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Authors: Brenda Rickman Vantrease

Tags: #Histórico, Intriga, Romántico

La comerciante de libros (20 page)

BOOK: La comerciante de libros
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—Está comiendo, pero os espera —dijo—. Cuando hayáis terminado, me encontraréis en el
herbarium
. Os he dejado un poco de pan y de queso de cabra.

—Gracias, señora Clare, sois muy amable.

Pareció que su expresión se suavizaba, pero fue tan pasajero que el hermano Gabriel lo atribuyó a su imaginación.

—Se cansa con facilidad —dijo ella.

Hizo una pausa, como si quisiera añadir algo más. La fijeza de su mirada incomodó a Gabriel. Después la señora Clare levantó el pestillo y se fue.

—Nunca sé qué pensar de esta mujer —dijo, mientras se arrodillaba junto al anciano fraile y le cogía la mano para besarla—. Tiene semblante y voz de arpía, y creo que le soy especialmente antipático.

—Es una mujer amargada, pero me sirve bien. Dios le recompensará sus servicios. Su amargura ya se la está haciendo pagar la vida.

—Algún día me gustaría oír su historia, hermano.

—No es de tu incumbencia, hermano. Ponte a mi lado, para que te vea mejor. Con estos ojos tan viejos no veo lo que tengo delante.

Gabriel acercó el taburete a la rodilla del anciano, para estar situado en diagonal respecto a él. El viejo ladeó la cabeza.

—Ahora cuéntame cómo cumples la obra de Cristo —dijo con una voz tan fina y rasposa como su piel.

Hablaron como hablan los clérigos de los asuntos de la Iglesia, su gobierno y política, hasta que finalmente el hermano Gabriel explicó a su anciano mentor su última aventura con el arzobispo.

—Conque el arzobispo te ha elegido para una misión especial... Ya sabía yo que llegarías lejos.

—No es una misión muy de mi agrado. He notado que me estoy encariñando de sir John y lady Joan. No les deseo nada malo.

—Pues entonces lucha por la salvación de sus almas. ¿Qué puede tener de malo devolverles al seno de la Iglesia?

—Sí —caviló el hermano Gabriel—, ¿qué puede tener de malo?

Era la pregunta que se hacía sin descanso, sin que le gustara la respuesta. Sin embargo, prefirió no entrar en aquellos debates con su mentor. No podía argumentar contra siglos de doctrina establecida. Su derrota estaba asegurada, pero lo peor de todo era decepcionar a un viejo que no se lo merecía.

Finalmente se asomó el sol matinal, proyectando una franja de luz bajo la puerta, que la señora Clare había dejado entreabierta. También penetraba por las ventanas sin postigos, iluminando los pelillos grises de la barba del anciano. ¿Desde cuándo es tan viejo?, se preguntó Gabriel. ¿Dónde estaba yo cuando empezaron a chuparse sus mejillas y a fallarle la vista? Una profunda tristeza descendió sobre él.

—Padre, ¿queréis oír mi confesión?

Además de ser fraile, el hermano Francis estaba ordenado como sacerdote, al igual que Gabriel.

—Pues claro, hijo mío.

En ese momento, el viejo sufrió un violento ataque de tos.

Gabriel le miró con preocupación.

—¿Llamo a la señora Clare?

El viejo sacerdote sacudió la cabeza.

—Ya se me pasará —dijo, pidiendo por señas su amito.

El hermano Gabriel le tendió la suave vestidura de hilo con ribete de seda. El anciano buscó a tientas la cruz bordada y se la llevó reverentemente a los labios antes de ponerse el amito alrededor del cuello.

Gabriel empezó.

—Padre, he pecado y os pido perdón. He pecado de lujuria dentro de mi corazón.

Acto seguido, le habló a su confesor de las imágenes carnales que poblaban sus sueños y de las ideas lascivas que le torturaban cuando estaba despierto. También confesó la soledad que había sentido y sus recientes dudas acerca de sus obligaciones eclesiásticas.

El hermano Francis escuchaba en silencio. Una vez que el hermano Gabriel lo hubo vomitado todo, su mentor dictó la penitencia, bastante liviana dadas las circunstancias, mucho más que la que se habría impuesto él. Quizá el anciano sacerdote no le hubiera entendido.

—¿Es bastante? ¿Para unos pensamientos tan pecaminosos?

Un largo silencio. ¿Se había quedado dormido? ¿No le había oído?

Lentamente, con unas manos temblorosas salpicadas de manchas marrones, el hermano Francis cogió las de Gabriel.

—De esto ya habíamos hablado cuando eras joven, ¿te acuerdas? Cuando te desviaste de la regla.

El hermano Gabriel no sólo se acordaba perfectamente, sino que le daba una vergüenza enorme tanto el recuerdo como el hormigueo que despertaba en sus partes. La joven por quien estaba dispuesto a sacrificar su vocación le había destrozado al irse con otro, un desengaño cuya amargura había hecho más fácil aceptar la regla del celibato. Le había facilitado el estar solo. Hasta ahora.

—Rezaste por tener fortaleza y la recibiste, ¿verdad?

—Sí, pero ahora ha vuelto la tentación y es como el demonio que vuelve al poseído de las Escrituras: no viene sola. No puedo cumplir mi voto de celibato y seguir cuerdo.

—¿Has usado todos los métodos que te enseñé? ¿Distraerte estudiando las Sagradas Escrituras? ¿Has ayunado? ¿Has rezado? ¿Has probado la mortificación de la carne?

—Sí, sí, ya lo he hecho todo. Soy capaz de recitar palabra por palabra los Salmos y los Hechos de los Apóstoles. Debajo del hábito estoy en carne viva por el cilicio de pelo de camello. Tengo miedo de haber entendido mal mi vocación. ¿Si no por qué...?

—Nadie te dijo que fuera fácil. —El viejo sacerdote se quitó el amito, besó la cruz bordada, lo dobló con cuidado y se lo dio a Gabriel—. Mi consejo es el siguiente —dijo—: dejar que esto se interponga entre tú y la obra de la Iglesia sería un pecado todavía mayor. Ya te ha apartado de tus obligaciones. Si vuelves sin haberte aliviado de alguna manera, temo que el objeto de tu actual fijación interfiera con el ejercicio de tu profesión.

—¿Aliviarme? ¿Cómo puedo aliviarme y seguir siendo fiel a mis votos? —Pensando en lo que podía haber insinuado el hermano Francis, Gabriel añadió—: Eso también lo he probado.

El viejo sacerdote tosió, carraspeó y escupió en el cuenco que había dejado la señora Clare al lado de la silla. Después ladeó la cabeza en un ángulo que le permitiera ver a su joven protegido con su visión periférica. Al acordarse de lo directa que había sido su mirada, Gabriel se entristeció.

—He conocido a algunos hombres, buenos sacerdotes, que en la misma situación que tú alcanzaron el alivio mediante el trato... con una... mujer adecuada.

¿Lo había oído bien? ¿Su confesor, su mentor, le estaba aconsejando la fornicación? ¿Estaría perdiendo el viejo sacerdote la visión moral a la par que la física?

—¿Me estáis diciendo que debería romper mi voto de celibato?

El anciano respiraba con dificultad. Era como el gemido de un fuelle.

—Sería el menor de los pecados en juego. A fin de cuentas, bien que dijo san Pablo: «Mejor es casarse que abrasarse». Naturalmente, no puedes casarte y conservar tu posición. Aunque el mismísimo san Pedro estaba casado... Y antaño la Iglesia nos permitía casarnos. —La voz del anciano era tan ronca que su último comentario fue casi un gruñido—. Ya debes de saber que no serías el primero. Ninguno de nosotros es perfecto. Todos tenemos algún defecto. Un sacerdote se puede permitir cierta compañía femenina, incluso un buen sacerdote, siempre y cuando sea discreto.

Fueron palabras pronunciadas con intermitencia, entre pequeños jadeos y toses.

El hermano Gabriel no daba crédito a sus oídos. Tuvo ganas de preguntar: «¿Es lo que hicisteis vos?», pero no tuvo el valor de hacerlo. Ese anciano había sido para él hermano y padre. El hombre a quien había considerado un santo.

—La solución, no obstante, comporta dos problemas —dijo el hermano Francis—. Naturalmente, no estaría bien desflorar a una virgen, y algunas de las mujeres de los burdeles son portadoras de enfermedades... Una mujer del vulgo, pero con cierta experiencia limitada... Tal vez una viuda...

De hecho, el hermano Gabriel era consciente de que entre algunos integrantes de la Iglesia ocurrían esas cosas y otras más graves. Al principio de la pubertad había oído rumores y chistes entre los muchachos del monasterio sobre relaciones antinaturales entre algunos monjes. También había oído hablar de relaciones con monjas promiscuas, pero el mero hecho de que el hombre a quien más admiraba le aconsejara la fornicación casi fue suficiente para ahuyentar los pensamientos lascivos.

—Naturalmente, no podría tener ningún indicio de sífilis y habría que... compensarla. En caso de no hacerlo, podría crear un escándalo, y bastantes escándalos tenemos ya.

—Pero...

—El
Opus Dei
es más importante que tu debilidad personal. Si no puedes destruir tu deseo, debes controlarlo mediante una indulgencia prudente. De lo contrario, lo usará el diablo para apartarte de la obra del Señor. Tiene razón el arzobispo: hay que aplastar la herejía. No debe haber ningún obstáculo en tu misión. Dios te ha señalado para la grandeza, tal vez incluso para el capelo cardenalicio. —El hermano Francis hizo una pausa para respirar entrecortadamente—. Ahora tengo que descansar, que soy muy viejo. Ya hablaremos más tarde.

—Por supuesto —dijo Gabriel.

¿Qué quedaba por decir? A menos que fuera el deseo de Gabriel de algo más que del alivio carnal... Pero ¿cómo dar voz a aquel anhelo de algo que iba más allá de la intimidad física? ¿Osaría decir que quería que una mujer le mirase como lady Cobham a lord Cobham, que se le iluminaran los ojos como los de ella cuando sir John entraba en la sala? ¿Osaría preguntar por qué se les negaba el matrimonio si era un sacramento? ¿Cómo podía entender esa necesidad alguien como el hermano Francis, que había vivido solo durante toda la vida?

—Llama a la señora Clare —dijo el viejo sacerdote—. Por la mañana cada vez hace más frío. Se debe de estar congelando. No es la mejor manera de que mejore su carácter.

Oyendo ruido al otro lado de la puerta, Gabriel sospechó que la señora Clare no estaba tan lejos. Sin embargo, al abrir la puerta se la encontró sentada en el banco de tepe del jardín de hierbas, tan inmóvil y erguida que podría haber sido una estatua de piedra.

—Señora Clare, os llama el hermano Francis.

Se le veía el aliento.

La señora Clare se levantó. Era alta, casi tanto como Gabriel. El sol le iluminaba las canas donde la capucha sólo le tapaba el pelo a medias.

—Pronto empezarán las heladas —dijo, mirándole de hito en hito—. Lo más probable es que el hermano Francis no dure otro invierno.

La inexpresividad del tono dejó a Gabriel boquiabierto.

—Me duele oírlo —dijo.

—No os digo nada más que la verdad. Está viejo, delicado y débil. —Al pasar junto a Gabriel, la señora Clare le rozó los pies con el borde de la capa—. Os informo porque sé que tenéis una relación muy especial con él. Cuando se haya terminado todo, os mandaré avisar para que podáis ver su entierro. Dejadle al prior las señas donde se os pueda localizar.

La señora Clare vaciló, como si quisiera añadir algo más, pero al final dio media vuelta y se fue. Cuando cerró la puerta, Gabriel se sentó en el banco de turba que había quedado vacío. Aún había rocío en la hierba, pero no en el sitio donde se había sentado la señora Clare, secándolo y calentándolo con su cuerpo. Gabriel se quedó mucho tiempo en el banco, reflexionando sobre el consejo del hermano Francis. No habría sabido decir qué le desazonaba más: la recomendación de su padre confesor o la advertencia de la señora Clare.

Trató de imaginarse el mundo sin el anciano sacerdote, el hombre que había sido su piedra de toque espiritual en un mundo que se le antojaba incomprensible. «¿Qué haría el hermano Francis?» Siempre había sido la pregunta que se hacía ante un problema.

Hacía mucho tiempo que no estaba tan desorientado. Cerró los ojos, haciendo desaparecer el soleado jardín.

Volvía a ser un niño encerrado en el armario de una casa de Bankside Street, tapándose las orejas con las manos para aislarse de los ruidos del otro lado de la puerta. Abrió los ojos para silenciar el pánico, mientras su corazón latía con gran fuerza.

«El capelo cardenalicio», había dicho el hermano Francis. Era lo que quería su mentor para él. ¿Y él, también lo quería? ¿Una mitra de obispo, por no decir un capelo de cardenal? Trató de imaginárselo, pero solo veía a Arundel, a sí mismo como Arundel, y no era una imagen de su gusto. Se dijo, sin embargo, que una cabeza, tocada con una mitra de obispo o con un capelo de cardenal estaría tan lejos de Bankside Street que ya no tendría que acordarse de ella nunca más en su vida. La cabeza que llevase una mitra de obispo no tendría tiempo para pensamientos libidinosos.

Pero ¿qué pensamientos serían esos que, llenando una mitra de obispo, no dejaran ni un resquicio para ideas impropias? ¿Pensamientos santos? Se le apareció de nuevo mentalmente el rostro hundido y marchito de Arundel, bajo su reluciente mitra blanca. En ese momento supo qué pensaba: en cómo atrapar y quemar a un hombre cuyo único delito era difundir los Evangelios.

«Un evangelio de herejía, Gabriel, un evangelio de herejía —se recordó—. Y si tu misión es servir a tu Iglesia descubriendo a los herejes, más vale que pongas manos a la obra.»

Sin embargo, se quedó un poco más disfrutando del sol en su tonsura. Levantó la mano para tocarse la parte de piel calva, la marca de san Pedro que le identificaba como esclavo de Cristo. ¡Qué orgullo el día en que le había afeitado el obispo! ¡Qué gran orgullo parecerse al hermano Francis! Había sido la primera parte de su rito de ordenación, cuando casi era un niño, un monaguillo entregado a los hermanos para servir a Dios, sirviéndoles a ellos. Al término de la ceremonia, tras la oración final, mientras caminaba junto al hermano Francis, Gabriel había pensado que ya eran iguales, que ya eran hermanos.

Se pasó la mano por los pelos incipientes. Se afeitaba la tonsura una vez al mes, menos extensamente que algunos hermanos, porque le parecía una muestra de orgullo y ostentación, pero siempre con sumo cuidado en conservar la franja de encima de las orejas, su «corona de espinas». Pues bien, incluso eso lo había descuidado en su angustia. Pronto, si no se la afeitaba, desaparecería esa corona de espinas.

Al levantarse del banco de turba, se bajó la capucha de su capa pluvial para esconder lo largo que tenía el pelo, mientras intentaba acordarse de si había puesto la cuchilla de afeitar en su equipaje. Todavía era un esclavo de Cristo. O un esclavo de la Iglesia, que era lo mismo. El hermano Francis siempre se lo había enseñado así. En todo caso, le gustase o no, ya era hora de poner manos a la obra.

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