La colina de las piedras blancas (33 page)

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Authors: José Luis Gil Soto

BOOK: La colina de las piedras blancas
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Al aparecer en lontananza, la chiquillería salió a mi encuentro, y luego fueron algunas mozas y mujeres viejas, pero apenas se veían varones, lo que me extrañó harto, por ser aquélla, según tenía entendido, tribu de hombres guerreros y no de viejos cuidadores de ganados. Algunas muchachas ataviadas a la manera en que solían, con aquella suerte de pieles de gruesos pelotes y pañuelos anudados en la frente, se ofrecieron a curar mis heridas, pero yo sólo quería ver a O'Cahan. Por más que me esforzaba, no lograba hacerme entender, y una y otra vez repetía:

—O'Cahan, quiero ver al señor O'Cahan —pero las muchachas me arrastraban hacia sus cabañas con la intención de curarme, sin que ninguna de ellas hiciese caso a mis peticiones.

Al atardecer, cuando al fin me habían puesto mil emplastos y había comido algo de carne y pescado fresco, salí al exterior acompañado por dos mozas a las que rogué que me guiasen hasta la fortaleza de O'Cahan. Entre el escaso latín que ambas conocían y el gaélico que yo empezaba a dominar, conseguimos entendernos.

—El señor O'Cahan es ahora amigo de Inglaterra, español —me advertían—. Deberíais permanecer en la choza y no salir.

—¿Dónde están los hombres? ¿Dónde han ido vuestros padres y hermanos? —les preguntaba, y ellas me contestaban:

—El señor quiere conquistar más tierras con ayuda de los ingleses, y allí han ido con sus armas. Pero regresarán y no deben verte aquí.

—¡Pero si vuestro señor es protector de los españoles! Sé que por aquí han pasado camaradas míos en busca de su protección; y desde vuestras tierras se embarcaron hacia Escocia. ¿No es cierto?

—¡Oh! Sí, español. Es cierto, pero eso fue hace tres o cuatro estaciones, cuando nuestro protector aún era amigo de los españoles; pero ahora…

Bajo un manto de incesante lluvia nos encaminamos al fortín del señor O'Cahan, pero me recibieron mal y me echaron casi a patadas, advirtiéndome que el señor no me recibiría, porque había entablado amistad con la reina de Inglaterra y no quería tener en su tierra español alguno. Como insistiera yo en mi necesidad de hablar con él y ofrecerle la amistad en nombre de Su Majestad el rey don Felipe, sus lacayos me confirmaron su ausencia. Les dije entonces que pretendía aguardar a su llegada, pues era mi única esperanza de volver a España, y uno de ellos se acercó y me susurró al oído:

—Habéis de hacerme caso, marchad de aquí cuanto antes. El señor es un buen hombre, pero los ingleses que están con él no permitirán que un español se encuentre entre nosotros. ¡Castigarán a quien os dé cobijo!

Mandé a las muchachas a casa y anduve meditabundo por la aldea, con mi pierna siempre a rastras y sin saber qué hacer. Deambulaba sin tener claro adonde ir, cuando comencé a sentirme muy mal. Parecióme que tenía calentura, me flaqueaban las piernas y se nublaban mis ojos. Comencé a dar traspiés y fui a sentarme contra el tronco de un árbol, tiritando y empapando de sudor mis escasas ropas.

En los pocos momentos de lucidez que tuve durante los días siguientes me vi rodeado de las mozas que me cuidaban y me daban de beber brebajes entre rezos y rituales que debían de ser cultos celtas, con sus cruces, hierbas y cantos. En el delirio soñé con mi madre y con mi hermana, pero también con Ledesma y con los animales que habían degollado a mis compañeros tras el desastre de nuestra Armada. Luego soñé con Blaithin: me había acompañado en mi viaje de regreso a España y estaba radiante de felicidad ante el próximo encuentro con mi familia.

Debieron de ser muchos los días de recuperación, hasta que al fin logré incorporarme y sentarme en el jergón de paja que me habían dispuesto en una especie de alcoba oscura. En la penumbra pude distinguir la figura de una mujer joven, que se me acercó y tocó mi frente. Dijo algo que no entendí y luego me acarició la cara. Estaba cubierta sólo por un sayo de lienzo que identifiqué como uno de los que usábamos los españoles, y supuse que era parte del botín que aquella gente había podido recoger de las ensenadas después de que nuestros barcos fueran a estrellarse contra las rocas.

Tenía el sayo pegado al cuerpo, marcando sus curvas y dejando entrever unos pechos firmes y abultados. Supe, por mi reacción, que lo peor había pasado, pues durante las calenturas no hubiera yo puesto atención a semejantes atractivos.

—¿Cuánto tiempo he estado así? —le pregunté.

—Habéis estado muy enfermo —me contestó—. Debéis descansar aún.

Luego se sentó a mi lado y me dijo que O'Cahan venía ya de regreso y que se encontraba a escasas leguas de allí. Venía acompañado por los caballeros y soldados ingleses que habían partido con él, por lo que corría gran peligro.

Si lo que me habían dicho los lacayos del señor era cierto, aquellas mozas también estaban en peligro por haberme atendido. Cuando pude ponerme en pie y caminar por la choza, descubrí que mis cuidadoras eran dos muchachas que vivían con su propia madre, la cual estaba muy enferma y sin poderse mover, sentada en una especie de sillón, con la expresión inerte y la mirada perdida. Sus hijas la atendían con gran cariño y delicadeza, pero ella no reaccionaba más que con un imperceptible movimiento de labios, recibiendo la comida muy poco a poco.

En cuanto a los varones de la casa, habían muerto. Su padre y su hermano se ahogaron en el mar, mientras pescaban. Una galerna fuerte dio con ellos en los acantilados hacía cosa de cinco o seis años y desde entonces vivían solas con su pobre madre, que enfermó al poco de aquello.

La mayor de las jóvenes se llamaba Moira. No es extraña la coincidencia, pues al fin y al cabo, Moira es María en gaélico, por lo que era un nombre frecuente entre los católicos irlandeses. Su hermana, que era idéntica a la mayor, se llamaba Aisling. Ambas eran muy valientes, pues no resultaba fácil desenvolverse solas en aquel mundo de locos con diecisiete y quince años que tenían respectivamente, sin que hubiese hombre alguno en la familia.

Cuando conversaba con ellas una mañana después de hubieran dado de comer a su madre, se formó un gran revuelo en el poblado, pues O'Cahan había regresado al fin de sus conquistas. Acordamos esperar sin que yo saliera al exterior hasta ver cómo estaban las cosas y si los ingleses permanecían allí mucho tiempo o marchaban a otros lugares del litoral. Pero no hizo falta la espera. Esa misma tarde, mientras charlaba embelesado con la belleza de aquellas muchachas, irrumpieron en la cabaña dos soldados ingleses que venían gritando:

—¡Español! ¿Dónde estás, español?

Me incorporé sobresaltado. Quien quiera que fuese había tardado poco en delatarme. Aquellos dos luteranos venían armados con sus espadas y pistolas, y traían malos modales.

—Aquí estoy. Soy Rodrigo Díaz de Montiel, soldado de los ejércitos de Su Majestad el rey don Felipe, y voy de regreso a España. Sólo estoy de paso y abandonaré estas tierras en la primera ocasión que tenga de hacerlo —les dije de corrido, como si tuviese ensayadas las frases.

Se me quedaron mirando de arriba abajo. Era evidente que ni mi figura ni mis vestidos eran los de un soldado de la temible infantería española.

—Estoy herido —continué diciendo—, y no puedo caminar. Cuando pueda hacerlo estoy a la disposición de vuestras mercedes, para que hagan conmigo lo que crean más conveniente.

Mientras uno de ellos permanecía en la estancia donde nos encontrábamos, el otro husmeó por la casa por si había alguien más.

—Partimos dentro de una hora para Dublín. Habéis de venir con nosotros. Allí seréis encarcelado junto a otros españoles que están a la espera de ser juzgados.

Rieron a carcajadas después de decirlo. Sabían de sobra que los juicios eran un teatro que daba con nosotros en la horca. ¡Pobres camaradas en manos de tan malvados herejes!

—No puedo caminar con la pierna como la tengo. Entiendan vuestras mercedes que he de recuperarme antes de partir…

Hablaron entre ellos en su idioma. Luego, uno ordenó al otro que se enjaezara un caballo para mi transporte, con lo que entendí que era de mayor rango. Cuando quedó zanjado mi asunto, se fijaron en las muchachas y sonrieron aviesamente antes de acercarse a ellas. Comenzaron a toquetearlas pese a la resistencia de ambas, pero precisamente la oposición de las irlandesas acrecentaba el deseo de los luteranos. Me puse en pie para recriminar tal actitud, pero no fue necesario que hiciese nada, pues en ese momento se escucharon unas voces fuera y ambos acudieron solícitos a la llamada de O'Cahan, no sin antes advertir:

—Ahora volvemos. Sed pacientes —y rieron por la ironía.

Cuando salieron por la puerta, las muchachas se apresuraron a facilitarme la huida:

—Tenéis que salir de aquí, rápido.

—Pero… ¡no puedo marchar! Esos dos animales quieren aprovecharse de vosotras. Si os dejo solas…

—No os preocupéis por nosotras. Estamos acostumbradas a estas cosas y sabremos defendernos. Por favor, ¡marchad! Si os llevan a Dublín será para mataros, ¿no os dais cuenta? Os ahorcarán, o cortarán vuestra cabeza como hicieron con todos vuestros amigos. Todos nosotros pudimos ver cómo asesinaban a los que sobrevivieron. Los pobres españoles que no se ahogaron fueron luego torturados ante nuestros propios ojos.

—Pero vosotras…

—¡Marchaos!, ¡antes de que vuelvan con el caballo!

Me indicaron una salida trasera de la cabaña, que daba a un desfiladero lleno de zarzales. Era un mal sitio para salir, pero no había otra opción. Salté sujetándome la pierna y fui a clavarme tantas púas que pareció que me ensartaba en aquellas zarzas. Formaban una gran espesura y tuve que pasar arrastrándome por el hueco que alguna alimaña había trazado en el suelo, por lo que mis espaldas quedaron rasgadas todo lo largas que son. Al salir a la luz, por el otro lado, me apresuré a alcanzar el camino que subía por la ladera, hasta que perdí de vista el poblado de O'Cahan. Caminé menos de una legua y fui a parar a un gran lago en cuya orilla pastaban y bebían unas vacas custodiadas por dos mozos que me parecieron mi única salvación. Me acerqué a ellos. Resultó que vivían junto a sus padres en lo alto de la montaña, en un pequeño pero denso bosque, a resguardo de los ingleses.

Me acogieron de buen grado, pero mi alegría no duró mucho. Cuando apenas llevaba dos horas reponiéndome del esfuerzo y curando los rasguños del zarzal, oímos los gritos de la batida que los ingleses venían haciendo montaña arriba, en busca del fugitivo español. Vi el temor en los ojos de aquella familia, por lo que no hizo falta que me lo pidiesen; cogí un hatillo con algunas viandas que me ofrecieron y salí corriendo ladera abajo, huyendo de nuevo, sintiendo la muerte a mis espaldas.

Capítulo 43

N
o puedo decir si caminé mucho o poco aquella noche, pero sé que fueron largas horas de oscuridad absoluta, durante las cuales me deslicé por los senderos, dando con mis huesos en el suelo a cada momento, sin que la vista me alcanzara a ver ni a un palmo de distancia. Intentaba orientarme hacia el litoral, por el ruido lejano del oleaje y el olor a sal y agua de mar. Pero continuamente me topaba con obstáculos que me impedían el avance. Cuando supuse que habían perdido la esperanza de encontrarme en la noche, me dejé caer en lo que me pareció un lecho de hierba bajo un árbol, y allí tirité de frío y soporté de nuevo el temporal a la intemperie.

Al amanecer pude ver que estaba en un lodazal inmenso, cubierto de escarcha, fruto del frío invierno que estábamos padeciendo. Mi pierna se resentía con la helada y temí que las fiebres volviesen de nuevo para acabar con mi vida. Mi única salvación estaba en caminar sin alejarme mucho del mar, hasta que encontrase un puerto donde tomar el barco que me llevara de vuelta.

Anduve durante todo el día por caminos solitarios, y cuando de nuevo se hizo de noche ya no pude caminar más. Busqué un lugar donde dormir y fui a parar a los pies de un muro. Me elaboré un lecho con hierbas, pero estaban gélidas y el frío que padecía era intenso. Tiritaba. Soportaba convulsiones que me estremecían el cuerpo entero, y manos y pies estaban medio congelados. Temí que aquella noche fuese la última de mi existencia, porque nunca me había visto con tanto peligro de congelarme. Y volví a rezar todo cuanto pude, hasta que, al cabo de un rato, escuché una voz:

—¡Ahí hay alguien!

Era imposible que fueran los ingleses. Ellos iban a caballo, por lo que, si me hubiesen seguido el rastro, habríanme dado alcance durante el día, sin necesidad de esperar a la noche.

—¡Ahí, abajo, contra el muro!

Distinguí la luz de un farol que alumbraba desde arriba. Luego llegó otra, y otra más. Escuché ladrar unos perros
y
me agazapé contra la piedra, pues me resultaba imposible levantarme de nuevo
y
huir. «Que sea la voluntad de Dios» —me dije.

—¡A vuestra diestra! ¡Cosa de diez varas! —se desgañitaban los de arriba.

Miré en derredor, por ver qué aspecto tenían los que venían en mi busca. Los perros estaban cada vez más cerca y los hombres que los traían venían muy armados, pues escuchaba yo el tintineo del metal. Saqué fuerzas del interior y me decidí a identificarme, sin saber si esto era bueno o malo, pero fue lo único que se me ocurrió en aquella circunstancia:

—¡Vengo en paz y estoy herido en una pierna!

De pronto se hizo el silencio entre los hombres, pero los perros continuaron ladrando con mayor intensidad y se fueron acercando más y más. Volvieron a gritar y las voces se confundieron con los gruñidos de los canes:

—¡Allí, allí está! ¡Ha gritado algo! ¡Malditos perros! ¡Callad, que no oímos!

Cuando los animales estuvieron a un palmo de mis narices, me puse en pie, y entonces los hombres pudieron verme:

—¡Quieto! —me ordenaron.

Dos de ellos se acercaron y me sujetaron por el brazo:

—¡Identificaos!

—Soy Rodrigo Díaz de Montiel, soldado de los tercios del rey de las Españas. Estoy mal herido y medio congelado —logré decir por toda explicación.

Se miraron entre ellos, me inmovilizaron los brazos contra la espalda y me hicieron rodear el muro, que resultó ser en realidad una alta muralla. Traspasamos una puertezuela de hierro y subimos unas escaleras que daban a un amplio recinto. No se veía gran cosa, pero supe que estaba en un castillo. Me condujeron por largos pasillos en penumbra hasta llegar a una celda donde había un jergón, algo de comida y una lumbre donde calentarme. Me despojaron de mis ropas y me dieron otras limpias y secas, lo que agradecí sin saber a quién lo hacía:

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