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Authors: Brenda Rickman Vantrease

Tags: #Histórico, Intriga, Romántico

La comerciante de libros (19 page)

BOOK: La comerciante de libros
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—Mirad —decía, a veces en checo y otras en alemán, mezclando incluso alguna palabra en inglés aprendida de Anna—. Derecho de libre desplazamiento.

Y señalaba el sello del emperador Segismundo, como si fuera capaz de leer hasta la última letra.

Anna no había conseguido averiguar de dónde lo había sacado. En todo caso, su aspecto era claramente oficial y siempre funcionaba. Hasta el más reticente de los alcaldes o concejales cedía y les franqueaba el paso a la localidad o al patio del castillo. Incluso se les permitía montar sus tenderetes cerca de las catedrales y santuarios de peregrinación, para vender copias rudimentarias de hojalata de las insignias «oficiales» de peregrino sancionadas por la Iglesia. Anna sospechaba que Bera cobraba a los peregrinos a cambio de aquella facilidad para moverse sin trabas por diversos territorios, y que por eso variaba tanto el número (y fortuna) de los gitanos.

Se habían instalado en la feria de San Miguel de Estrasburgo. Todo hacía presagiar un buen día. El sol de finales de septiembre brillaba en todo su esplendor. Los caminos bullían de peregrinos con destino a los diversos santuarios de los alrededores de la ciudad.

Anna esperó que el día fuera bueno, porque lo necesitaban. Según Bera, el forraje de los caballos que arrastraban los carros estaba prácticamente seco por la escasez de lluvias típica del verano. No habían tenido más remedio que comprar heno. La semana anterior, Bera se había visto reducido al extremo de acudir a Anna para pedirle unos cuantos chelines, con una franqueza desusada. Hasta entonces se había limitado a insinuar que la compañía necesitaba tal o cual cosa, y ella siempre contribuía con algunas monedas. La señora Kremensky le había devuelto con creces el alquiler, además de pagarle los muebles que dejaba, pero a esas alturas Anna sólo tenía algunas monedas de oro y se le habían acabado las de plata. Estaba decidida a conservar aquella pequeña reserva, al menos hasta llegar a Inglaterra.

Dudaba que los gitanos la echasen. Como mínimo tenía la esperanza de que fueran bastante supersticiosos para considerarse responsables hasta cierto punto de ella porque le había salvado la vida uno de los suyos. Dicho lo cual, no podía negarse que un determinado miembro del grupo no habría tenido inconveniente en dejarla tirada a la primera oportunidad... Cuanto más crecía la barriga de Lela, más hostil se volvía hacia Anna y más incómoda se sentía ésta bajo la mirada de Bera, que no disimulaba su admiración. La última noche les había oído discutir: Lela lloraba, diciendo que si seguía encerrada en el carro, sin poder disfrutar de la feria, se volvería loca, y Bera respondía a gritos que debía esconderse hasta que naciera el niño. Era la costumbre romaní.

Ahora Anna ocupaba el lugar de Lela tras la mesa de la feria, otro artículo que añadir a la lista de ofensas e insultos imaginarios que llevaba mentalmente la mujer de Bera. En todo caso, Anna debía reconocer que se alegraba de tener alguna ocupación después de tanto tiempo.

Le gustaba ordenar las chapitas para su venta, formando hileras perfectas e intentando situar delante las que representaban santuarios de la zona, con un ramillete de flores silvestres en el centro de la mesa para atraer a la clientela. Ni las propias mujeres romanís podían poner reparos a su labor, puesto que no implicaba tocar «su» comida ni «su» agua, o tan siquiera su ropa sucia.

Puso delante de las florecitas la medalla con la imagen de la Virgen acunando al niño Jesús. Era su insignia favorita. A pesar de lo rudimentario de la copia, la expresión de la Virgen despertaba un anhelo tan vivo que casi le dolía físicamente. No sabía cómo interpretarlo. ¿Era por la madre a quien no había conocido? ¿O por el hijo que probablemente no llegase a tener?

Al levantar la vista, se dio cuenta de que Bera la observaba con una mirada pensativa, como si calculase algo. Ya conocía su expresión: era la que adoptaba al cerrar (o estar a punto de cerrar) uno de los astutos regateos de los que solía jactarse. Anna se apiadó de la víctima.

Entonces se dio cuenta de que no había nadie más en las inmediaciones. Era ella la destinataria de aquella mirada sagaz.

Simuló no verle, absorta en la distribución de la mercancía.

Había estado pensando en cómo ganarse el pasaje. Tal vez confeccionando una insignia de peregrino de mayor calidad, algo cuya condición de copia no saltase tan inmediatamente a la vista... Sí, una cruz bordada similar a la que llevaba debajo de la blusa con una cadenita, la que le había regalado
Dĕdeček
, herencia de su madre. Las perlas incrustadas en el brazo de la cruz se podían imitar con pequeños nudos franceses de hilo de seda. Tenía un corpiño de seda azul que se podía cortar en cojincitos cuadrados. Cerca de ahí, en un tenderete, había visto hilo de seda de color crema. Le bastaría con medio penique, aunque (como le dijo la mirada de Bera al acercarse) si no tenía cuidado, no le quedaría ni medio penique.

Le miró a través de las pestañas. Tenía muy gastado el cuello de la camisa de seda roja y un roto en la costura de la manga del blusón. Sabía que la llevaría hasta que se le hiciera jirones (era otra de las cosas que había observado en las costumbres de los romanís: que nunca remendaban nada), antes de tirarla y estrenar otra igual. Nunca le había visto llevar nada más.

Bera ya estaba bastante cerca para que Anna distinguiera su característico olor a sándalo. Los ojos del gitano se estrecharon. Parecía que fuera por el sol, pero ella no se dejó engañar. Era una mirada de concentración. Al principio Bera no le dijo nada. Se limitó a apoyarse en el poste del toldo, adoptando una postura de estudiada naturalidad mientras se limpiaba los dientes con una pajita.

Anna fingió estar ocupada con los iconos. Bera se decidió a hablar.

—Los caballos necesitan heno.

—Ya lo sé. —Anna supo que se había sonrojado, pero estaba decidida a ser tan directa como él—. Es una pena, pero no me queda nada de dinero. Esta vez no puedo contribuir.

Respiró hondo para disimular la mentira, mientras quitaba una mota de polvo imaginaria de una de las chapas de hojalata. Ahora Bera le diría que si no podía seguir pagando tendría que irse. ¿Qué hacer? ¿Adónde ir? De hecho, era la razón de que no pudiera gastarse del todo sus monedas de oro: necesitaba una reserva para no quedarse en la más absoluta miseria si Bera decidía dejarla tirada.

—Lástima —dijo él.

Parecía esperar algo.

—En cambio, tengo un plan para ganarlo: una insignia de peregrino, pero no de metal, sino de tela. Una cruz bordada. Me...

—Yo también tengo un plan. Ya sé cómo podemos conseguir bastante heno para llegar a Francia.

«Podemos.» Había dicho «podemos». Mala señal.

—Pero ¿no quieres que te explique...?

—¿Todavía tienes el libro en inglés?

¡Conque ése era el plan! Sabía que Anna viajaba con «el libro». Sabía que lo tenía en su arcón de viaje. De hecho, la había ayudado a cargarlo el día de su huida de Praga, aunque nunca hubiera hecho ningún comentario.

Hasta entonces.

Podía robárselo. Sin embargo, por alguna razón, Anna dudaba de que llegase a aquel extremo. Ya lo habría hecho.

Por otro lado, sabía que los romanís practicaban el hurto a pequeña escala, sobre todo de comida: pasteles enfriándose sin vigilancia en un alféizar, melones del huerto... Una vez había visto robar una gallina en pleno patio de una casa. Bera había atado una cuerda a un grano y lo había tirado al patio mientras pasaba de largo inocentemente. Después de que la gallina se tragara el grano, Bera la había arrastrado por el gaznate hasta el bosque de al lado. Anna suponía que ella misma se había comido en más de una ocasión un buen estofado de gallina procurada por aquel sistema, y no se arrepentía.

Aquellos delitos de tan poca monta eran considerados por los hombres del grupo como el pago a su ingenio. De hecho, alardeaban de ellos, como si los frutos de la tierra tuvieran que repartirse equitativamente y ellos no hicieran más que remediar una injusticia. También estaban orgullosos de su astucia. Bera era capaz de vender una y otra vez el mismo caballo viejo, poniendo brea en los huecos de la dentadura de un jamelgo viejo y cansado para que parecieran los centros negros de la de un caballo joven. Al descubrirse el truco, algún otro hombre del grupo se compadecía de la víctima («¡Habrase visto! ¡Como si no hubiera bastantes granujas en el mundo!») y ofrecía comprarle el caballo a un precio más barato. «Ni que sea para quitártelo de encima.»

Tal como lo veían ellos, era algo consustancial al arte del vendedor de caballos. En todo caso, a Anna no le constaba que robasen dinero u objetos de valor de forma directa, y menos a las personas a quienes brindaban su hospitalidad.

—El libro en inglés —dijo Bera, casi sin disimular su impaciencia—. La Biblia que me enseñaste en Praga. ¿La tienes?

—Sí —contestó ella, consciente de que no servía de nada mentir. Teniendo en cuenta la especial moral de Bera, el romaní podía considerar que la negativa le daba una especie de derecho a robarlo—. Sí que lo tengo, pero ya te dije que no pienso venderlo. —Lo dijo con toda la firmeza que le fue posible, para dejar muy clara su determinación—. Al menos mientras me quede un poco de aliento en el cuerpo.

Bera se rió.

—Tranquila, pequeña yegua.

Era lo mismo que Anna le había oído decir a Lela cuando ella le reprochaba su falta de atención, y le pareció despreciable. Estuvo a punto de abrir la boca para decirle que por muy rey que fuera no podía hablarle de aquel modo. No estaba dispuesta a dejarse comparar con un caballo.

—No te estoy pidiendo que lo vendas —dijo él—. Sólo tenemos que sacarlo y abrirlo. Aquel hombre de allá, el campesino que espera al lado del puesto de nuestro herrero... —Los gitanos habían instalado un puesto para herrar caballos, otra de las muchas maneras que tenían de ganarse unas monedas al cruzar pueblos y ciudades—. Nos ha prometido un cargamento de heno a cambio de ver el libro.

—Seguro que habla alemán o francés. No podría leerlo.

Bera se arrancó la piel de una uña con mala cara.

—Da igual. Lo más probable es que no pueda leerlo en ningún idioma. Pagará sólo por verlo. Ha oído que existe y dice que quiere verlo. Tiene ganas de tocarlo.

Un desconocido tocando las páginas copiadas por su abuelo durante años de labor robada al tiempo libre bajo la luz de las velas, momentos de ocio que le dejaban sus largas horas iluminando manuscritos... Anna vio a
Dĕdeček
frotándose los dedos nudosos para aliviar los calambres, antes de aplicarse otra vez a la copia.

«Toda la escritura que hemos estado copiando durante estos años, Anna. Éste es para nosotros. Éste no lo venderemos. Éste no se lo daremos a nadie.»

—No. El libro no es una insignia barata de hojalata, ni un hueso falso de santo. No contiene ninguna magia romaní. Tocarlo no cura ninguna enfermedad, ni saca del purgatorio a ningún pecador.

Bera se encogió de hombros.

—Como quieras, pero sin heno no podremos irnos de Estrasburgo. Dijiste que querías ir a Inglaterra. Si nos vemos obligados a vender los caballos, tendremos que quedarnos aquí.

—No puedo tener el libro lejos de mi vista —dijo ella.

—Eso él ya lo entiende. Puedes sentarte al lado de él mientras lo mira. Hasta puedes leerlo. Sé que te gusta leer el libro. Te he visto.

¡La había estado observando inadvertidamente! ¿Qué otras cosas había visto? En adelante, Anna tendría que ser más celosa de su intimidad.

—Además, no sé cómo tienes tan pocos reparos en burlarte de los que tratan el libro como si fuera mágico, cuando tú misma lo tratas como si fuera algo muy grande y sagrado. —Bera hizo un gesto de exasperación—. Sólo está hecho de papel y tinta.

Naturalmente, tenía razón. Seguro que
Dĕdeček
habría estado de acuerdo en aquel punto. El libro en sí no era sagrado. Lo importante era su contenido, las palabras, la verdad de las palabras, no el papel en el que estaban garabateadas. Y sin embargo aquel papel, aquella tinta, eran sagrados para Anna porque eran la herencia que le había dejado su abuelo.

Sin embargo, las últimas palabras de
Dĕdeček
habían sido: «Vete a Inglaterra». No podía quedarse para siempre con aquellos gitanos. Miró nerviosamente al campesino, muy atento a la conversación. Parecía inofensivo. Era un hombre de constitución normal, ropa limpia y respetable, y un pelo y una barba que no desconocían el peine, aunque su trato con él no fuera de intimidad.

—No más de dos horas. Y tiene que venir al carro de Jetta, con Jetta dentro.

Bera sonrió, satisfecho, con la soberbia que le daba haber sabido convencerla. Era un granuja astuto y maquinador, y lo sabía. También sabía que Anna lo sabía.

—Se alegrará. Yo sólo le había prometido una hora —dijo, haciendo señas al campesino de que se acercara.

Tanta prisa se dio el hombre, que pasó demasiado cerca del martillo del herrero y le saltó al pelo una chispa del yunque. Tuvo que sacudírsela con ambas manos, haciendo un gesto de tonto que provocó las carcajadas estentóreas de Bera.

—Esta noche nuestros caballos tendrán heno —dijo el romaní—. Mañana saldremos para Reims.

—¿Y el puesto?

—El puesto ya lo vigilo yo, Anna de Praga —dijo, mientras sus manos reorganizaban rápidamente las insignias al tuntún. Al parecer no le gustaba la técnica de venta demasiado ordenada de Anna—. Tú tienes cosas más importantes que hacer. Cuando hayas acabado de leer tu libro mágico, tendrás que recorrer el mercado buscando los materiales para tu insignia especial de peregrino.

Anna ni siquiera sabía que la hubiera escuchado.

XIV

Si fuera perfecto el sacerdocio, convertiríanse

todas las gentes que son contrarias a la ley de Cristo y que

deshonran a la cristiandad.

William LANGLAND
, Piers Plowman (siglo XIV)

Ya había pasado mucho tiempo desde la hora prima cuando el hermano Gabriel acabó sus devociones personales, se puso el cilicio y buscó al hermano Bartholomew. Sometiendo a la consideración del severo maestro la dulzura de Cristo con los niños, le recordó la fragilidad consustancial a las criaturas de tan corta edad, con lo que al menos el pequeño obtuvo el indulto de una paliza. Cuando acabó, ya no llovía y un sol débil amenazaba con desgarrar la fina gasa de la bruma matinal. La misma mujer austera que le había hecho irse la noche anterior respondió a sus golpes en la puerta y le saludó con la cabeza, seca y sin sonreír.

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