espejo. Fijaos en la pequeña arruga que se os empieza a formar desde la sien hasta la barbilla, cruzando la mejilla. Acabará siendo tan profunda como la de él. Vuestra barbilla pronunciada, el hoyuelo que se os forma a la izquierda cuando sonreís, hasta el dolor de la pierna izquierda... Todo es herencia de vuestro padre. También vuestra inteligencia, por supuesto, y vuestra fuerza física.

La luz multicolor se había movido. Ahora ya no caía sobre el rostro de la señora Clare, sino en las manos que cubrían sus rodillas, cada una de un color. Tenía los dedos largos; un dedos que habían sido bonitos, pero que ahora estaban rojos y encallecidos. La forma, sin embargo, recordó a Gabriel los de su madre, calientes y suaves al tacto, tal como los conservaba en la memoria. Tiempo atrás, aquellos dedos habían acariciado su mejilla. A menos que no fuera un recuerdo, sino el anhelo, el sueño de un niño...

No, era todo mentira, un truco. Seguro que la señora Clare estaba a punto de pedirle dinero a cambio de su silencio. Sería la demostración de que todo era una mentira vil y egoísta.

—A mí nunca me había dolido la pierna. Es que esta noche he dormido mal.

—Tenéis más o menos la misma edad que vuestro padre cuando empezó a dolerle la suya.

Gabriel pensó que nunca le había oído quejarse. De repente, se le apareció la imagen del hermano Francis frotándose el muslo. ¿Puras imaginaciones? ¿Sugestión, una vez más? Sin embargo, su memoria —o su imaginación— también evocó alguna que otra mueca de dolor y las veces —pocas— en que su confesor cojeaba.

Fue como si la señora Clare le leyera el pensamiento, porque dijo:

—No era un dolor constante. Se lo provocaba el mal tiempo.

—Él tiene..., tenía el pelo casi negro.

—Pero vuestra madre era rubia.

También eso era cierto.

—¿Conocisteis a mi madre? ¿Conocisteis a Jane Paul?

—La conocía, sí.

—¿«Conocía»? ¿Dónde está?

Gabriel esperó la respuesta sin darse cuenta de que no respiraba. Quería saberlo, y a la vez no quería.

Ella cerró los ojos como si le molestara la luz, a pesar de que no le daba en la cara.

—Jane Paul está muerta —dijo.

Gabriel respiró.

—¿Por qué me lo decís ahora?

—Porque hasta hoy lo tenía prohibido.

—¿En qué puede beneficiarme saberlo?

—Me ha parecido que os lo tenía que decir, para que el hijo no repitiera los pecados del padre.

—¿Pecados? ¿Acaso le juzgáis?

—Será Dios quien le juzgue. Supongo que no era mal hombre. Es posible que hubiera podido ser mejor. Hizo un voto y lo infringió. Vuestro padre daba más importancia a un alto cargo que a las personas, y os ha puesto a vos en el mismo camino. Quería que conocierais sus errores antes de empezar a copiarle. Nada más. También quería que supierais que no sois un bastardo engendrado por algún patán borracho en un burdel de Londres. Vuestra madre no era ninguna prostituta. El hermano Francis se la llevó cuando era muy joven. Nunca conoció a otros hombres. Tal vez...

En ese momento, algo se movió en el presbiterio. Se oyeron pasos rápidos. Tras un discreto carraspeo, Gabriel levantó la cabeza y vio a un novicio.

—Disculpad, padre, pero me han mandado a buscaros. El arzobispo está con el abad y quiere veros.

La señora Clare se levantó.

—Ya me voy. Sólo quería que lo supierais. Quizá sea instructivo, como un espejo en vuestro camino.

Gabriel también se levantó, tan preocupado por la citación —«¡Me están llamando para que presente mi informe! ¡Justo ahora!»— que a duras penas vio cómo se giraba y se iba la señora Clare.

Tardaría mucho tiempo en caer en la cuenta de que no debería haber dejado que se fuera sin averiguar su paradero.

* * * * *

El martes de la semana siguiente, Anna estaba otra vez en su puesto del mercado, con Bek a sus pies. Había salido el sol, pero hacía frío y viento. Pasaban muy pocos clientes.

La vieja que vendía caldo la había avisado de que no volverían hasta la primavera, cuando empezaban a circular los peregrinos de santuario en santuario, y tenía razón. Los únicos que desafiaban el mal tiempo eran ella, Anna y un solo vendedor de carbón. Compradores de sopa y de carbón, alguno había. De libros, ninguno.

—Frío, An-na. Bek frío —se quejó el niño a sus espaldas—. Ir.

Era difícil refutar su lógica, no habiendo vendido un solo libro en todo el día.

Mientras desmontaba el toldo y llenaba la cesta, llegó un hombre con un manto de piel, señal de que era una persona de posibles.

—¿Tan pronto lo dejáis? —preguntó.

—Sois inglés. Da gusto oír hablar inglés —dijo ella, plegando el toldo.

—Ah, pero ¿también sois inglesa?

—No. Bueno... He vivido toda la vida en el continente, pero mi abuelo era inglés.

Era un hombre aproximadamente de la edad de su abuelo, con una mirada bondadosa y la barba muy bien recortada. Hojeó una de las guías de Anna.

—Tenéis buena mano. Lástima que no viváis en Inglaterra. Yo soy maestro escribano en la aduana de Londres. Podría daros trabajo como oficial durante vuestra temporada baja; claro que al ser mujer no perteneceríais de pleno derecho al gremio...

—Ir. Frío.

El tono de Bek era inflexible.

Al escribano se le había unido una mujer. Tenía un tazón de sopa caliente entre las manos. Se lo ofreció a su marido, que sacudió la cabeza.

—Es mi mujer, que ha insistido en acompañarme porque no conocía París. Ahora ya estamos en el viaje de vuelta.

Dejó el libro. Anna se disponía a tratar de interesarle por algún otro, pero se dio cuenta de que era inútil. No se le puede vender pan a un panadero.

—Creo que se alegrará de volver a Londres —dijo el hombre—. Reims le parece menos atractivo que París.

—Salimos el viernes —dijo la mujer, poniendo los ojos en blanco—. Para mí, cuanto antes mejor.

Bebió un poco de sopa.

—¡Ir! ¡An-na!

Anna miró la plaza vacía. No había ganado ni un céntimo en dos semanas. Tampoco tenía noticias de VanClef. Seguro que había vuelto con su esposa o a su vida anterior. Probablemente se le hubiera olvidado la promesa de «alguna solución más permanente». Quizá fuera la única oportunidad para ella.

—Yo también voy a Inglaterra —dijo—, y estaba pensando..., como soy viuda, ¿habría alguna posibilidad...? Quiero decir... ¿Creéis que mi hijo y yo podríamos viajar con vos? Tengo dinero para el pasaje. No seríamos ninguna carga. Es que para una mujer con un niño es peligroso viajar sola. Estaba esperando a un grupo de peregrinos, pero...

El hombre miró por encima del hombro de Anna para ver a Bek, que empezó a tiritar con tanta fuerza que sacudía los brazos.

—Pues... no sé si...

—Naturalmente que podéis —dijo la mujer—, y bienvenida sea la compañía. Saldremos mañana por la mañana. Os recogeremos aquí mismo. Si entonces todavía queréis marcharos, estad preparada.

—¡An-na, ir!

Anna se giró para regañarle.

—Silencio, Bek, que ya nos vamos —dijo, intentando disimular su irritación.

Cuando se volvió otra vez para confirmar la cita, el matrimonio ya estaba en la otra punta de la plaza. La mujer se despidió con la mano.

—¡Hasta mañana! —exclamó Anna.

No consiguió entender la respuesta. El matrimonio parecía en plena discusión.

«Bueno, ¿qué habré perdido si no vuelven?», pensó Anna.

XXV

Viejo manzano, viejo manzano, para brindar por ti aquí estamos,

que de manzanas estén llenas tus ramas,

que se llenen sombreros y capas, tres fanegas colmadas,

los graneros henchidos, y al pie de la escalera un montoncito.

Canción navideña

Por muy buena cristiana que se considerase, lady Joan Cobham no tenía la menor intención de negarse el placer de cumplir con las costumbres de cada año. No veía nada malo en encender el tronco de Navidad, ni en adornarlo todo con plantas. Todas las chimeneas del castillo de Cooling ya tenían su tejo y su laurel en la repisa. No quedaba ni un marco de puerta sin su hiedra y sus cintas. En las vigas de la sala principal, donde se celebraban los actos importantes (los festejos y las reuniones lolardas), colgaba un gran ramo navideño que llenaba el aire del olor punzante de la resina, pero el protagonismo se lo llevaba el muérdago, que invadía hasta el último dintel y que, trenzado con cintas, también cubría los cuatro postes del lecho común de lady Joan y su esposo.

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