Read La comerciante de libros Online
Authors: Brenda Rickman Vantrease
Tags: #Histórico, Intriga, Romántico
El río Ebro da buena agua [...], aguas llenas de
peces [...], en Estella el pan es bueno, el vino excelente,
y la carne y el pescado, abundantes.
Liber Sancti Jacobi
, libro V(guía de peregrinos del siglo XII)
Anna estaba aterida. Se había sentado al lado de la gran chimenea, en un taburete de tres patas, y tenía entre sus manos el vaso de caldo caliente que le había dado el cocinero. Lo probó con precaución. No estaba demasiado caliente para beberlo.
—Toma —dijo, pasándoselo a Bek, que estaba sentado en su carrito, rodeando con las piernas el arcón de madera.
Cabían de milagro. Anna había conseguido encajar el baúl en un espacio tan estrecho sin hacer daño al niño. De hecho, el baúl ya no pesaba tanto. Había vendido el resto de los libros. Sólo quedaba la Biblia de Wycliffe y el libro hebreo de conjuros, escondidos debajo de dos mudas, una para ella y otra para Bek. El Evangelio según san Juan se lo había dejado a su casero, diciendo, mientras le entregaba el libro y una nota con explicaciones sobre su paradero: «Para cuando vuelva
monsieur
».
—Ten cuidado al coger el caldo, que está muy caliente —advirtió a Bek.
El cocinero le dio otro vaso a ella. Anna se lo bebió a sorbitos, agradecida. Habían viajado todo el día en la parte trasera de un carro. Venían directamente de Londres. Después de pagar al granjero, no le quedaba ni un penique.
Estaba atontada de cansancio, demasiado para pensar qué haría si sir John la echaba. Pero no, no la echaría... Seguro que su abuelo no se había equivocado tanto sobre él. De todos modos, la criada decía que estaba indispuesto. ¿Y si estaba demasiado enfermo para recibirla? ¿Y si estaba muerto? ¿Y si se había vuelto loco? ¿Y si eran los criados los que no querían que le viera? Anna había gastado sus últimas fuerzas en hacer llover las peores amenazas sobre la pobre doncella.
Deberían haberse quedado en Londres, con el escribano y su mujer. Él le había ofrecido trabajo. Sin embargo, al enterarse de que sir John sólo estaba a unas horas de camino, Anna se había dado cuenta de que no podía esperar un día más. «Ya estoy aquí, abuelo. He cumplido mi promesa. El resto está en manos de Dios.» Apoyó la espalda en la pared.
—Se te ve agotada —dijo el cocinero, un hombre jovial, que al sonreír mostraba una dentadura muy estropeada.
Tenía la cara roja, por el calor de los hornos de ladrillo que se alineaban en la pared. A Anna, el calor de la sala le daba sueño. Las nubes de la mañana habían fraguado una lluvia fría y empezaba a anochecer. ¿Les dejarían dormir en el suelo, junto a la chimenea de la cocina? Las losas de piedra serían duras, pero Bek tenía su manta y ella su capa. Al menos no tendrían que estar a la intemperie.
—Siéntate un rato y caliéntate con el fuego.
El cocinero se giró hacia el gran horno de ladrillo y sacó una bandeja de metal llena de hogazas de pan. A Anna se le hizo la boca agua por el olor.
—¿Sería demasiado pedir una rebanada para mi hijo? Es que venimos de muy lejos. No tengo dinero para pagaros, pero seguro que hay alguna olla que fregar.
El cocinero cortó un trozo de pan caliente, lo untó de mantequilla dulce y se lo ofreció a Bek, que miró a Anna en busca de permiso, y sólo cogió el pan al verla asentir con la cabeza. Después el cocinero cortó otra rebanada y se la dio a ella.
—¡Estas manos no parece que hayan fregado mucho!
Anna se miró los dedos blancos, que rodeaban la taza. Ni siquiera el caldo conseguía infundirles algún color.
—Es verdad —dijo—, pero soy bastante buena escribana. Quizá necesitéis escribir alguna carta...
El cocinero se rió.
—¿Yo? No, yo sólo soy ayudante de cocina, aunque puede que el cocinero tenga algún trabajo para ti. Podrías ayudarle a hacer el inventario de la despensa. ¿También sabes de números?
Anna tendió la mano, haciendo el esfuerzo de no engullir el pan, y limpió a Bek un poco de saliva de la boca.
—¿Qué le pasa al niño? ¿No estará enfermo? Porque si está...
Ella se apresuró a tranquilizar al joven, cuya buena voluntad parecía estarse derritiendo como la mantequilla sobre el pan caliente.
—No, está sano. Es que tiene un defecto de nacimiento.
—Ah, bueno —dijo él, reticente—. De todos modos, en una noche así, la señora no me diría que os echara aunque el niño tuviera fiebre palúdica o algo aún peor.
Anna se sintió débil de alivio.
—Lo que no sé es si la señora te recibirá.
—A quien vengo a ver es a sir John —repitió ella—. Tengo un mensaje para él y no se lo puedo dar a nadie más.
Él se rió.
—Lamento decirlo, pero en el castillo de Cooling ninguna mujer puede llegar hasta sir John sin pasar por su esposa. Y menos con tu aspecto.
Pareció que se le pusieran aún más rojas las mejillas.
—¿Dónde está la chica que pide ver a sir John?
Al levantar la vista, Anna vio acercarse deprisa a una mujer guapa y rechoncha, con el mismo color ámbar en los ojos que en la seda del vestido. Se levantó con torpeza, dejando caer el pan al suelo, y dibujó una reverencia aún más torpe. Le daba vueltas la cabeza, como si hubiera bebido demasiado hidromiel.
—Señora, vengo de Bohemia con un mensaje importante para sir John. Si pudiera...
El arco de la pared opuesta a la de los hornos de ladrillo empezó a moverse como si estuviera hecho de serpientes. Anna intentó sacudir la cabeza para despejársela.
—Señora, si...
Oyó su nombre en boca de Bek, al mismo tiempo que se derrumbaba a los pies de lady Joan Cobham, hecha un ovillo.
* * * * *
La abadesa no sabía situarlo exactamente en el tiempo. Bueno, sí, pensando un poco sí: el día de la llegada del cura. Le había bastado una simple ojeada a aquel clérigo guapo, de modales romanos, para conocer sus intenciones, y desde entonces no dejaba de crecer el mal presagio, la ansiedad que le oprimía el pecho, la seguridad de que sus actividades se estaban volviendo cada vez más peligrosas.
No sólo para ella, sino para las hermanas que tenía a su cuidado. Para sir John. Para la causa lolarda por la que trabajaban. Hasta para el buldero, cegado como Judas por una fidelidad errónea.
La necesidad de esconder «lo otro» —como había empezado a llamar, incluso mentalmente, a los manuscritos clandestinos, por miedo a pronunciar una palabra tan herética como «lolardo», e incluso a llamarlos Biblia inglesa—, ante el riesgo de que apareciera de improviso el cura entrometido, u otros de su calaña... Empezaba a estar cansada de tanto secreto. El buldero tenía la costumbre de inmiscuirse en cualquier conversación, por inocente que fuera en apariencia, y adormecer a su presa para inducirla a irse de la lengua. Después de tres meses de respiro en sus intromisiones, el hermano Gabriel había vuelto la semana pasada, y junto a él el dolor de cabeza.
La abadesa cerró los ojos para no ver la llama de la vela que parpadeaba en el crepúsculo. Por suerte la dolencia se había atenuado con el paso de los años, aunque seguía afligiéndola en los momentos de nerviosismo. Sin embargo, ya no era un dolor tan agudo y concentrado en un solo lugar. Tal vez fueran los designios de Dios: en vez de borrar el dolor que fortalecía el alma de la abadesa, difundirlo por sus manos, su espalda y sus tobillos, porque Dios sabía que el corazón de una anciana no podía asimilar tanto dolor en su cabeza de una sola y fuerte dosis.
Ya hacía muchos años que la abadesa hacía las copias clandestinas, sin saber, al principio, cómo se distribuirían. Era una manera de aliviar su dolor, a la vez que una contribución a la causa.
Al principio sólo copiaba como remedio para sus angustias, en memoria de haber perdido todo lo que le importaba, vaciándose con los trazos de la pluma sobre la vitela. Era como si se vertiera por sus manos la sangre de su corazón y se derramara a través de la pluma.
Pluma arañando, susurrando... Dos hijos perdidos...
Los ruidos de la pluma eran lo único que penetraba en el pozo de silencio.
Pluma arañando, susurrando... Haberse quedado sin amor, sin el mayor deseo de su vida... La preciosa niña, pero con más de muñeca que de ser real... Pluma arañando, susurrando... y siempre, al final, el gran silencio, latidos tan tenues que ni siquiera estaba segura de que le bombease el corazón.
Pero copiar las Escrituras se había apoderado de su alma.
Pluma arañando... susurrando... Al principio era la palabra.
La Palabra.
Dios había dado ser a la creación mediante su palabra, la palabra que separaba al hombre de los animales. El don de la palabra, que convertía a los hombres en dioses, distinguiendo entre el bien y el mal. La capacidad de expresar lo que se piensa y siente, y usar la palabra para hablar sobre la Palabra hecha carne. ¿Se podía servir una causa más alta? De todos modos, fuera elevada o no, era la única que tenía.
La cantidad de manuscritos había ido creciendo. Primero los Salmos de David: «El Señor es mi pastor», un bálsamo para el corazón herido de la abadesa. Después las bienaventuranzas: «Bienaventurados los mansos. Bienaventurados los pobres». Más tarde, la historia sagrada de la crucifixión, y los relatos sobre Magdalena y las otras mujeres que apoyaron a Jesús, primeros testigos de su resurrección. (¿Por qué nunca lo señalaba ningún cura?) Aumentaban las copias a la vez que se curaban su cuerpo y su espíritu en el priorato de la Santa Fe, pero su gran temor era ser descubierta y que con ello saliese perdiendo la casa que le había dado albergue.
Hasta que un día llegó sir John al priorato de la Santa Fe y tuvo la audacia de encargar una copia de las Escrituras en inglés, como si se tratase de un simple libro de horas. La abadesa todavía se acordaba de sus risas el día en que ella tuvo la confianza de poner en sus manos el montón de manuscritos oculto dentro de su arcón. De sir John salió el dinero para costear la fundación de una casa de menor tamaño, cercana al castillo de Cooling, al servicio de Gravesend y Rochester, una abadía demasiado poco poderosa para despertar sospechas, pero con la misión secreta de copiar las Escrituras inglesas y los textos de Wycliffe.
La priora de Santa Fe no sólo bendijo la escisión, sino que permitió que Kathryn se llevara a tres de sus mejores copistas, aunque Kathryn se dio cuenta de que para ella era un alivio ver partir a esas herejes a quienes albergaba en el seno de su casa.
Pequeña y remota, la abadía —un grupito de edificaciones compuesto por capilla, priorato,
scriptorium
, claustro y refectorio— lograba producir sin trabas los textos de contrabando, o lo había logrado, porque últimamente flotaba en el aire algo que le recordaba el temido olor de la brea quemada.
Tenía miedo de que los sabuesos del infierno hubieran hallado nuevamente la pista.
Dejó la pluma en la mesa y se levantó para estirar la espalda y ejercitar la mano, frotándose el nudillo hinchado. Tal vez no fuera más que la grisura y la tristeza del pleno invierno, que oprimía su espíritu y se cebaba en sus articulaciones. Tal vez el cura no fuera un espía del arzobispo. Tal vez lo único que provocaba aquel dolor en los nudillos y le crispaba los dedos de la mano derecha hasta el punto de no poder apoyarlos con firmeza sobre el pergamino fueran la lluvia y el exceso de trabajo.
La lluvia o el demonio. O ambos.
Ya había anochecido demasiado para ver con claridad. Se le estaba debilitando la vista, incluso la de su ojo bueno. ¿Quién proveería a sir John de los Evangelios en inglés para el continente cuando ella ya no pudiera trabajar? Sólo una o dos de las hermanas eran de absoluta confianza. Con la hermana Agatha ya no se podía contar. Pese a haberla relevado del turno de cocina y haberla reintegrado a su labor de copista, la abadesa ponía mucho cuidado en que sólo se le encargasen obras seculares. Ahora que había vuelto el cura, se imponía una vigilancia aún más estrecha.
Por alguna razón que la abadesa no lograba aprehender con sus nudosos dedos, el hermano estaba cambiado. Para empezar se le veía cansado, casi demacrado, y su mirada había perdido certidumbre. A la pregunta de si se encontraba bien, dijo que estaba muy afectado por el fallecimiento de su padre confesor. Aun así se brindó a oír en confesión a las hermanas —excelente método para espiar conciencias desgarradas entre la ortodoxia y la herejía lolarda—, a pesar de que salía muy poco de las celdas de invitados.
Un par de veces, al pasar junto a la capilla, la abadesa le oyó recitar el oficio divino, y su voz le pareció tensa por el peso de algún inconfeso pecado. A menos que sólo fuera el luto... Una vez estuvo a punto de decirle que, ahora que no tenía confesor, podía rezar por su cuenta y confesarse directamente a Dios, sin necesidad de intermediarios, pero era muy consciente de que sus palabras toparían con oídos sordos. O con oídos al acecho de aquella herejía, precisamente. Por otro lado, si algo no faltaba eran confesores que oyeran los pecados de aquel hombre. A alguien con tanto futuro en la curia le oiría en confesión hasta el mismísimo arzobispo.
En fin, se regañó, basta de cavilaciones. Aún quedaba bastante luz para trabajar un poco antes de la campana que llamaba a las hermanas a vísperas. Al cruzar la sala en busca de otra vela, miró por la ventana que daba al claustro cuadrado, con su hermosa fuente, cuya visión siempre le daba paz.
Pero esta vez no se la dio.
Porque dentro del claustro, sentada en un banco, estaba la hermana Agatha, con medio cuerpo en la sombra, la luz del crepúsculo en su cara blanca y un desconocido al lado. Habían hecho mal en dejarle entrar sin el permiso de la abadesa. A menos que fuera un clérigo, naturalmente... Otro representante de la Iglesia con el encargo de espiarlas. Más le valía a la abadesa cubrirse con el velo y bajar a impedirlo. Parecía mentira que siempre supieran a quién elegir. ¿Por qué no se cebaban en Matilde? O incluso en una de las novicias, que no sabían nada de la auténtica misión de la abadía.
Justo entonces llamaron a la puerta, sin darle tiempo de ajustarse el velo.
—Madre, ha venido un mensajero del castillo de Cooling. Dice que es urgente. ¿Le dejo entrar?
Urgente. Del castillo. Probablemente una advertencia. Demasiado tarde, pensó la abadesa, cerrando la puerta al salir.
—Estaba a punto de bajar al claustro. Hablaré directamente con él. Dale algo de beber y pídele que espere.