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Authors: Brenda Rickman Vantrease

Tags: #Histórico, Intriga, Romántico

La comerciante de libros (17 page)

BOOK: La comerciante de libros
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Pero había visto lo suficiente para que su imaginación hiciera de las suyas.

El antiguo deseo que creía dominado se había vuelto a despertar, y de poco servía el agnocasto tomado de la enfermería de la abadía.

Al acercarse a Rochester, hizo que su caballo abandonase la vía principal en dirección a Boley Hill y se metió en el núcleo de los edificios eclesiásticos hasta dejar atrás la gran catedral, el monasterio y el palacio episcopal. Era su primera meta: el estrecho Paso de los Peregrinos que llevaba al sepulcro de san Guillermo de Perth, un santuario que en la vía de los peregrinos rivalizaba con la tumba de Tomas Becket.

Desmontó y dejó su caballo al cuidado de un mozo. Después metió la mano en su bolsa de terciopelo y sacó la bula con el sello del papa Gregorio XII; no el sello falsificado de uno de los antipapas de Aviñón o Pisa, sino la auténtica marca de Roma, el sello del verdadero descendiente del Pescador, entregado personalmente al hermano Gabriel: la marca que le designaba como proveedor oficial de gracia divina tomada del tesoro de perdón acumulado por las obras de los santos.

Al desenrollar el documento y extenderlo con cuidado en la mesa que tenía reservada en la boca del Paso de los Peregrinos, no sintió el estremecimiento de euforia que solía despertar la simple manipulación del pergamino. Tampoco estaba muy ilusionado con un nuevo día de prédicas y dispensas de gracia a la larga fila de peregrinos que pugnaba por entrar en el estrecho pasillo. Esperaban pacientemente, como la clientela de un puesto de feria. Gabriel era un mercader más. Más perfidias mentales del diablo, se dijo, poniendo manos a la obra.

—Con vuestro donativo para reconstruir la basílica de Roma, alcanzaréis el perdón de vuestros pecados —recitó.

«Pero ¿la gracia no debería ser gratuita por naturaleza?», insistió en su cabeza alguna voz lolarda. Gabriel se encogió de hombros, como si quisiera sacudirse de encima aquella idea herética, a la vez que aliviar un poco los roces en su espalda, pero el gesto no consiguió ni lo uno ni lo otro.

—Si no podéis ir a Roma, vuestros ducados y marcos peregrinarán por vosotros hasta la Ciudad Santa. Es Su Santidad en persona quien os garantiza que vuestra penitencia será oída.

«Pero ¿eso no lo había garantizado ya Cristo con su muerte y resurrección? Si para asegurarse el perdón sólo hace falta un soborno, ¿por qué llevas el cilicio que te raspa la piel hasta dejarla como una enorme llaga?»

¡El argumento del mismísimo diablo, a qué dudarlo, y estaba ahí, dentro de su cabeza! Gabriel podía nombrar el pecado que abría las puertas al demonio, pero ¿cómo librarse de él?

De joven, en plena e impetuosa avidez sexual, había acudido en busca de consejo al hermano Francis. «Disciplina», había dicho su mentor al entregarle un pequeño látigo con nudos y enseñarle a usarlo hasta que las ronchas de su espalda quemaran como el fuego. «Piensa en nuestro Señor. Piensa en sus ronchas —le había dicho el hermano Francis—. Tu celibato es el regalo que le haces. Con los años, tu sangre se apaciguará y tu deseo animal irá disminuyendo.» El primer peregrino de la fila, una mujer, metió la mano en su bolsa y sacó una moneda.

—Peniques por penitencia —le ofreció Gabriel.

Iba acompañada por otra. Con la ayuda de su maldita imaginación, Gabriel podía adivinar sus provocativas formas femeninas bajo las capas de peregrino.

¿Cuántos peniques por la paz?, se preguntó. ¿Cuántas ronchas harían falta para ahuyentar de su cabeza al demonio?

* * * * *

Sir John escuchaba al predicador situado frente a la congregación de hermanos. Estaban sentados en bancos hechos de troncos —cortados y puestos en hileras por el propio sir John y sus criados—, pendientes sus ojos y oídos del hermano que se dirigía a ellos. En cambio, los ojos y los oídos de sir John estaban pendientes de otro sonido: cascos de caballos. Los hombres del arzobispo. Soldados levantando a su presa.

—Estamos aquí reunidos, bajo el dosel azul del cielo, en esta catedral fabricada por la propia mano de Dios, para celebrar el gran amor y sacrificio hecho para nosotros por el único Hijo de Dios —proclamó el sacerdote de sencilla sotana marrón, en voz bastante alta para molestar a los grajos que anidaban muy por encima de sus cabezas.

»Lo que estamos haciendo ahora, Roma lo llama herejía; niega nuestra verdad para afirmar su falsedad. Son el Papa y sus secuaces quienes adoran como adoraban los paganos. Son el Papa y sus secuaces los que se arrodillan ante reliquias en cofres de oro incrustados con joyas para practicar su idolatría. Son el Papa y sus secuaces quienes se arrodillan en grandes catedrales de piedra construidas con dinero de los pobres. Venden las mentiras del diablo y comercian con falso perdón. Vosotros, hermanos míos, iréis por el mundo predicando la verdad. La gracia es gratuita. La gracia no exige ninguna moneda, excepto la obediencia. Nosotros no adoramos una cruz de oro. Adorarnos al Señor que murió en esa cruz, y no era de oro, sino de madera. Además, él ya no cuelga de ese árbol, sino que ha resucitado.

Los soldados más fieles de sir John montaban guardia bien armados en el borde del círculo, mirando hacia fuera para proteger a la congregación de adoradores. Si llegaba al castillo de Cooling algún destacamento de la Corona o de la Iglesia en busca de sir John, Joan tenía instrucciones de decirles que se había ido con sus hombres a Herefordshire, a una asamblea. Seguro que tomarían aquel derrotero con la certeza de atraparle ahí. Sir John sabía que podía contar con su mujer para quitárselos de encima. Como último recurso, Joan había dicho que alegaría alguna enfermedad, la sospecha de la peste, al tiempo que simularía brindarles hospitalidad. Así aceleraría su partida. Otra posibilidad —había dicho con los ojos chispeantes, mientras inspeccionaba las morcillas y las empanadas para los huéspedes— era decirles simplemente que estaba «dando de comer a los leprosos como penitencia», e invitarlos a quedarse.

En caso de que no hubiera peligro, al final del servicio Joan mandaría a un criado para convocarlos a todos a la sala principal, donde se darían un festín a base de capón asado y natillas. Quizá también hubiera tartaletas de manzana hechas al baño María, bajo montañas de nata...

Hacía muy mal en no atender al sermón.

—Todos nosotros, todos los de aquí, confesamos directamente nuestros pecados a Dios. No farfullamos oraciones en latín que no entendemos. Leemos a solas su palabra en nuestro propio idioma, y partiremos de este lugar para liberar a la gente de la calumnia de un Papa apóstata que pone en peligro las almas del pueblo de Dios con cadenas hechas de superstición, forjadas en la hoguera de la avaricia.

Uno de los sacerdotes llevó a la piscina bautismal a una pareja de conversos, un campesino libre y su mujer, aproximadamente de la edad de sir John. La brisa del crepúsculo les hacía tiritar. La cascada ya estaba represada y el lago reflejaba el añil del cielo. Ya había aparecido la primera estrella, junto un pálido cuarto de luna.

Sir John rezó su oración personal de gratitud, mientras la comunidad de hermanos recitaba el padrenuestro. Lo hicieron en lenguaje llano, un lenguaje de hombres, que entendería un Dios a cuya imagen habían sido creados. El Dios de sir John no pendía ensangrentado y derrotado encima del altar, como un ídolo muerto y cautivo, sino que suspiraba en el viento, rugía en el trueno y se reía en el fragor del mar. Sir John tuvo la esperanza de que en aquel momento les estuviera viendo. Que así sea, rezó en silencio. Del beneplácito de Dios dependían muchas cosas para todos. Arriba, en la copa de los árboles, las hojas murmuraban. ¿Un susurro de Dios? «Liberad mi Iglesia», decía.

¿O eran imaginaciones suyas? ¿Tendría que aguzar más el oído y esperar más tiempo de rodillas hasta oír una voz queda?

* * * * *

Al día siguiente, después de que el último hermano recibiera su paquete de comida para el viaje en la generosa cocina del castillo de Cooling y de que los Cobham se retirasen a sus aposentos, sir John miró a su mujer, que se estaba cepillando su melena castaña frente al espejo de cuerpo entero.

—¿Y bien, señor mío? ¿Satisfecho con la asamblea? —preguntó ella.

—Muy satisfecho, mi señora. Todo ha salido como estaba planeado. Ha sido una buena reunión. Hemos repartido hasta la última de las traducciones.

—Dame el recibo para la abadesa, que me encargaré de que se pague lo antes posible. El presupuesto de la abadía es muy ajustado.

Sir John se acordó demasiado tarde. Soltó un gemido.

Ella dejó el cepillo y se giró a mirarle.

—¿Qué pasa, marido? Ya te dije que no te comieras el último trozo de...

—Hasta el último. Hemos repartido absolutamente todos. Y el recibo estaba en el último.

Esta vez el gemido fue de lady Joan.

—¿La abadesa pone tu nombre en los recibos?

—Siempre. Insisto en que lo haga, para protegerla. Sólo escribe «Evangelios copiados». No pone «Evangelios ingleses».

—Pero, John, si lo encuentran con el libro...

—Ya es demasiado tarde para preocuparse. De todos modos, el hermano que se haya quedado con el libro verá el recibo y lo destruirá. Y si no... Tampoco es que nuestras actividades sean secretas. El hermano Gabriel ya vio la Biblia de Wycliffe en nuestra solana.

—Ya, pero una cosa es que se tolere tenerla —dijo ella y otra que se tolere difundirla. —Hizo una pausa con la mano en el cepillo, pero no volvió a cogerlo—. Como mínimo, tendrás que hacer otro viaje a la abadía para preguntarle a la abadesa cuánto se le debe.

Sir John asintió con la cabeza.

—Probablemente no sepamos nada más del tema. Lo más seguro es que se haya perdido o que lo hayan tirado. No tiene importancia, a menos que lo encuentren con el libro.

Ni él mismo, sin embargo, encontró convincentes sus palabras.

Lady Joan se acercó para darle un besito en la mejilla.

—A lo hecho, pecho. No le demos más vueltas —dijo, cogiendo otra vez el cepillo.

Al sentir el suave roce de sus labios en la piel, sir John se estremeció por el recuerdo de un hermano nervioso que se había dormido durante la lectura de la Biblia y que devoraba la comida como un lobo. Pero ¡qué demonios! Sólo era un papelito.

—¿Ha quedado alguna tartaleta de manzana? —preguntó.

—Eres un hombre de apetitos insaciables, marido mío.

Lady Joan se rió e hizo chasquear la lengua, a la vez que pasaba el cepillo por su pelo suelto.

—Ya lo sé —dijo él, cogiéndola por la cintura y guiando manos para que dejara el cepillo.

XII

Que [los monjes] se encierren entre los muros

del claustro [...] porque el mundo está [...]

tan ensuciado por la contaminación de tantos

crímenes que por el mero hecho de pensar

en ellos se corrompe cualquier mente virtuosa...

Pedro Damian
(siglo XI)

Gabriel estaba cansado de tanto viajar: dos semanas de patios de castillos, mercados rurales, iglesias y cruces de término entre Maidstone y el castillo de Bodiam, y en todas partes sed de «gracia». Con cierta frecuencia se le pasaba por la cabeza que apenas era más que un simple calderero con su fardo, pero después se recordaba que el fardo contenía la gracia de Dios y que era una blasfemia pensar así.

Finalmente llegó a Hastings cuando ya era septiembre. Caía una lluvia fría. Pensó en buscar cobijo, pero se sabía cerca de su meta, en Hastings Fields. Senlac: el antiguo nombre normando significaba lago de sangre. Realmente, la tierra empapada parecía sudar sangre. Los lugareños decían que era un lugar embrujado desde la antigua batalla en que el normando Guillermo había matado al rey Harold. En una tarde tan encapotada, con nieblas que llegaban desde el mar y que mezclaban su olor a sal con los de la tierra y el musgo, Gabriel estuvo a punto de creérselo.

Vio alzarse sobre la colina el dormitorio de piedra gris de la abadía de Saint Martin, donde, como bien sabía, estaba el hermano Francis. La compañía del anciano le reconfortaría. Y le absolvería. Llevaba demasiado tiempo sin confesarse, y le pesaba el alma por el ansia de algo tan esquivo que ni siquiera podía nombrarlo. Se ajustó la capucha para protegerse la cara de la lluvia y espoleó a su caballo para que empezara a subir por la colina, entre charcos rojos que burbujeaban como la sangre.

* * * * *

—¿Ya habéis terminado, hermano Francis?

La señora Clare sintió tensarse de irritación la piel de su rostro anguloso y reducirse su boca a una simple línea en un gesto de reproche. Con lo que comía aquel viejo no habría sobrevivido ni un cuco. ¡Ya podía ella, ya, cortar en trocitos la carne de buey, con los tobillos hinchados de tanto estar de pie! Y eso después de haberle limpiado el orinal, barrido las cenizas del hogar, planchado la camisa y rascado el estiércol de sus botas; sin olvidar el baño, hecho con el máximo cuidado para que no se agrietara la piel de crespón del hermano. Dado que el carácter de la señora Clare ya había perdido tiempo atrás cualquier asomo de dulzura, el hecho de que la piel de los brazos del hermano Francis no ostentase ni una sola de las manchas violáceas a las que era propenso era un testimonio de pura testarudez. A la señora Clare sólo le faltaba masticarle la comida, como una madre (o una abuela, que era lo que le correspondía por edad). Pero el hermano Francis no era hijo suyo.

La cerveza tampoco la había tocado. En otros tiempos habría repetido incluso dos veces de lo uno y de lo otro.

La señora Clare le miró asombrada. Nunca dejaba de sorprenderle, como si en algún sitio, dentro de las mejillas arrugadas y de los ojos hundidos que escrutaban sin descanso la penumbra circunstante, pudiera hallar agazapado al hombre vital de antaño.

—¿Llamo a alguno de vuestros novicios para que os lea?

Ella nunca había aprendido a leer. «¿De qué le sirven las letras a una criada?» Era lo que decía el hermano Francis siempre que se lo comentaba, acompañando su respuesta con una mirada de incomprensión que no era crueldad, sino perplejidad sincera, como si le sorprendiese lo inoportuno de la solicitud.

Esta vez no respondió. Se limitó a encogerse tiritando bajo su manta de lana.

—¿Tenéis frío? ¿Pongo más turba en el fuego?

El hermano Francis cerró sus ojos acuosos, y al sacudir la cabeza le recordó una tortuga metida en su concha.

—Saldría más humo —dijo—, y el humo me da tos.

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