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Authors: Brenda Rickman Vantrease

Tags: #Histórico, Intriga, Romántico

La comerciante de libros (18 page)

BOOK: La comerciante de libros
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Tosió, como si decirlo lo hiciera realidad: una tos húmeda y llena de flema que debilitó su cuerpo huesudo y lo dejó temblando. La señora Clare cogió la cuchara de cuerno, vertió en la garganta del anciano unas cuantas gotas de un concentrado de hojas de consuelda y recogió con la cuchara la baba que caía, para introducirla de nuevo por el mismo sitio.

Fuera, la lluvia chorreaba en hilos por una ventana de cristales negros. Dentro, el anciano tosía.

¡Por todos los santos! ¿Cómo lo aguantaba? Las dos cosas o cualquiera de las dos. Le dolían los oídos por la tos de perro del hermano y los huesos por la humedad que se filtraba por los muros de piedra vista.

La señora Clare compartía el pequeño apartamento con el hermano Francis, si se le podía llamar compartir. El viejo sacerdote vivía más en su cabeza que en el mundo real. Al menos eso no había cambiado. La mayoría de las veces ni siquiera era consciente de su presencia. Ella era un mueble más, como las velas, la silla donde descansaba, y la cama donde dormía; algo viejo y desgastado por el uso. Entre las dos habitaciones, ambas conectadas al dormitorio de los monjes (pero cada una con su propio acceso), había una cortina de lana. El cuarto de la señora Clare hacía las veces de pequeña despensa, donde preparaba las comidas del hermano Francis. Antes este hermano comía en el refectorio, con los monjes, pero ahora casi nunca se apartaba del minúsculo brasero sobre el que pasaba las horas desplomado. A veces venían a verle los monjes u otros visitantes, ya que era un hombre muy respetado, y entonces la señora Clare no tenía más remedio que servirles también a ellos.

Él no siempre había sido así. Antaño era todo un hombretón, de barba recia y gran fuerza, tanto física como espiritual. Ahora había veces en que la miraba como si casi no la conociera, escrutando sus facciones con unos ojos medio ciegos; mientras ladeaba la cabeza como si buscara verla, por la periferia de su visión se perdía.

—Sois la señora Clare —decía entonces, como si fuera una simple visita y no quien llevaba doce años atendiendo día y noche sus necesidades.

—No, hermano Francis, soy dama de honor de su majestad la reina de Inglaterra. —Arrepentida de inmediato, la mujer hacía un esfuerzo por endulzar su voz, a la vez que le daba unas palmadas en la espalda—. Pues claro que soy la señora Clare, padre, y así nos pintan las cosas.

Cogió el cuenco de sopa y la cerveza intacta, abrió la puerta, y al arrojarlo todo a la lluvia estuvo a punto de alcanzar a un jinete que se disponía a bajar de su caballo. Llevaba tan baja la capucha de clérigo que no se le veía la cara, pero ella habría reconocido en cualquier parte su bien proporcionado cuerpo.

—Mejor que esperéis hasta mañana por la mañana. Estaba a punto de acostar al hermano. Esta noche, lo más probable es que ni siquiera os reconociese.

El jinete asintió en silencio con la cabeza y se giró hacia la hospedería.

La señora Clare se quedó en el umbral, ajena a las ráfagas de lluvia que entraban por la puerta, mojando su falda y su delantal manchado. Apretó con tanta fuerza el vaso y el cuenco vacíos que sus nudillos, grandes y desnudos, pasaron de rojos a blancos. Si hubieran estado hechos de un material más noble, sin duda ambos utensilios se habrían hecho pedazos.

Sólo cerró la puerta a la lluvia y el viento cuando oyó que la llamaba el anciano sacerdote. Entonces, penetrando en el vacío abarrotado de la habitación del hermano Francis, se quedó mucho tiempo a oscuras acostada en su jergón, viendo reptar la lluvia por la ventana oscura, como lágrimas de viuda. Justo antes de que el gallo saludara el alba, se deslizó en un sueño turbio y agitado.

* * * * *

El hermano Gabriel se despertó con las campanas que tocaban a vigilia antes del alba.
Opus Dei
: la obra de Dios. Prestó atención al ruido de pasos en la escalera del dormitorio, y cuando lo sustituyeron las primeras y tenues notas del canto llano, se levantó de la cama con la intención de unirse a sus hermanos en el coro. Mientras iba por el claustro (que quedaba más cerca de su celda de huésped), oyó un ruidito. Al principio pensó que era algún animalillo nocturno en su perpetua búsqueda de sustento, pero el susurro creció hasta convertirse en el roce de unos pies en el suelo, acompañado por un sonido como de sorberse la nariz. Los animales nocturnos no se sorbían la nariz.

Volvió a oírlo. Esta vez era inconfundible.

Creyó ver una mancha oscura en la intersección del banco y la pared, una especie de mero adensamiento en la trama de la noche, que tembló y se refugió contra el muro. Adoptando la postura de un monje contemplativo de camino a la oración (cabeza gacha, brazos juntos), Gabriel procedió por el pasillo. Al acercarse a la esquina del banco, dejó de oír el ruido de la nariz.

Caminó más despacio.

Casi sentía una presencia al acecho, de aliento contenido; probablemente alguno de los infantes, de los oblatos, saltándose el rezo de las horas. Pero ¿qué interés tenían para un niño el frío y la humedad? A menos que fuera un fugitivo... Lo cual entristecería profundamente a algún señor que hubiera pagado generosamente a la Iglesia a cambio de la educación, y subsiguiente vocación, de su hijo. Aun así, por un momento Gabriel simpatizó con el ansia de libertad del pequeño. También él la había sentido en muchos momentos de su niñez, con la diferencia de que no tenía adónde huir.

Cuando tuvo un pie junto al banco, adelantó la pierna, inmovilizando contra la pared a la persona o ser de quien se tratase. Después se agachó, levantó al niño (que temblaba) y le arrastró hacia la luz de una linterna que parpadeaba fuera de la sala capitular. Las sombras empezaron a dar brincos. A cualquier niño tenía que darle miedo el claustro de noche. Gabriel se acordaba perfectamente. Quizá hubiera que atribuir a aquel recuerdo lo bruscas que fueron sus palabras.

—Déjame que te vea —dijo, sujetando al niño, que se resistía a quedarse debajo de la luz.

Sólo tenía unos seis años, la edad de Gabriel cuando el hermano Francis se lo había llevado a vivir con los monjes.

—¿Vais a pegarme?

Era una voz aguda pero valerosa, casi desafiante, que exigía saber lo peor. Para un niño en un monasterio no era bueno ser desafiante. También de eso se acordaba.

—¿Debería pegarte? ¿Te pega alguien?

—El hermano Bartholomew.

—¿Y por qué te pega el hermano Bartholomew?

—Porque no voy al coro.

—¿Por qué no vas al coro? ¡A ver si serás un dormilón!

Gabriel despeinó los abundantes rizos del pequeño. La luz inestable de la lámpara cayó en su rostro, acentuando sus largas pestañas, que apuntaban hacia abajo. El tono de la respuesta ya no tuvo nada de desafiante.

—Tengo miedo.

—¿De qué tienes miedo?

De pronto se acordó del gran crucifijo tallado que presidía la capilla. Recordó que de niño, cuando los hermanos cantaban el
kyrie
, él siempre tenía miedo de que el Cristo de madera se despertase de su agonía y empezara a sangrar y derramara grandes gotas rojas sobre su cabeza. Por eso cantaba en voz baja, temeroso de añadir su voz a las demás. Después se avergonzaba de haber tenido miedo de la sangre, la sangre salvadora. Nunca le había contado a nadie sus temores. Seguro que era un pecado mortal tener miedo de la sangre del Salvador.

Con el paso del tiempo había aprendido a no mirar el crucifijo al entrar en el coro.

—Tengo miedo de los demonios que hay en el coro —susurró la vocecita.

—¿Demonios? ¿Qué demonios?

—Los demonios tallados en las misericordias.

Misericordia, de miserere
, ser compasivo. De niño, antes de aprender latín, Gabriel creía que el nombre de las tallas procedía de miseria. Quizá el tallista creyera lo mismo, porque poca misericordia se advertía en las figuras. Se acordó de haber seguido con los dedos la forma de los diablos con cuernos y de las gárgolas grotescas talladas en los goznes de los asientos del coro.

Se apartó un poco sin soltar al niño, obligándole a mirar hacia arriba, para verle la cara.

—¡No te estarás escapando!

—No, sólo me escondía del hermano Bartholomew. No se le ocurriría buscarme aquí de noche. —En su voz se insinuó una nota de esperanza y hasta de desafío—. Por la mañana se le habrá olvidado.

Gabriel se prometió hablar con el hermano Bartholomew.

—Oye..., ¿cómo te llamas?

—Andrew.

Oyó débilmente el canto llano en la capilla. Pronto se acabaría la vigilia

—Oye, Andrew, ven conmigo al refectorio, que buscaremos un poco de pan con queso y te enseñaré a no tener miedo de una figura tallada en la madera. Te enseñaré a tallarlas tú mismo.

El niño encajó su manita en la de Gabriel, que sintió un nudo en el corazón.

—¿Y las sombras de la noche? También me dan miedo.

—A las sombras, Andrew, tenemos que acostumbrarnos todos; todos tenemos que aprender a enfrentarnos con ellas a nuestra manera, pero tú eres un valiente y sabrás hacerlo. Es como se vuelven más fuertes los valientes.

—¿Es como te haces un hombre?

—Sí, supongo que sí, Andrew. Supongo que sí.

XIII

Para hechizar a un enemigo, consigue algunos

pelos que se le hayan caído al peinarse,

remójalos en tu orina y échaselos en la ropa.

No descansará de día ni de noche.

De un libro de sortilegios gitanos

Anna odiaba estar en deuda con Bera y su arisca y embarazada esposa. Había intentado devolverle la falda roja, pero Lela se negaba.

—Es
mahrime
—le explicó Jetta cuando estaban solas en el carro (el vardo, como lo llamaban los gitanos), solas a excepción del pequeño Bek, que dormía en su estera.

—¡Pero si lo he lavado! —dijo Anna, consciente de su tono de indignación.

La anciana se encogió de hombros.

—Lo ha llevado una
gadje
, y para Lela está sucio. Mejor que te lo quedes, porque nunca se lo volverá a poner. No deberías ofenderte. Es la costumbre romaní.

Tragándose la réplica, Anna miró el interior del carro, cubierto de polvo y atiborrado de cosas. Echaba mucho de menos los suelos limpios y las habitaciones ordenadas y luminosas de la casita de Praga. Era como el niño judío del gorrito ridículo, el que se había encontrado solo y asustado junto a los muros de la Judenstadt. ¡Cuánto le había compadecido Anna en su otredad! Y sin embargo, incluso él tenía su tribu judía, su familia judía. ¿Y ella? ¿Qué tenía? Era
gadje
en un mundo romaní.

Le picaban los ojos, pero no quería llorar. ¿De qué servía? ¿A quién le importaría su llanto? A Jetta no. Jetta se limitaría a mirar con ojos grises y vacíos a la nueva persona que tenía a su cargo, mascullando para sus adentros, y el pequeño Bek lloraría con ella, bek, bek, bek, recordándole que había gente con peores cruces que sobrellevar.

Un tintineo en las cuentas de la cortina del fondo del carro, un cambio de luz y un golpe sordo: era Jetta, saltando del carro en movimiento a la alfombra de pinaza. Seguro que se iba a otro carro lleno de mujeres romanís con las que chismorrear, tal vez acerca de la
gadje
pelirroja que añadía otra carga a su vida cotidiana. Regañarían entre risas a Jetta por haber rescatado del río a aquella mujer tan rara. Anna las había oído reír, aunque siempre estuvieran tan serias en su presencia.

Mientras la caravana avanzaba sinuosamente por densos bosques de coníferas que daban la impresión de viajar en un crepúsculo perpetuo, parpadeó con fuerza y cerró los ojos para abstraerse del vaivén del carro, en un intento de escapar del tedio de su soledad a través del sueño, pero sus pensamientos le impedían conciliarlo. Se preguntó por qué estaba con los gitanos, pero ya sabía la respuesta. La misma noche en que la echaban de su casa, Bera se había presentado en la puerta y le había brindado la posibilidad de huir, diciendo que se iban hacia el oeste.

—¿A Inglaterra? —había preguntado Anna, pensando que tal vez fuera la salvación que le enviaba Dios o su abuelo desde el otro lado de la tumba.

—¿Inglaterra está al oeste de Praga?

—Está muy lejos, pero al oeste.

Tras pasear su mirada por el cuarto, Bera le había mostrado su deslumbrante sonrisa.

—Pues entonces nos vamos a Inglaterra, y estaremos encantados de que vengas. Pero trae el libro santo.

Anna se preguntó si había sido una equivocación. Pero ¿qué opciones tenía?

También se preguntó cuándo se detendrían para acampar y por qué las mujeres no la dejaban ayudar con la colada y la comida. Le habría gustado saber por qué insistían en bañarla, vestirla, prepararle la comida y servírsela como si fuera una princesa, aunque cumplir con reticencia esas tareas las hiciera deslomarse aún más de lo que se deslomaban.

De todos modos ya había renunciado a hacer preguntas.

—Es la costumbre romaní —decía siempre Jetta, encogiéndose de hombros—. Si quieres ayudar, puedes lavar al pequeño Bek, que también es
gadje
.

El pequeño Bek salió de su inmovilidad, abrió los ojos y la miró parpadeando, como si entendiera su tristeza. A guisa de consuelo le ofreció su sonrisa, torcida y babosa.

—Vamos a cantar, pequeño Bek —dijo Anna.

Dio la primera nota, y él se sumó a ella en una armonía sin palabras. Su triste melodía traspasó los confines del carro, fundiéndose con el pesado dosel verde que tapaba el cielo.

* * * * *

El día de San Miguel, Anna y sus acompañantes romanís estaban acampados a la sombra de la catedral de Estrasburgo. La caravana había crecido tanto que al cruzar el Rin ya tenía cinco carros, sumados a una serie de jinetes que cabalgaban en solitario, arrojando un total aproximado de cuarenta peregrinos. Sin embargo, Anna observó que al caer la noche el grupo se dividía en dos comunidades distintas. El grupito de carros pintados siempre buscaba cobijo en el bosque más cercano, mientras que los otros, los peregrinos «de verdad» (que era como los llamaba Anna para sus adentros), tendían sus esteras no muy lejos, en un claro, alrededor de una hoguera común. Si estaban cerca de alguna posada o de algún pueblo, los peregrinos buscaban la comodidad de colchones de paja bajo auténticos techos. Anna era la única de los gorgios, los de fuera, con permiso para acampar junto a la comunidad principal. Sólo Anna... y el pequeño Bek.

Agradecía la inclusión sin entenderla del todo. Era verdad que había pagado el pasaje con los pocos chelines, nobles y florines que escondía en su arcón de madera, pero sospechaba que los «peregrinos», cuyos rostros cambiaban a cada nueva población, también pagaban a Bera por el derecho de viajar bajo el salvoconducto del emperador del Sacro Imperio Romano, documento escrito del que Bera solía jactarse. Si les paraba alguien en el camino o si les prohibían entrar en alguna población amurallada, él sacaba el rollo del bolsillo y lo enseñaba con un gesto teatral.

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