Read La comerciante de libros Online
Authors: Brenda Rickman Vantrease
Tags: #Histórico, Intriga, Romántico
—La orden se apoyará en una serie de pruebas obtenidas en vuestro
scriptorium
. No os quepa duda de que seréis interrogada vos o algunas de las hermanas. Hasta es posible que se os pida declarar en contra de sir John.
La abadesa no contestó enseguida. Fue como si la propia habitación dejara de respirar. A menos que sólo fuera Anna la que se había quedado sin aliento... Finalmente llegó la respuesta, fría y cortante como el acero.
—¿Pruebas recogidas por quién? —preguntó.
Al fraile no le tembló la voz.
—Recogidas y entregadas por mí mismo al servicio de la Iglesia. Sin embargo, a pesar de lo condenatorias que son las pruebas, con una defensa bien preparada y mi recomendación, lo más probable es que todo quede en una simple reconvención para la abadía. El documento más perjudicial fue hallado en el extremo occidental del
scriptorium
, en la mesa que está más cerca de la ventana.
Finalmente, las palabras del fraile golpearon a Anna con todo su sentido. ¡La vela que parpadeaba en la oscuridad! ¡El fraile a quien había sorprendido fisgando! ¿Por qué, al echar de menos la copia acabada de la traducción al checo, había supuesto que se la había llevado la monja que rellenaba los tinteros? ¿Por qué no había estado más atenta?
—¿Por qué me avisáis? Parece una advertencia ajena a vuestra lealtad a la Iglesia... —dijo la abadesa detrás de Anna.
—Os aviso porque sé que estáis entregada el servicio de nuestro Señor. Esta abadía puede ser un instrumento muy valioso para servirle. Lo que ocurre es que no goza del protector adecuado. No se ganaría nada con que se cerrase la abadía y se os encarcelase a vos.
El tono del fraile delataba cierta exasperación. ¿Habría venido esperando gratitud?
—Entregad a la monja que se sienta en esa mesa para que sea interrogada y alegad ignorar cualquier tipo de conspiración encaminada a suministrar Escrituras en inglés y en checo a los lolardos.
Anna se estaba mareando. Su mano, al temblar, tiró de la bandeja la jarra de sidra, que se rompió en el suelo estrepitosamente. Se aferró al borde del arcón, temiendo desmoronarse como una espiga demasiado hinchada sobre un tallo adolescente.
La respuesta a las exigencias del cura tuvo un tono inquebrantable.
—No pienso identificar a la hermana que se sienta en la mesa en cuestión. Volved junto a vuestro arzobispo y decidle que, si alguna culpa tiene la abadía, es exclusivamente de su abadesa. Mientras aguardo a que se me convoque, me confortará el Paracleto y la certeza de seguir la voluntad divina. Pensad que también yo tengo mis lealtades, hermano.
Su tono y su actitud eran tan sosegados como si de lo que se tratase fuera de cancelar un pedido porque la tinta estaba diluida o el pergamino era de calidad inferior.
—Ahora bien, hermano Gabriel, de algo sí me disculpo. Al parecer he descuidado mis modales. Anna, te presento al fraile de quien te hablé, huésped eventual de esta casa. Contrariamente a lo que te dije, pronto las celdas de invitados estarán disponibles. Parece que la labor del fraile entre nosotras ha llegado a su fin.
Lo sorprendente fue que no se le escarchasen los labios al pronunciar las palabras.
La joven se giró, se acercó dando tumbos e hizo una pequeña reverencia, un simple movimiento con la cabeza en respuesta a la presentación.
—Anna es una viuda del continente, huésped de la abadía. Estará aquí con su hijo hasta que mejore el tiempo y pueda reanudar su peregrinación.
El hombre de la capucha dio un paso hacia delante. Anna le vio la cara por primera vez.
Su primer pensamiento, surgido del anhelo acumulado en lo más hondo de su ser, fue que por fin había vuelto a buscarla VanClef; pero no, teniendo en cuenta la conversación que acababa de desarrollarse, no podía ser él. Su gemelo malvado, tal vez...
En un movimiento vacilante, el fraile se llevó una mano a la capucha y se la bajó. Ella pudo ver sus ojos. Ojos que le delataron.
Lo que delató a Anna fue su voz al temblar.
—No hacen falta presentaciones entre el hermano Gabriel y yo, madre. Nos conocimos en Reims.
El fraile se quedó lívido.
—Os equivocáis... Quiero decir... que estoy seguro de que no nos habíamos visto. Yo nunca he estado en Reims...
—Difícilmente se me olvidaría nuestro encuentro, hermano. Yo me acuerdo de todos mis clientes, y una vez me comprasteis un libro. —La voz de Anna era poco más que un susurro—. Me pagasteis muy bien, aunque, de haber sabido vuestra verdadera ocupación, tal vez hubiera sospechado que vuestra moneda era tan falsa como vuestra mercancía.
El fraile no hizo más que quedarse boquiabierto durante un buen rato, como si no le salieran las palabras, pero sus ojos hablaban por sí mismos. Anna leyó en ellos la lucha que se libraba dentro de su alma. Sin embargo, se hizo fuerte para no sentir compasión. De lo que estaba llena era de amargura. En aquel momento le despreciaba.
—¿Qué clase de libro compró, Anna? —preguntó la abadesa.
Su tono reflejaba una mezcla de incredulidad y esfuerzo de comprensión.
—Compró una traducción al inglés de un evangelio, madre. Me temo que no es un buldero honesto, sino un espía de Roma.
El fraile tendió una mano, como un suplicante.
—Anna..., madre superiora... No...
—Y ahora, con vuestro permiso —dijo la joven—, os dejo a solas para que el hermano Gabriel os explique cuanto quiera. Si me buscáis, estaré en mi mesa. —Miró a Gabriel, directamente a los ojos de VanClef—. Es la que está más cerca de la ventana del extremo occidental del
scriptorium
.
Dios, ya se fue mi bello enamorado,
aquel que amor tan grande me tenía;
el que confirme voto prometía
no apartarse jamás de mi costado.
[...]
¿Dónde está ahora el joven caballero
que día y noche a mí me requería?
[...]
Y ahora estoy sola.
Los bellos frutos del amor
(poema francés del siglo XII)
Cuando llegó el mensaje, lady Cobham estaba haciendo el inventario de la despensa, a fin de comprobar que hubiera bastantes víveres para llegar hasta la cosecha de verano. Con tanta lluvia, se había enmohecido una parte del centeno.
Mandó dárselo de comer a los cerdos. Había quien se lo daba a la clase campesina, pero no era el caso de Joan, que había visto a demasiados siervos con enfermedades mentales (alucinaciones y desvaríos) por culpa del consumo de centeno mohoso. El barril de harina de trigo infestada de bichos lo vertería a la vista de todos, para que pudieran venir las mendigas y cogerlo del suelo. Sabía que quitarían los bichos y usarían la harina para hacer pan para sus hijos. A ella le daba asco sólo de pensarlo, pero también sabía que cuando bajaban las reservas de principios de primavera, y hasta en las casas de beneficencia quedaba poca harina, la que estaba infestada de bichos podía ayudar a que no se murieran algunos niños campesinos.
—No la eches directamente al suelo. Deja el barril al lado de la puerta de la cocina y verás lo deprisa que se vacía —le dijo al mayordomo.
Se acercó a otro barril de la hilera de doce que había junto a la pared y cogió unos cuantos bichos para aplastarlos con los dedos, haciendo una mueca de asco.
—Éste también —dijo.
A aquel ritmo, acabaría sacando bichos del pan de sir John.
—Señora, ha llegado esto de la abadía. Ha dicho el mensajero que era urgente.
Se limpió las manos en el delantal y rompió el sello de un pergamino doblado para echar una ojeada al texto, sólo unas líneas con una letra excelente, de mujer: «El halcón debería volar hacia el oeste. El nido está limpio. Apresuraos al máximo».
Reconoció el sello de la abadía. El mensaje era clarísimo.
—Dile a sir John que tengo que verle en sus aposentos. Quizá esté en los establos. Se le ha puesto enferma una yegua.
De repente tenía preocupaciones más importantes que estarse quedando sin víveres para el invierno.
* * * * *
—Quiero acompañarte —le dijo a sir John su bella esposa, mientras él metía libros y ropa en una bolsa.
Las llamas de la chimenea saltaban cada vez más altas, devorando los papeles que él les arrojaba. Se consumían enseguida. Era una de las razones por las que preferían el papel al pergamino para los textos de contrabando. (La otra era el precio.) Sir John no tuvo fuerzas para quemar los Evangelios —sólo los tratados de Wycliffe—, pero tampoco podía llevárselos todos. ¿Dejarlos ahí? Ni hablar. Era demasiado peligroso para Joan.
—No, amor mío, yo solo puedo ir más deprisa. —Se paró a escribir algo en un papel con trazos muy enérgicos—. Cuando vengan a hacer el registro, enséñales esto. Pone que te he abandonado porque no querías unirte a mi causa. Hazte la esposa ofendida.
—Es lo que soy. Me estás abandonando por una amante con la que no puedo competir. Vuestra piedad se ha interpuesto entre los dos, señor mío.
El mohín adorable de Joan, el que tan a menudo le servía para vencerle y al que él era incapaz de resistirse, se deshizo. Por sus mejillas corrieron grandes lágrimas. Sir John respiró hondo, armándose de valor para no abrazarla. Si lo hacía, quizá jamás pudiera irse.
—¡Así! ¡Qué buena actriz! —dijo, afectando despreocupación—. Cuando te hagan preguntas, pon esta cara. Mandaré a buscarte cuando se amansen las aguas y se recupere el rey. Si el rey fuera Harry, respondería ahora mismo a las acusaciones, pero Bolingbroke no acaba de morirse y Hal es un cachorro asustadizo pegado a las faldas de Arundel. Te abandono para protegerte.
—Yo no quiero que me protejan. Yo lo que quiero es ir contigo.
—Si vienen curas pobres, no les dejes entrar. Algunos podrían ser espías.
Ras
. Otro papel. El fuego de la chimenea se avivó otra vez. Qué lástima... Pero no era el momento de pensar en eso. Lo principal era sobrevivir.
—Diles que sir John ha huido a Gales y que ya no son bien recibidos.
Tenía grandes gotas de sudor en la frente. Se secó una con el codo para evitar que se cayera.
—¿A ellos también los abandonas? ¡Abandonas su causa!
Los ojos de Joan, muy abiertos de sorpresa, brillaban de llanto no vertido.
—Pues claro que no. Los cabecillas ya saben adónde voy.
—¿Y la abadía?
—Seguirá bajo tu protección, pero dile a la abadesa que sólo copie Evangelios en latín y traducciones al inglés de obras seculares. El resto ya lo ha quemado. «El nido está limpio.» Cuando el príncipe Harry sea rey de verdad, se prestará a razones.
Le sorprendió que Joan no siguiera discutiendo. Miró larga y fijamente a su mujer, tan guapa, tan apasionada... ¡Qué poco se la merecía! ¡Y cuánto la quería, por Dios! ¡Cómo le dolía separarse de ella!
—¿Cómo podré ponerme en contacto contigo?
—Escríbeme a mis tierras del castillo de Herefordshire.
Recibiré tus cartas en la medida que pueda. No escribas nada que pueda incriminarnos; sólo noticias tuyas y del castillo de Cooling. En tono de enfado. Yo leeré cariño en tus reproches, y cuando pueda te contestaré pidiéndote perdón por haberte abandonado y echándote sermones sobre tu ortodoxia.
Puso una mano bajo la barbilla de Joan.
—Cada palabra, cada rasguño en la página, te hablarán en silencio de mi amor.
La cogió y le dio un beso, apretándola tanto contra el pecho que oía latir su corazón.
—Me llevo tu yegua. Tengo al de caza agotado y a mi yegua a punto de parir. —Se alejó un poco de Joan, sin soltarla, y le secó una lágrima—. El potro será una señal. Volveré antes de que pueda aguantar en su lomo el peso de este traserito tuyo tan redondo.
Intentó reírse, pero se le atragantó la carcajada. Después de otro beso, se arrancó del cuello los brazos de Joan e intentó recuperar su compostura varonil.
Cruzaron la puerta y salieron al patio, donde ya esperaba con la brida puesta la yegua de Joan. El palafrenero dio las riendas a su señor y se apartó. John se inclinó desde la silla de montar, dio un beso a su esposa en la coronilla y le murmuró al oído:
—No me pasará nada. Ya lo verás. Será una separación corta. Dicen que el rey está a las puertas de la muerte.
Ella se limitó a mover rígidamente su cabeza inclinada.
Sir John se irguió sobre la silla de montar, tiró de las riendas de su caballo y se fue al trote, dejando a Joan en el patio. Le pareció oír que sollozaba, pero no se giró.
* * * * *
El mozo de cuadra llevó la noticia al vigía de la torre del homenaje. Era noche cerrada. El vigía despertó al mayordomo, y el mayordomo al chambelán. Fue éste quien decidió no despertar a su señora. La noticia podía esperar hasta el amanecer: la de la muerte de la yegua favorita de sir John. El potro había nacido muerto.
* * * * *
Anna estaba despierta en su estrecha cama. Sus sollozos, intermitentes y ahogados, se mezclaban con los suaves ronquidos de Bek, que dormía en la habitación contigua.
Hacía poco que se sentía bastante seguro para no dormir a los pies de Anna. Menos mal, porque era una noche en la que ella necesitaba estar a solas. Empezó a llorar con las campanas de completas. Las de maitines la encontraron todavía despierta y sin haber dejado de llorar.
Al final, el tan temido momento de que la llamaran casi fue un alivio.
Golpes suaves en la puerta. Alguien hablando en voz baja. Una de las novicias.
—¿Señora Bookman? —Poco más que un susurro en la oscuridad del pasillo—. La abadesa solicita que vayáis a verla.
Anna se levantó pesadamente. ¿Era el peso del hijo del buldero en sus entrañas? ¿El de los restos de una absurda fantasía? ¿O el del miedo? Incluso en Praga llegaban noticias sobre las tácticas que usaba la Inquisición para obtener confesiones de herejía, y ella ya había visto de primera mano la furia vengativa de un obispo airado.
Trató de ahuyentar las imágenes del puente sobre el río Vltava. Con lo clara y diáfana que había estado la voluntad de la abadesa de protegerla, Anna, tonta de ella, henchida de arrogancia, insensatez y orgullo, había proclamado a los cuatro vientos su culpabilidad en presencia del clérigo. Creyendo hacerle daño. Creyendo hacer daño a VanClef. ¡Qué estupidez! No paraba de darle vueltas en la cabeza, recordando las preguntas del mercader sobre el libro. ¡Era lo que quería desde el principio, información! Hasta cuando le susurraba palabras de amor. Hasta al depositar en ella su simiente.