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Authors: Brenda Rickman Vantrease
Tags: #Histórico, Intriga, Romántico
—Sigue, que ya te acostumbrarás. Ponte debajo del chorro —le dijo él.
Primero sintió el agua en la coronilla y en la curva de la espalda. Después se giró y, levantando la cabeza, contempló el baile de las gotas de agua en un solo rayo de sol, como una lluvia rosada, verde y amarilla que acababa posándose en su piel. Estoy jugando en un arco iris, pensó. Oyó que John se zambullía, y no de puntillas, como ella. Después se sintió rodeada por sus brazos.
Por encima de ella pasó una sombra, algo que se movía entre los árboles. Un susurro en el sotobosque. Después volvió el silencio.
—He traído jabón —le susurró John al oído—. Del que te gusta.
Empezó a lavarla, mezclando el dulce aroma del espliego con la fragancia del musgo, de la tierra húmeda y de las rocas al sol. Sus manos se deslizaban por su piel, entre espuma de burbujas.
—Me toca —dijo ella, riéndose.
Cogió el jabón para empezar a lavar sus anchos hombros y la gran superficie de su pecho y su barriga.
—Ya basta. —John se rió—. No está bien que un hombre huela demasiado a flores.
Tiró el jabón a la cascada. El agua se llenó de burbujitas que reventaban alrededor de los pies de Joan, formando pequeñas explosiones de color y luz. Él la atrajo hacia sí, calentándola con su cuerpo, y Joan sintió sus labios en la nuca.
—Oh, John...
No tuvo aliento para decir nada más.
* * * * *
La mañana siguiente, al cruzar el patio de armas, sir John reconoció los símbolos de la Iglesia romana en el caballo montado por un jinete de hábito negro. Desde su asignación a la abadía como confesor de las monjas, el fraile siempre encontraba algún pretexto para merodear por el castillo.
Sir John se aguantó un suspiro. No era tonto. El hermano Gabriel estaba espiando para el arzobispo. ¿Qué otra razón podía tener para venir tan a menudo sin ser invitado? Le tenían encima a todas horas: en la cocina, charlando con el cocinero siempre que sir John iba en busca de su cuota de cerveza (nada ya de barreños de jerez, sino cerveza floja racionada por su mujer, la justa para que no se le secara la garganta), o en la solana, riéndose con Joan mientras simulaba un interés devoto por el texto de Wycliffe y se esforzaba por exprimir información a su taimada esposa.
Por eso, aquella mañana, ni le sorprendió ni le gustó oírse llamar en su propio patio. Tuvo curiosidad por el pretexto que usaría el hermano Gabriel para su visita. ¡Qué día tan inoportuno! Esperaba a dos curas lolardos, y dentro de unos días celebrarían una reunión con todos los sacerdotes laicos de los condados de Kent y Suffolk. Los planes de sir John eran distribuir los nuevos tratados de Wycliffe que la abadesa le había prometido tener acabados.
—¡Hermano Gabriel! ¿A qué se debe el honor de esta visita?
Disimuló su mal humor.
El fraile se apeó del caballo sin dar ninguna muestra de su habitual desenvoltura. Apartaba la vista, como un hombre cuando sorprende desnudo a otro hombre.
Sir John se palpó la barba, pequeña y en punta, para comprobar que no se la hubiera manchado de grasa durante la refacción matinal, y una vez satisfecho, bajó la mirada para cerciorarse de que sus pantalones tuvieran los cordones bien atados. No, parecía que todo estaba en orden. Lo más curioso era que el malestar del fraile se le estaba contagiando. Era la primera vez que le veía así. Normalmente, era una persona afable y campechana.
Sus miradas acabaron coincidiendo.
—Me voy al sur, a los puertos, para llevar la gracia de nuestro Señor a los pecadores. Quería despedirme de vos y de lady Cobham.
¡Vaya, qué buena noticia! Por fin se librarían del espía dominico. Debería haberlo deducido de su indumentaria, una suntuosa túnica negra, y de la gran bolsa de terciopelo donde llevaba la «gracia» a la que acababa de referirse: las bulas e indulgencias papales que se intercambiarían por monedas. Sir John tuvo ganas de preguntar: «¿Qué, ya toca rellenar las arcas de Arundel?».
Lo que dijo, sin embargo, fue:
—¿Y las hermanas de la abadía? ¿Quién administrará el sacramento en vuestra ausencia?
Y ello, a pesar de que sabía muy bien que la abadía ya contaba con un sacerdote residente y que la presencia del buldero en ella era un simple pretexto, y a pesar, también, de que sir John no sentía ningún temor por las hermanas. La abadesa era una mujer inteligente y devota, que no se dejaría sonsacar más de lo necesario. A decir verdad, por quienes menos temía era por los simpatizantes de la causa lolarda, ya que él mismo había contribuido a que el Parlamento aprobase una ley según la cual cualquier persona acusada de herejía pasaba a ser prisionera de la Corona, no de la Iglesia; una medida de gran importancia personal para sir John, que tenía amigos de alta, muy alta posición en la corte. Claro que últimamente decían que el príncipe Hal se interesaba por la religión...
No sería sir John quien se lo reprochase. También él había recibido una buena inyección devota. Aunque él y el futuro rey se hallaran en bandos opuestos, ¿podían estar muy lejos con Cristo en medio? Cristo y los buenos tiempos compartidos por el príncipe Hal y Merry Jack... ¡Que maquinasen, que tramasen lo peor Arundel y su espía! Porque o mucho mentían las apariencias, o faltaba muy poco para que el anciano arzobispo tuviera que dar cuentas a Dios. ¡Cómo le gustaría presenciarlo a sir John! De todos modos, se alegró de la marcha del cura. Tanto en el castillo de Cooling como en la abadía de Rochester serían más fáciles las cosas sin el lacayo del arzobispo metiendo la nariz en todos los rincones.
—Durante mi ausencia se encargará de ello el viejo cura de la abadía. Sus achaques no le impiden oficiar una sencilla misa, aunque digan que duerme en el confesionario.
«Seguro que tú no —pensó sir John—. Tú tienes los oídos más abiertos que un sabueso tras el rastro de un zorro.»
—Os echarán de menos las hermanas. ¿Cuánto tiempo estaréis fuera?
—Volveré antes de que las lluvias de invierno estropeen los caminos. Tengo la intención de pasar unos días con mi padre confesor, que es muy anciano y está casi ciego. Temo que no dure un año más.
—¿Está en Canterbury?
—No, en South Downs, en la abadía de Battle.
—Pues voy a avisar a lady Cobham —dijo sir John, que de repente se sentía tan generoso y contento como un colegial de vacaciones—. Seguro que quiere desearos bien viaje.
Era verdad. Joan le había tomado cariño, a pesar de su vocación y de su profesión.
Curiosamente, el hermano Gabriel se opuso.
—No, por favor. —Se le subieron los colores hasta la raíz del pelo—. No quiero molestarla.
¿A que venía aquella repentina timidez? Sir John nunca había visto que el cura fuera reacio a hablar con su señora. De hecho, solían entablar conversaciones muy animadas, en las que ella le hacía bromas sobre su ortodoxia y jugueteaba con él, lanzando el anzuelo de alguna información, pero sin acabar de revelar nada importante.
—Por favor, despedidme de ella.
El caballo del buldero sacudió la cabeza como si asintiera, haciendo sonar los cascabeles de oro de su arnés rojo.
—Decidle a vuestra esposa que vendré a verla cuando vuelva. Debo partir cuanto antes.
Parecía nervioso como un colegial.
Sir John le vio poner al trote su caballo, de elegantes arreos, y cruzar el patio, el rastrillo y la barbacana. El sol hacía brillar el borde rubio de su tonsura. Por dentro la piel tenía el color rosado de una baya de primavera. ¿Y si...? Fue sir John esta vez quien se ruborizó, porque él también había oído susurrar la maleza en el momento en que su esposa se desvestía para penetrar en la cascada. Entonces lo había atribuido al correteo de alguna liebre curiosa y no lo había investigado para no interrumpir el momento ni alarmar a su mujer. ¿Era posible, se preguntó, que la serpiente se estuviera yendo voluntariamente del edén?
¡Qué diantre iba a serlo!, se dijo.
Bueno, al menos tendrían un respiro y podría reunirse tranquilamente con los curas lolardos.
* * * * *
En el jardín del priorato, la abadesa sudaba bajo su velo y su griñón. Empezaba la tarde. Era justo después de la hora sexta, y el sol llenaba el aire de fragancias de salvia y de romero. La gasa suelta del velo retenía su aliento. Se le estaban formando gotitas de humedad en las arrugas de las mejillas, pero no se le ocurrió quitarse el velo, ni siquiera en la intimidad del claustro. Aquel velo semitransparente era como una piel sobre su rostro. Sin él se sentía vulnerable, en carne viva, aunque a veces (siempre en privado) lo levantase por el lado derecho a fin de ver sin el obstáculo de la fina gasa negra. Fue lo que hizo.
Justo cuando se inclinaba para coger bayas del arbusto de
Vitex agnuscastus
que crecía en el cuadrante derecho del jardín, oyó sobreponerse unos pasos al goteo del agua en la fuente central. Eran más pesados que los de las hermanas e iban acompañados de una voz masculina.
—Me ha dicho la hermana Agatha que os encontraría aquí.
Una voz sonora, conocida y jovial. La abadesa se irguió y bajó el velo por completo antes de girarse para saludar a su visitante.
—¡Sir John! Os esperaba más temprano. ¿Cómo está lady Joan?
—Mi señora está bien. Os manda recuerdos afectuosos. Si no ha venido es porque está haciendo los preparativos para la oración comunitaria de esta noche. Esperamos a más de cien personas, y después de rezar y de leer la Biblia, lady Joan quiere darles de comer a todos.
—¿Se quedarán a dormir?
—Algunos. Repartiremos las esteras por la sala principal y el patio.
—Suena como un gran campamento.
—Ése es el plan: que se vayan bien alimentados, con fuerzas para predicar la Palabra.
La abadesa sonrió, animada por el entusiasmo de sir John. Un hombre como él hacía honor a la causa lolarda (la misma a la que ella estaba adscrita desde hacía veintisiete años).
Tomó asiento en uno de los bancos de piedra protegidos por la columnata que rodeaba el jardín, a la vez que invitaba por señas a sir John a sentarse en el banco de enfrente, al otro lado del pasillo interior. Era como solían sentarse las hermanas al final del día, entre la cena y las vísperas, el único momento de la jornada en que podían conversar como les gusta a las mujeres. Al ser mediodía no había nadie en el claustro; todas las monjas trabajaban con ahínco en el
scriptorium
, y el único ocupante (aparte de la abadesa y sir John) era una mariposa que no se decidía a irse. Finalmente desapareció tras agitar un poco sus alas de color crema, desdeñando la compañía de los intrusos humanos. La abadesa echó un rápido vistazo al jardín para comprobar que estuvieran solos y que los únicos testigos de su conversación fueran los santos de piedra que adornaban los capiteles de las columnas.
—Quería venir antes, pero me ha entretenido vuestro monje —dijo sir John, acomodando su voluminoso cuerpo en el asiento—. Parece que tendréis que prescindir durante un tiempo de su compañía.
La abadesa se rió.
—Y vos de su camaradería, pero creo que ambos sobreviviremos. De todas formas, debo decir que el hermano Gabriel goza de popularidad en nuestro pequeño claustro de mujeres.
—Como un zorro en un gallinero, ¿eh?
Esta vez la risa de la abadesa fue una verdadera carcajada, que resonó por todo el jardín.
—Mis monjas son todas muy devotas; no les perjudica mirar un rostro bien parecido, pero el hermano Gabriel siempre tiene la precaución de no quedarse a solas con ninguna. Sólo las oye en confesión atrincherado en el confesionario. Sospecho que el celibato es su cruz. Se ha llevado todo el agnocasto que había en la enfermería para el viaje.
Tendió una mano, enfundada en un guante, para mostrar un puñado de pequeñas bayas, cogidas del sauzgatillo.
—Por eso me habéis encontrado en el jardín, reponiendo reservas.
—Si no es demasiado atrevimiento, abadesa, ¿para qué necesita agnocasto un grupo de mujeres?
La pregunta de sir John fue acompañada por una exhibición de dientes blancos y fuertes sobre su barbita puntiaguda. Si lo que pretendía con tan obvia insinuación sexual era divertirse un poco a costa de ella..., pues era un juego al que podían jugar dos.
—Las bayas de sauzgatillo también sirven para los trastornos femeninos. En determinados momentos del ciclo lunar, algunas mujeres de nuestra comunidad se vuelven irascibles y coléricas. Un hombre de mundo, como vos, debe de haberse fijado en el fenómeno.
La rotunda panza de su huésped se hinchó de risa, haciendo temblar el banco de madera. Durante unos instantes la abadesa temió por su estabilidad, pero era de buen roble inglés y seguro que aguantaría el peso de un fornido caballero.
Sir John se inclinó para coger una rama de menta.
—Bueno para el estómago —dijo, empezando a masticar—. En tal caso haréis bien en dar un poco de este sauzgatillo a la hermana Agatha, que estaba más enfadada que una vieja clueca. Me ha apuntado con un nabo como si fuera una daga.
La abadesa suspiró.
—Ah, la hermana Agatha... Es que... Mucho me temo que su mal humor no sea de los que crecen y menguan con la luna. La hermana Agatha lleva varias semanas sembrando cizaña. No quiere que copiemos los textos de Wycliffe ni los evangelios ingleses. —Sopesó las bayas, cuyo zumo había manchado uno de los guantes que tapaban las cicatrices de sus brazos—. No sé qué hacer con ella. Es una de mis mejores copistas, pero la he desterrado al huerto. Me ha parecido que trabajar con lo que Dios hace crecer podría endulzar su carácter.
—Creo que vuestro plan no está surtiendo efecto.
Junto a las palabras brotó una risa gutural.
—Me alegro de que os parezca tan divertido —dijo ella maliciosamente—, pero la verdad es que la hermana Agatha no es motivo de risa para ninguno de los dos. Sospecho que ya se ha quejado al hermano Gabriel sobre los documentos heréticos que copiamos. Se le veía más atento de lo normal a su confesión... o queja.
El tono de sir John se volvió serio.
—Apostaría a que tenéis razón. Cuidado con él, que es muy posible que haya venido a oír algo más que confesiones. Podría ser un espía del arzobispo.
—Sí, ya se me había ocurrido la posibilidad. Le dije que ya no suministrábamos copias de la Biblia en inglés, mentira por la que ya he implorado perdón, alegando que fue al servicio de un bien mayor.
—Tenéis una naturaleza sorprendentemente práctica para una religiosa, madre.