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Authors: José Luis Gil Soto
Nos mostrábamos engallados ante las idas y venidas de mensajeros conminándonos a la rendición y entrega de la plaza. No sólo negábamos una y otra vez, sino que además nos burlábamos de sus pretensiones y los enviábamos de vuelta con mensajes hirientes, los cuales no sabíamos si eran entendidos por los malditos herejes:
—¡Su señora madre de vuaced se rinde esta mañana! —espetaba a voces el
Carbonero
, lo que provocaba la chanza y las sonrisas del resto.
Mientras, dispusimos turnos de guardia para no agotarnos, previendo que el sitio sería largo y que los ingleses serían pacientes. Sería una agonía que se prolongaría hasta que no nos quedase más remedio que morir flacos como perros, porque ni podríamos salir en busca de vituallas ni encontraríamos nunca una rendición honrosa; pues no puede considerarse honroso el encarcelamiento anterior a una muerte segura.
El resto del tiempo lo echábamos en juegos y pláticas. Tan pronto rememorábamos las campañas gloriosas de nuestros tercios, como las incursiones por el Mediterráneo en las jornadas contra el Gran Turco. Alguno contaba cómo había participado en Lepanto, y otro decía haber navegado junto al mismísimo don Juan de Austria. Eran los camaradas que allí estábamos veteranos todos de los ejércitos españoles; tanto, que el más joven podía ser yo, que ya llevaba a mis espaldas los humedales de Flandes, las costas de Berbería y, entonces, aquella jornada de Inglaterra, como se dio en llamar.
Cuando nos poníamos melancólicos acudían a nuestras bocas las familias de cada uno, y eso eran palabras mayores: brotaban las lágrimas, los juramentos y los firmes propósitos de engrandecer apellidos y linajes. Promesas que cumplir si regresábamos a España con vida, que era la única forma de regresar, pues muertos daríamos con los huesos en la tierra de Irlanda o en su mar bravo e indómito.
—¡Voto a Cristo que hemos de volver como sea! —decía Jerónimo Pérez, un soldado de Huelva.
—Volveremos…, volveremos —respondía Cuéllar para animarnos.
En aquellos días nos conocimos bien los nueve. Aunque Cuéllar y yo habíamos intimado lo suficiente hasta entonces, y el
Carbonero
era harto conocido por mí, los demás no eran más que nombres que fueron tomando vida.
El tal Jerónimo Pérez, de Huelva, era hombre valentón y sin demasiadas luces, hijo de un pobre labriego que había enviudado joven y había terminado sus días entregado al vino y dejando atrás dos hijas y un hijo.
Éste, sin más que miseria en esta vida, se había ofrecido voluntario en el reclutamiento que un capitán había hecho para los tercios en su incursión por Andalucía.
Había otro andaluz, Bernardino Salazar, granadino abigarrado y fuerte, muy callado y prudente en sus manifestaciones, pero acertado en las mismas. Resultó ser cabal e ilustrado, pues se había educado al amparo de un parcial del duque de Medina Sidonia. Se había incorporado a la Armada cuando don Alonso de Guzmán abandonó la capitanía general de Andalucía y marchó hacia Lisboa con el objetivo de sustituir al marqués de Santa Cruz.
Luego había dos extremeños que eran soldados viejos. Ambos parecían hermanos, sin que hubiera entre ellos parentesco alguno ni sus procedencias tuvieran nada en común. El uno se decía Sebastián Hernández, y venía del ducado de Feria, al sur, y el otro Sancho Silva, y se había criado en un caserío en las proximidades de Trujillo. Como digo, parecían hermanos, ambos flacos y secos, muy resistentes a los caprichos del tiempo y al hambre, de poco dormir y mucho trabajar. El primero era pariente de un soldado que había acudido en tiempos con don Francisco Pizarro a la conquista del Perú; el segundo, hijo de otro que sirvió con don Hernando Cortés en la gesta de la Nueva España. Y tal vez por eso, parecían haber heredado esa suerte de irracional arrojo que caracteriza a los hombres de tierras duras y castigadas por el sol, como son las extremeñas.
Otros dos eran gallegos: Fernán Antón y Santiago García, parco en palabras el primero y locuaz el segundo; pero soldados ocurrentes y con gracia que habían formado parte de las flotas de Indias y habían terminado en la Armada por puro azar, al ser reclutados en La Coruña cuando fondeamos por obligación y yo estuve a punto de quedarme para siempre bajo dos palmos de tierra cuando el tabardillo me atacó con más crudeza que el hereje.
Y por último, completábamos el grupo de nueve el capitán, el
Carbonero
y yo, de los que poco puedo contar a estas alturas de mi relato a vuestras mercedes, pues de sobra conocen nuestras cuitas, aventuras y desgracias.
Al romper el alba de uno de aquellos días, estábamos sentados en torno al fuego calentándonos las manos, en la antesala de las estancias de MacClancy, comiendo lo poco que podíamos permitirnos por intentar racionar lo que había. El turno de guardia lo hacían el
Carbonero
, Sancho Silva, Sebastián Hernández y Fernán Antón. Llevaban media noche a la intemperie y había llegado la hora del relevo, que habíamos de darle los cuatro restantes, exceptuado, por tanto, al capitán. Cuando nos disponíamos a salir fuera, entró voceando el gallego, portando en sus manos algo que no distinguimos a primera vista:
—¡Carajo! ¿No lo ven vuestras mercedes? —nos preguntó tal como llegó a donde nos encontrábamos.
—¡Nieve! —exclamé al acercarme.
—¿Está nevando? —preguntó el capitán poniéndose en pie de un respingo.
Aquel fue el primero de varios días entrados en nieves, durante los cuales la región fue azotada por un gran temporal de frío. Entendimos enseguida que aquella señal de Dios mismo no suponía otra cosa sino un azote a los ingleses que nos sitiaban, pues, sin resguardo alguno —incluso sin un árbol que talar—, se verían sometidos a un severo castigo.
Tuvimos señal de su desesperación a la semana de la venida del temporal, cuando un numeroso destacamento bajó la ladera hacia la orilla y se apostó cerca de las puertas de la fortaleza y tuvimos que disparar nuestros arcabuces y mosquetes para demostrar que seguíamos teniendo fuerzas suficientes con que repeler sus ataques. Nos avisaron muy por las claras de que seríamos severamente castigados si no cedíamos ya en nuestras pretensiones, pero no nos convencían con sus palabras engañosas. Entonces, viendo que no nos arredrábamos, hicieron venir a dos soldados españoles que permanecían encarcelados en una de las villas próximas, y nos los pusieron ante nuestros propios ojos, más allá de la muralla, en la parte alta de la ladera que teníamos delante.
—¿Veis a vuestros camaradas? —nos gritaban.
—¿Qué diablos pretenden con esos dos? —se preguntó el capitán.
Era imposible distinguir en la distancia si eran simples soldados o personas principales. Si habían permanecido tanto tiempo sin ahorcar era porque hasta el momento habían esperado obtener buena recompensa por ellos, por lo que suponíamos que se trataba de nobles o hidalgos de fortuna. Lo cierto era que medio desnudos, con barbas por los costillares y flacos como galgos, no había quien los reconociese.
—¡Si no os rendís, serán ahorcados aquí mismo! —se desgañitaban en la lejanía.
—¿Qué hacemos? —inquirió el gallego Antón.
—Pues negociamos que nos dejen salir —comenzó a decir Sancho Silva mirándolo a con mucha seriedad, y luego continuó—: Entonces ellos nos llevan a la marina, nos dejan en un barco que nos lleve a España, sueltan a los dos españoles que pretenden ahorcar para que se vengan con nosotros y nos colman de presentes y de saludos para el rey de las Españas. ¡No te digo!
La ironía de la perorata del trujillano vino a arrancar las risas del resto, aunque bien sabe Dios que estábamos lejos de alegrarnos por el espectáculo que teníamos a dos tiros de arcabuz, pues se disponían a colocar un improvisado cadalso para el ahorcamiento de los compatriotas. De tal suerte que, al cabo de dos horas, viendo que no dábamos la más mínima muestra de flaqueza, alzaron a los dos españoles hasta pasar sus cabezas por el nudo de horca, y ellos gritaban: «¡Por Dios bendito! ¡No, por favor! Se os darán mercedes y riquezas por nuestro rescate, que somos gente principal y con fortuna», «¡Piedad, piedad! ¡Tened compasión, compatriotas! ¡Amigos, rendíos, que os harán merced, rendíos, por amor de Dios, que nos matarán si no os rendís!»
Nos estremecimos mucho con aquellos gritos espeluznantes y desesperados, pero bien sabíamos que esos mismos que los lanzaban al aire habrían hecho semejanza de nuestra actitud, negándose a la rendición en caso de estar en nuestros pellejos. De modo que los vimos ahorcar sin compasión y maldijimos a sus verdugos.
—¡Putos! ¡Putos! ¡Hijos de mala madre! ¡Así os pudráis en el infierno! —les gritábamos sin ánimo de que nos entendiesen, y les hacíamos malos gestos desde lo alto del torreón, sabiendo que estábamos fuera del alcance de sus armas.
Y nos jurábamos a nosotros mismos reventar los sesos a todo inglés que cayese en nuestras manos, fuese allí en Irlanda o en cualquier otra parte del mundo, en venganza por tanto ultraje y tanta malicia.
Así que esa noche no hubo turno de guardia, sino una vigilancia permanente de todos nueve bajo pieles, expuestos a la noche que nos maltrataba con un frío espantoso. Cuando llegaron las primeras luces teníamos las barbas blancas de escarcha, las manos heladas y apenas podíamos articular palabra. Habíamos pasado las últimas horas maldiciendo y clamando resarcimiento, desagravio y represalia. Yo, cada vez que alegaba a ese fuerte sentimiento que es el odio, traía a la mente igual a ingleses que a Ledesma, pero al pronunciar la palabra venganza no tenía en mis pensamientos más que a aquél, al que hacía responsable de mi triste vagar. Y luego, sin que me atreva a decir cuál de los sentimientos era más fuerte, recordaba a Blaithin susurrándome al oído aquello del ánima partida o qué se yo qué brujería, y me la hacía conmigo en mi querida España, bajo la bendición de mi madre del alma.
El frío viento arreció durante toda la mañana, y a eso del mediodía, tras la hora del Ángelus, oímos tocar las trompetas por última vez; los ingleses, medio helados, castigados por las bajas y escasos de bastimento, hostigados por las nieves que no querían marcharse a otra parte, decidieron levantar el sitio, recoger sus pertrechos y abandonar la región para regresar a Dublín, saciados de la sangre española que en mala hora se les indigeste hasta el fin de los tiempos.
L
as nieves se retiraron a la par que los herejes, por lo que dimos gracias a Dios por habernos servido en enviarlas cuando más falta nos hacían; fue entonces, al ver los primeros rayos del sol, cuando supimos que todo había sido un milagro hecho en nuestro favor y que, por primera vez desde que zarpamos de Lisboa, había querido estar de nuestro lado, salvando la ocasión en que decidió librarnos al capitán y a mí de perecer ahogados o torturados en las ensenadas donde sufrimos los naufragios.
Enseguida corrióse por la región la historia de nuestra hazaña, magnificándose como tienden a hacerlo las historias de valentía y arrojo. Diose en decir que éramos una selección de los mejores soldados que nunca había parido España, de esos temibles infantes que en Flandes, Constantinopla o los puertos de África, eran el azote de los que osaban desviarse de la verdadera religión. Algunos decían que habíamos resistido sin comer ni beber, y que nos alimentábamos de tierra y nieve; otros, que salimos ilesos de un enfrentamiento cuerpo a cuerpo con los temibles hombres de Bingham a las mismas puertas del castillo de MacClancy, el cual salvamos del ataque milagrosamente, repeliendo las balas que no osaban penetrar en nuestras carnes. Y decían que éramos en realidad semidioses, capaces de dominar cuanto nos rodeaba con nuestro simple deseo de hacerlo.
El caso es que pronto comenzaron a congregarse hombres, mujeres y niños a las puertas del fuerte, cargados de corderos, cabritos y lechones que pretendían ofrecernos en señal de agradecimiento y admiración, solicitando que fuésemos sus protectores por siempre. Nosotros, henchidos de satisfacción, nos acercábamos a declinar sus muestras de servilismo, mandándolos de vuelta a casa con sus presentes, y les decíamos en latín —por si alguien podía entenderlo—, que no habíamos hecho más que cumplir con el mandato del gran señor que era nuestro rey don Felipe y con lo ordenado por el papa de Roma, que Dios guarde.
Entonces sucedió que pude distinguir entre el gentío la belleza inconfundible de Moira y Eileen, que habían acudido acompañadas por sus padres y hermanos. Supuse que no sabían que entre los nueve héroes españoles me encontraba yo mismo, a quien habían apaleado y dejado casi morir a la orilla del camino. De pronto comprobé que Mailin, el joven hermano de Moira que me había acompañado a caballo hasta los límites de sus tierras, tenía los ojos clavados en mí. Luego, cuchichearon entre ellos, y al cabo todos me miraron con una mezcla de admiración que me pareció sincera. Bajé de la muralla y me dirigí a las puertas con el ánimo de abrirlas, pero me gritaron desde arriba:
—¡No abras! ¡Estás loco! ¡Entrará toda esa gente e incumpliremos nuestra promesa de no abrir sino al señor MacClancy!
Sopesé aquellas palabras, y al momento entendí que tenían razón mis compañeros, por lo que me dirigí a un portalón lateral y salí de la fortaleza, aun a riesgo de ser asaltado por tanta muestra de agradecimiento. Por fortuna me abrí paso entre el gentío que me alcanzaba con sus manos sucias con gran afán de tocarme, hasta que me vi frente a frente con Eileen. La flanqueaban todos los miembros de su familia y, tras de ella, permanecía hierático su esposo inglés. Se me encendió la sangre por un momento, y entonces, dirigiéndome a Mailin hablé así:
—Vuelvo a repetiros lo que ya os dije. No forcé a vuestra hermana. Ahora habéis venido en señal de agradecimiento sin saber, probablemente, que yo me encontraba aquí. Por lo que, ¡marchaos!
—Eileen y Moira quieren deciros algo. Supimos que estabais aquí y hemos venido expresamente a veros.
Las palabras del joven me dejaron perplejo. Luego, Eileen se adelantó un paso y me dijo en perfecto latín:
—Perdón. Os pido perdón —se echó a llorar tapándose los ojos para que no viera sus lágrimas, y luego dijo—: y le pido perdón a mi hermana Moira, que tan enamorada estaba de vos cuando os seduje.
Sus palabras me dejaron boquiabierto, sin saber qué decir ni cómo reaccionar. Miré hacia arriba y vi a mis compañeros saludando y señalándome. Ella comenzó a sollozar y se me abrazó ante la mirada atónita de los que la rodeaban. Entonces, de súbito, comenzó a abrirse un pasillo entre la gente, y me vi allí en medio, abrazado a Moira mientras avanzaba solemne hacia nosotros el mismísimo MacClancy, flanqueado por Niahm y Blaithin. La hija del jefe me traspasó con la mirada cuando me vio unido a aquella granjera bellísima en todo extremo, y me quedé como pasmado mientras la muchedumbre aplaudía al gran señor.