Read La colonia perdida Online
Authors: John Scalzi
—Muchas —dijo orenThen, después de un rato.
—Sigue mirando.
OrenThen miró hasta que estuvo seguro de que no aparecían más naves. Se volvió entonces para mirar a Gau, que seguía contemplando el cielo.
—Hay cuatrocientas doce naves en tu cielo —dijo Gau—. Una nave por cada raza miembro del Cónclave. Ésta es la flota con la que visitaremos cada mundo colonizado, sin autorización, después del Acuerdo.
Gau se volvió de nuevo y miró a su lugarteniente, a quien apenas podía ver en la penumbra. Asintió por segunda vez. El soldado volvió a hablar por su comunicador.
Desde el cielo, cada nave lanzó un rayo de luz hacia la orilla de la colonia, cubriéndola de blanco. OrenThen dejó escapar un grito de agonía.
—Reflectores, Chan —dijo Gau—. Sólo reflectores.
Pasó un momento antes de que orenThen pudiera responder.
—Reflectores —dijo por fin—. Pero sólo por el momento, ¿correcto?
—A una orden mía, cada nave de la flota volverá a enfocar su rayo —dijo Gau—. Tu colonia será destruida y cada una de las razas miembros del Cónclave participará en ello. Así es como tiene que hacerse. Seguridad para todos, responsabilidad para todos. Y ninguna raza puede decir que no estuvo de acuerdo en el coste.
—Ojalá te hubiera matado la primera vez que te vi aquí —dijo orenThen—. Nosotros hablando de puestas de sol cuando me tenías reservado esto. Tú y tu maldito Cónclave.
Gau abrió los brazos, ofreciéndose.
—Mátame, Chan. Eso no salvará a esta colonia. Tampoco detendrá al Cónclave. Nada de lo que puedas hacer impedirá que el Cónclave tome este planeta, o el siguiente, o el siguiente. El Cónclave son cuatrocientos pueblos. Toda raza que lucha contra él lucha sola. Los whaid. Los raey. Los fran. Los humanos. Todas las otras que han fundado colonias desde el Acuerdo. Es cuestión de número. Nosotros somos más. Pero una raza que lucha contra otra raza es una cosa. Una raza contra cuatrocientas es otra muy distinta. Es cuestión de tiempo.
OrenThen se volvió hacia su colonia, bañada de luz.
—Voy a decirte una cosa —le dijo orenThen a Gau—. Puede que te parezca irónico. Cuando me eligieron para dirigir esta colonia, advertí al ataFuey de que vendrías a por ella. Tú y todo el Cónclave. Él me dijo que el Cónclave nunca se formaría y que eras un necio por intentarlo, y que yo había sido un necio por escucharte. Que existían demasiadas razas para poder ponerse de acuerdo en algo, mucho menos en una gran alianza. Y que los enemigos del Cónclave estaban trabajando demasiado duro para fracasar. Dijo que los humanos os detendrían, aunque no lo hiciera nadie más. Tenía en gran consideración su habilidad para lograr que se enfrenten unos con otros sin implicarse ellos mismos.
—No estaba demasiado equivocado —dijo Gau—. Pero los humanos pretenden abarcar demasiado. Siempre lo hacen. La oposición que crearon para contrarrestar el Cónclave se disolvió. La mayoría de esas razas están ahora más preocupadas por los humanos que por nosotros. Para cuando el Cónclave llegue a los humanos, puede que no queden muchos.
—Podrías haber ido tras los humanos primero.
—A su tiempo.
—Déjame que lo exprese de otra manera —dijo orenThen—. No tenías por qué venir aquí primero.
—Tú estabas aquí —respondió Gau—. Tienes una historia con el Cónclave. Tienes una historia conmigo. Cualquier otro lugar y no habría ninguna duda de que esto comenzaría con destrucción. Aquí tú y yo tenemos una oportunidad de hacer algo distinto. Algo que contará más allá de este momento y esta colonia.
—Has depositado una gran carga sobre mí. Y sobre mi pueblo.
—Lo he hecho. Lo siento, viejo amigo. Era el único modo de hacerlo. Vi una oportunidad para demostrar a la gente que el Cónclave quiere la paz, y tuve que aprovecharla. Es pedirte mucho. Pero te lo pido, Chan. Ayúdame. Ayúdame a salvar a tu pueblo, no a destruirlo. Ayúdame a construir la paz en nuestra parte del espacio. Te lo ruego.
—¿Me lo ruegas? —dijo orenThen, alzando la voz. Avanzó hacia Gau— ¿Tienes cuatrocientas doce naves de combate apuntando con sus armas a mi colonia y me ruegas que te ayude a construir la paz? Bah. Tus palabras no significan nada,
viejo amigo.
Vienes aquí, blandiendo esa amistad, y a cambio me pides que entregue mi colonia, mi lealtad, mi identidad. Todo lo que tengo. A punta de pistola. Para ayudarte a proporcionar la
ilusión
de paz. La
ilusión
de que lo que haces aquí es algo distinto que una simple y pura conquista. Amenazas las vidas de mis colonos ante mis narices y me dices que elija entre convertirlos en traidores o matarlos a todos. Y luego me sugieres que eres compasivo. Puedes irte al infierno, general.
OrenThen se dio media vuelta y echó a andar, distanciándose de Gau.
—¿Ésa es tu decisión, entonces? —dijo Gau poco después.
—No —dijo orenThen, todavía dando la espalda al general—. No es una decisión que pueda tomar yo solo. Necesito tiempo para hablar con mi gente, para hacerles saber cuáles son sus opciones.
—¿Cuánto tiempo necesitas?
—Las noches aquí son largas —dijo orenThen—. Concédeme ésta.
—Es tuya —dijo Gau.
OrenThen asintió y empezó a marcharse.
—Chan —empezó a decir Gau, caminando hacia el whaid. OrenThen se detuvo y alzó una de sus enormes zarpas para hacer callar al general. Entonces giró sobre sus talones y extendió las zarpas hacia Gau, quien las estrechó.
—Recuerdo cuando te conocí —dijo orenThen—. Yo estaba delante cuando el ataFuey recibió la invitación para reunirse contigo y todas las otras razas que quisieran acudir a aquella maldita luna de rocas frías que tan pomposamente llamabas «suelo neutral». Te recuerdo en aquel podio, dando la bienvenida en todas las lenguas que podías croar y compartiendo por primera vez con nosotros tu idea del Cónclave. Y recuerdo haberme vuelto hacia el ataFuey y decirle que sin duda estabas absoluta y totalmente loco de atar.
Gau se echó a reír.
—Y después te reuniste con nosotros, como hiciste con todas las embajadas que quisieron oírte —continuó orenThen—. Y recuerdo que intentaste persuadirnos de que el Cónclave era algo de lo que queríamos formar parte. Recuerdo que me convenciste.
—Porque en realidad no estaba absoluta y totalmente loco de atar.
—Oh, no, general. Lo estabas —dijo orenThen—. Absoluta y totalmente. Pero también tenías razón. Y recuerdo que pensé: «¿Y si este general loco lo consigue?» Traté de imaginarlo: nuestra parte del espacio, en paz. Y no pude. Era como si tuviera una muralla blanca de piedra delante, impidiéndome verlo. Y fue entonces cuando supe que yo lucharía por el Cónclave. No podía ver la paz que traería. Ni siquiera podía imaginarla. Todo lo que sabía era que la quería. Y sabía que si alguien podía conseguirlo, sería ese general loco. Lo creí —orenThen soltó las manos del general—. Ha pasado tanto tiempo…
—Viejo amigo —dijo Gau.
—Viejo amigo —reconoció orenThen—. Viejo, en efecto. Y ahora debo irme. Me alegro de haber vuelto a verte. Tarsem. De verdad. Naturalmente, éstas no son las circunstancias que habría elegido.
—Naturalmente.
—Pero las cosas son como son. La vida sorprende.
OrenThen se volvió de nuevo para marcharse.
—¿Cómo sabré cuándo habéis llegado a una decisión? —preguntó Gau.
—Lo sabrás —respondió orenThen, sin mirar atrás.
—¿Cómo?
—Lo oirás —dijo orenThen, y volvió la cabeza hacia el general—. Eso puedo prometértelo.
Luego se volvió, caminó hacia su transporte y se marchó con su escolta.
El lugarteniente de Gau se le acercó.
—¿Qué ha querido decir cuando ha dicho que oirá usted su respuesta, mi general? —preguntó.
—Cantan —dijo Gau, y señaló la colonia, todavía bajo los reflectores—. Su forma más superior de arte es un cántico ritualizado. Así es como festejan, y lloran, y rezan. Chan me estaba haciendo saber que cuando termine de hablar con sus colonos, me cantarán su respuesta.
—¿Vamos a oírla desde aquí? —preguntó el teniente.
Gau sonrió.
—No me preguntaría eso si hubiera oído alguna vez un cántico whadi, teniente.
Gau esperó toda la larga noche, escuchando, su vigilia interrumpida ocasionalmente por el teniente o uno de los otros soldados que iba a ofrecerle una bebida caliente para mantenerlo alerta. No fue hasta que el sol de la colonia asomó por el cielo oriental que Gau oyó lo que estaba esperando.
—¿Qué es eso? —preguntó el teniente.
—Silencio —ordenó Gau, y agitó molesto una mano. El teniente retrocedió—. Han iniciado su cántico —dijo Gau un momento más tarde—. Ahora mismo cantan una bienvenida a la mañana.
—¿Qué significa eso? —preguntó el teniente.
—Significa que le dan la bienvenida a la mañana. Es
ritual,
teniente. Lo hacen todos los días.
La oración de la mañana se alzaba y caía en volumen e intensidad, continuando durante lo que al general le pareció un tiempo enloquecedoramente largo. Y entonces llegó a un entrecortado y vacilante final; Gau, que había estado caminando de un lado a otro durante las últimas partes de la oración, se detuvo en seco.
De la colonia llegó un nuevo cántico, con un nuevo ritmo, que se hacía progresivamente más fuerte. Gau lo escuchó durante varios minutos y luego se desplomó, como si de pronto se sintiera cansado.
El teniente acudió junto a él casi al instante. Gau lo despidió.
—Estoy bien —dijo—. Estoy bien.
—¿Qué están cantando ahora, mi general? —preguntó el teniente.
—Su himno —dijo Gau—. Su himno nacional.
Se levantó.
—Están diciendo que no se marcharán. Están diciendo que prefieren morir como whaidi que vivir bajo el Cónclave. Cada hombre, mujer y niño de esa colonia.
—Están locos.
—Son patriotas, teniente —dijo Gau, volviéndose hacia el oficial—. Y han elegido aquello en lo que creen. No desprecie esa decisión.
—Lo siento, mi general —dijo el teniente—. Pero no comprendo la decisión.
—Yo sí —dijo Gau—. Sólo esperaba que fuera diferente. Tráigame un comunicador.
El teniente se marchó corriendo. Gau devolvió su atención a la colonia, escuchando a sus miembros cantar su desafío.
—Siempre fuiste testarudo, viejo amigo —dijo.
El teniente regresó con un comunicador. Gau lo cogió, tecleó su clave y abrió un canal común.
—Soy el general Tarsem Gau —dijo—. Que todas las naves recalibren sus rayos y se preparen para disparar a mi orden.
Los reflectores, todavía visibles a la luz de la mañana, desaparecieron mientras los artilleros de las naves recalibraban sus rayos.
El cántico cesó.
Gau casi dejó caer su comunicador. Permaneció de pie, boquiabierto, contemplando la colonia. Se acercó lentamente al borde del acantilado, susurrando algo en voz baja. El teniente, que estaba cerca, trató de oír lo que decía.
El general Gau estaba rezando.
El momento quedó suspendido en el aire. Y entonces los colonos iniciaron su himno una vez más.
El general Gau permaneció en el acantilado sobre el río, ahora silencioso, los ojos cerrados. Escuchó el himno durante lo que pareció ser una eternidad.
Alzó su comunicador.
—Fuego —dijo.
Jane había salido de la enfermería y me estaba esperando en el porche de nuestro bungaló, contemplando las estrellas.
—¿Buscas algo? —pregunté.
—Pautas —contestó Jane—. En todo el tiempo que llevamos aquí, nadie ha distinguido ninguna constelación. Pensé que podría intentarlo.
—¿Cómo te va?
—Fatal. Tardé una eternidad en ver las constelaciones en Huckleberry, y ya estaban allí. Crear nuevas es aún más problemático. Sólo veo estrellas.
—Concéntrate sólo en las brillantes.
—Hay un problema —dijo Jane—. Mis ojos son ahora mejor que los tuyos. Mejor que los de nadie.
Todas
son brillantes. Por eso probablemente nunca vi las constelaciones hasta que llegué a Huckleberry. Demasiada información. Hacen falta ojos humanos para ver las constelaciones. Sólo otro pedazo de mi humanidad que me han quitado.
Volvió a alzar la cabeza.
—¿Cómo te encuentras? —dije, observándola.
—Estoy bien —respondió ella. Se alzó la camisa; el tajo en el costado estaba lívido incluso a la tenue luz, pero era mucho menos preocupante que antes—. La doctora Tsao lo suturó, pero estaba ya curando incluso antes. Quiso tomar una muestra de sangre para buscar infecciones pero le dije que no se molestara. Todo es ya SangreSabia, de todas formas. No se lo dije —dejó caer la camisa.
—Pero no tienes la piel verde.
—No. Ni tampoco ojos de gato. Ni CerebroAmigo. Lo que no quiere decir que no tenga capacidades aumentadas. Simplemente, no son obvias, cosa que agradezco. ¿Dónde has estado?
—Viendo el montaje del director de la aniquilación de la colonia whaidi —respondí. Jane me miró intrigada. Le conté lo que acababa de ver.
—¿Lo crees? —me preguntó.
—¿Creer qué?
—Que ese general Gau esperaba no destruir la colonia.
—No lo sé. La discusión parecía bastante sincera. Y si simplemente quería destruir la colonia, podría haberlo hecho sin toda la pantomima de intentar conseguir que se rindiera.
—A menos que fuera una táctica de terror —dijo Jane—. Quebrar la voluntad de los colonos, hacerlos rendirse, destruirlos de todas formas. Y enviar la prueba a otras razas para desmoralizarlas.
—Claro —dije—. Eso sólo tiene sentido si planeas someter a la raza. Pero no parece que el Cónclave funcione así. Parece que es una unión de razas, no un imperio.
—Yo me cuidaría de hacer suposiciones basándome en un solo vídeo.
—Lo sé. Pero me molesta. El vídeo que nos dio la UC muestra al Cónclave destruyendo sin más a la colonia whaidi. Se supone que vemos al Cónclave como una amenaza. Pero el vídeo que acabo de ver me dice que no es tan simple.
—Por eso fue censurado —dijo Jane.
—¿Porque es ambiguo?
—Porque es confuso. La Unión Colonial nos envió aquí con instrucciones concretas y nos dio la información para cumplir esas instrucciones, sin la información que nos haría dudar de ellos.
—No lo consideras un problema —dije.
—Lo veo como una táctica.
—Pero estamos trabajando con la premisa de que el Cónclave es una amenaza inmediata y genocida —dije yo—. Esto sugiere que no lo es.