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Authors: Brenda Rickman Vantrease

Tags: #Histórico, Intriga, Romántico

La comerciante de libros (11 page)

BOOK: La comerciante de libros
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La vela ya empezaba a parpadear. ¿Cómo se había pasado tan deprisa la noche? Claro que en una morada tan disoluta difícilmente habría campanas que dieran las horas... Sería demasiado esperar. Sin embargo, a juzgar por la vela apagada, debía de faltar poco para maitines.

Se arrodilló en el suelo, sobre los juncos, y recitó el divino oficio:
Domine labia mea apenes
. Sin ser llamada, apareció la imagen carnosa y atractiva de la esposa de lord Cobham.
Et os meum annuntiabis laudem tuam
. Trató de no pensar en lo que pudieran estar haciendo justo en aquel momento dentro de la oscuridad de su habitación, pero los pensamientos carnales interrumpían sus devociones con una fuerza inusitada: la luminosidad del escote de lady Joan, el olor a rosas aplastadas en el calor de la tarde... Él que creía haber dejado atrás aquel combate junto con su juventud, tras el primer descarrío sensual con la hija del aparcero del pueblo... La chica era mayor que él y no virgen, pero su huida con un calderero ambulante había destrozado a un Gabriel convencido de amarla. Después de eso, la confesión de sus pecados, la penitencia y el voto de dejar atrás a las mujeres. De todos modos, según el hermano Francis, siempre acababan yéndose. La única fiel era la Santísima Virgen. Gabriel trató de pensar en el rostro de la Virgen, pero también ahí se inmiscuyó el rostro de lady Cobham y la sonrisa coqueta que reservaba para su marido.

Al terminar sus oraciones, repitiendo varias veces algunos pasajes para ahuyentar las palabras en inglés del texto blasfemo que acababa de leer (¡qué deprisa obraba el diablo!: primero las imágenes carnales y después el texto herético), el hermano Gabriel no se dio el lujo de la cama de plumas. Un pecador incapaz de controlar sus pensamientos se merecía pasar la noche en el suelo de piedra, para mortificar su carne. No se había traído el
flagellum
. Ya hacía tiempo que no sentía la necesidad de aquel instrumento de contrición. Falso orgullo. El falso orgullo espiritual (y dedicar un tiempo excesivo al texto blasfemo) había debilitado su control y ahora penetraban en su mente aquellos pensamientos lujuriosos, mancillando su contemplación. El hermano Gabriel metió la mano en el hábito y se pellizcó el muslo hasta provocarse un dolor agudo.

Al despertarse para laudes, le alegró comprobar que el morado había sido suficiente para mantener la pureza de sus pensamientos. Le dolía al andar. Recitó el oficio de laudes sin que su pensamiento se apartase ni una sola vez de las palabras latinas que vocalizaba. Después se tendió vestido de pies a cabeza en la cama de plumas, donde cayó en un sueño profundo pero inquieto.

IX

Adivinos, ventrílocuos y magos que no traen

nada bueno [...], satánicamente incitados a

fingir que predicen lo desconocido...

De un documento bizantino

de principios del siglo XIII

No fue la proximidad del crepúsculo praguense lo que ahuyentó del puente de piedra sobre el río Vltava a la vieja gitana, ni la llegada de la noche, sino los soldados.

—Vete, bruja, si no quieres que encendamos leña por debajo de tus sucias faldas.

Jetta sabía la razón de que hubiera soldados en el puente. Habían ido a llevarse las cabezas de los muertos. Ella sólo había ido a mirar. Se apartó lo justo para que no pudieran cogerla, pero no tanto como para que no se callaran las voces de su cabeza.

Bajo el sol oblicuo relucían tres calaveras, como bolas de marfil, completamente mondas. No habían tardado mucho en estarlo. Jetta había presenciado día a día la limpieza: menos de una semana bajo el sol de verano, una semana de picos afilados picoteando piel, tendones, cartílagos y carroña. Finalmente, hasta los pajaritos llegaban piando a cebarse en los restos dejados por los cuervos de alas negras. Pero así era el mundo. Siempre había depredadores y presas, y nada sabían los pájaros de que la carne que picoteaban hubiese palpitado de vida; ni lo sabían ni les importaba, como no le importaba a la gente que se comía la carne de los pájaros. Así era la naturaleza.

Jetta, sin embargo, no comía carne. Tampoco le daba mucha a su pequeño Bek, porque se lo tenía que dar todo masticado. El estómago del pequeño Bek no soportaba la comida sin triturar, aunque se estaba poniendo más fuerte cada día y pronto sería capaz de masticar por sí solo. En cambio, era posible que no llegase a caminar, ni a hablar. Daba igual. La cabeza de Jetta ya estaba demasiado llena de voces.

Se tapó las orejas, enredando los dedos huesudos en las grises y sucias hebras que colgaban bajo su pañuelo, y movió la cabeza de un lado a otro. No había nada en el mundo que pudiera librarla de las voces demoníacas, ni siquiera una violenta sacudida.

—Jetta mirará, Jetta mirará —murmuró en respuesta a su molesta persistencia.

Uno de los soldados apuntó en su dirección la larga pica con la que estaba bajando las calaveras.

—Mirad —dijo—, es una bruja. Está hablando con su familiar. Vamos a encadenarla al altar de la catedral de San Vito, para que sus orejas de bruja oigan la misa.

—¡Qué va, si no es ninguna bruja! Sólo es la vieja Jetta, está con los peregrinos egipcios vagabundos que acampan a la orilla del río. Es inofensiva. —El otro soldado levantó la voz—. ¡Vete! Vuelve a tu campamento de vagabundos, que aquí no hay nadie a quien
dukker
con tus predicciones.

Pero Jetta no pensaba huir. No se lo permitían las voces. Corrió hasta el borde del puente, donde aún lo veía y lo oía todo. No había ido a predecir el futuro de nadie. Día tras día acudía al puente de piedra impulsada por los susurros de su cabeza, unos susurros que se convertían en gritos al ser desobedecidos. Al principio se había resistido, tarareando canto llano como los monjes o gimiendo como los violines de las hogueras gitanas, pero las voces no se dejaban ignorar. No dejarían de atormentarla hasta que, atando a su silla al pequeño Bek, Jetta saliera en busca de la chica pelirroja.

Los soldados ya estaban bajando las picas. Uno quitó la calavera del poste del medio y la sopesó.

—Bonito tiesto, sí señor.

Hizo el gesto de tirarla al río, pero se lo impidió su compañero, el que había intercedido por Jetta.

—¿No deberían recibir cristiana sepultura?

—Me parece un entierro más que digno de un hereje.

El soldado volvió a echar el brazo hacia atrás y arrojó al río la lisa y redonda calavera.

Jetta la vio subir muy alto y rebotar una sola vez antes de ser capturada por los torbellinos de la corriente: un destello de hueso muy blanco, un brillo de sol en el agua, y desapareció. La misma suerte corrieron las de los otros postes, que se hundieron sin ceremonias al pie del puente, en las aguas negras.

A continuación, el mismo soldado cogió un ramillete de flores frescas de la base de la pica: acianos rosas y morados atados con una cinta azul.

—Ahí va eso —dijo, tirándolas al río.

—Nada. Ya no queda nada. Se lo han tragado todo los espíritus del río. Ahora ya no volverá —se lamentó Jetta, hablando con sus voces—. Dejad descansar a Jetta. Dejad que vuelva a cuidar al pequeño Bek. El pequeño Bek necesita a Jetta.

Sin embargo, sabía que las voces demoníacas la seguirían atormentando hasta ver cumplido su objetivo. Igual que la otra vez, al encontrar a Bek en un lecho de harapos, abandonado al borde del puente, dando manotazos en las duras piedras y agitando sus piernas torcidas como un pescado desechado, peligrosamente cerca del agua. Le había puesto Bek porque era el único ruido que hacía, gritos como de pájaro herido,
bek, bek, bek
; gritos que se hicieron más fuertes cuando Jetta le cargó en su encorvada espalda y le llevó al campamento con las piernas esqueléticas colgando, a punto de rozar el suelo.

Los soldados ya no estaban. Habían dejado las picas erguidas y desnudas en el puente, en espera de su próximo adorno.

El sol poniente teñía el río de color de sangre. Hoy no vendría la joven. Jetta sabía que ya había estado allí porque las flores que se llevaba la corriente eran frescas. Siempre que la pelirroja llegaba al puente con paso vacilante y dejaba su ofrenda al pie de la pica, las voces prácticamente se callaban.

Jetta, que ya la había visto varias veces, siempre se preguntaba qué demonios la traían al puente. A veces lloraba y tiraba piedras a los pájaros; otras se limitaba a mirar con ojos grandes, sumidos en un rostro que habría sido bello sin la mueca de dolor. En esas ocasiones, Jetta, que le leía el pensamiento, temblaba por ella y tenía ganas de abordarla.

«Espera —le decían las voces—. Ahora no.»

Y Jetta se extrañaba de que la empujasen hasta allí sólo para presenciar en silencio el dolor ajeno.

Ya no estaban los soldados. Tampoco hablaban las voces.

Jetta fue al final del puente y se giró a mirar el gran crucifijo de bronce de la otra punta. También reflejaba el sol agonizante y se había teñido de sangre.

Se atrevió a dar algunos pasos. Silencio. Entonces, recogiéndose el faldón hecho jirones, corrió como si la distancia entre ella y el puente pudiera enmudecerlos. A esas horas Bek ya debía de tener sus pobres puños azules de tanto golpear los lados de la silla, y estaría hambriento. Habría sido un acto de misericordia dejar que se cayera al río, pero las voces no se lo permitían.

En la superficie del agua flotaba la corteza de un sol naranja. Pronto sería de noche; a Jetta no le gustaba ir de noche por las calles, pero aún tenía que pasar por Celetná, la calle del panadero, para comprar
calty
. Y sin dinero, ni para la más pequeña hogaza... Buscó rápidamente con la vista su víctima gorgios. Ahí, justo a la entrada de la calle.

Un rico mercader.


Dukkeripen
—susurró con voz ronca, brindándose a decirle el porvenir, y antes de que pudiera girarse añadió en un tono grave y ominoso—: Has estado tres veces en peligro de muerte.

Eso siempre les llamaba la atención, porque era cierto. ¿Qué alma no vivía rodeada por la muerte?

El mercader paseó a su alrededor una mirada furtiva, antes de darle a Jetta su moneda de plata y tenderle la palma de la mano. Ella se guardó rápidamente la moneda en el mandil, mirando de reojo a uno de los soldados que la habían ahuyentado del puente. Después murmuró la letanía de siempre: un largo viaje para huir del peligro, un encuentro fortuito con una mujer hermosa... También el gorgios vio al soldado, que se había parado a la entrada de la tienda de velas, como si los observase.

La palma del mercader, cuya línea de la vida siguió Jetta con una uña mellada, tembló de nerviosismo y quiso retirarse, pero ella la retuvo un segundo por pura diversión, a la vez que murmuraba:

—Te rodea el peligro.

La mano, regordeta y cargada de anillos (el mayor de ellos un sello, imposible de robar porque le iba tan pequeño que se le marcaba en la carne), se desprendió con una sacudida, y Jetta se rió al ver que el mercader se limpiaba la palma de la mano en su espléndida capa, lanzando miradas furtivas al soldado. Después se alejó, simulando despreocupación. Sus tentativas de conocer el futuro a través de adivinos y gitanas podían acarrearle una multa o algo peor. Para los curas, cualquier forma de adivinación y magia era asunto del diablo.

Manoseando la moneda de plata, Jetta pensó que daba igual. Protegiéndose a sí mismos, los gorgios protegían a los gitanos. Se fue sin perder tiempo a la panadería, no sin antes agitar el puño hacia el soldado. Ya había conseguido su moneda. El pequeño Bek tenía su pan asegurado y se le iluminarían los ojos de alegría al verla.

* * * * *

Las voces enmudecieron hasta el siguiente mediodía. Jetta estaba cantándole al pequeño Bek y disfrutando de su manera de seguir la melodía: el mismo bek, bek de siempre, pero con variaciones en su dulce tono al compás de las notas.

Bek también estaba aprendiendo a masticar. Se quedaba un trozo de pan en la boca hasta ablandarlo con la saliva (salvo cuando lo rumiaba con la dentadura, copiando el movimiento de las mandíbulas de Jetta), y al final se lo tragaba. Sólo se había atragantado una vez, pero no fue nada grave. En ésas estaba, tosiendo, cuando empezaron los susurros dentro de la cabeza de Jetta.

«Ve al puente, que está a punto de llegar la chica pelirroja. Ve ahora mismo. Ahora. Ahora. Ahora.»

—Ahora no —murmuró Jetta—. Ahora no.

El pequeño Bek la miró sorprendido y empezó a dar golpes en el suelo del carro con sus puños amoratados. Sabía lo que se avecinaba. Jetta aborrecía la situación, pero cuanto más se resistiera más empeorarían las voces, hasta darle dolor de cabeza con su estridencia. De todos modos no tendría más remedio que ir.

—Sólo es un momentito, Bek. Quédate tranquilo. Si quieres, canta hasta que vuelva —dijo, atándole a la silla.

Él manoteó en señal de protesta: bek, bek, bek... Ya no eran notas dulces, sino gritos. Daba unos golpes tan fuertes en los lados de la silla que Jetta (obligada a esquivar más de una vez sus puñetazos al aire) tuvo miedo de que se le partieran sus frágiles muñecas. El pánico de Bek y su aversión a ser atado le daban ganas de llorar, pero no tenía elección. La única vez que no le había atado, Bek había conseguido llegar al borde del carro y se había caído, a pleno sol y cuando no había nadie en todo el campamento. Jetta le había encontrado exhausto y lleno de polvo, con el culo en carne viva de tanto arrastrarse.

Esquivó un puño y le dio una muñequita.

—Toma, cántale a la muñeca hasta que vuelva Jetta.

Entonó la cantinela que acababa de enseñarle y, para su asombro, Bek dejó de gritar y de dar golpes, y empezó a canturrear, apretando la muñeca contra el pecho.

«Vete ahora que está tranquilo el niño —dijeron las voces—. Ve ahora, ve hora veahora veahora veahora vea hora AHOR AHOR HOR.»

Jetta se tapó las orejas y corrió hasta salir del campamento, hacia el gran puente de piedra.

* * * * *

Anna siempre esperaba a que el reloj de doble esfera del otro lado de Staroméstké radnice diera las doce del mediodía, momento en que el calor que desprendía el empedrado bajo el sol hacía refugiarse a la gente en la penumbra de las casas y las callejuelas. Llevaba toda una semana haciendo el esfuerzo diario de levantarse de la cama (sin acordarse casi nunca de peinarse los tirabuzones enredados). A veces se vestía, pero lo más habitual era que se quedara dormida con la ropa puesta, y que sólo se cambiara al darse cuenta de lo apestosa y arrugada que la tenía.

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