Read La colina de las piedras blancas Online
Authors: José Luis Gil Soto
Las horas siguientes al regreso de MacClancy fueron de un tremendo ajetreo. Todo era ir y venir de gente al torreón, donde nos congregó el jefe para agradecernos lo que habíamos hecho. Se juntó con su familia entera, con sus hombres principales y las mujeres de todos ellos y se celebró una fiesta en nuestro honor. Mandó que se cocinaran viandas para la ocasión, sin escatimar en el sacrificio de ganados, captura de peces y búsqueda de frutos silvestres en las montañas. De todos sus territorios vinieron piezas de caza y los mejores dulces hechos pensando en nosotros. Todo eran halagos y muestras de cariño. No hubo familia que no llegase con presentes, alegres por haber regresado a casa.
El
Carbonero
pudo abrazar de nuevo a su amada y vagar de rincón en rincón prodigándole cariñitos y arrumacos. En cuanto a Blaithin, desde que me viera con Moira no hizo más que una sencilla reverencia en señal de agradecimiento y luego se alejó de mí. Aunque quise preguntarle qué había de aquello del alma y todo lo demás, no hubo ocasión durante el jolgorio. Y Moira, al ver que me mostraba yo del todo indeciso en el momento de la llegada de los MacClancy, y que me quedaba mirando a Blaithin sin saber dónde acudir, me propinó una sonora bofetada que sirvió de mofa a todos mis compañeros, y luego se marchó con su familia para no volver jamás.
Al finalizar las fiestas en nuestro honor, MacClancy nos mandó llamar para decirnos que estaba pensando la forma de recompensarnos por lo que habíamos hecho. Nos dio dos días para que hiciésemos nuestras peticiones, y él meditaría a su vez acerca de los ofrecimientos que pudieran satisfacer nuestras aspiraciones. Sin esperar a que finalizara el plazo, el
Carbonero
le pidió permiso para contraer matrimonio cristiano con su prometida y le mostró la intención de servir allí para siempre como uno más. De momento, no pretendía volver a España.
Al cabo de esos dos días, regresamos al torreón.
—Señor MacClancy —comenzó tomando la palabra el capitán—. Lo que quisiéramos mis camaradas y yo mismo es contar con una guarnición suficiente que nos sirviera de escolta, para buscar el puerto propicio que nos asegure la navegación a Escocia y desde allí poder pasar a Flandes y a España.
MacClancy lo observó apartándose los cabellos de los ojos. Le brillaban oscuros, como siempre, pero al escuchar las palabras del capitán se apagó su sonrisa y eso nos preocupó de inmediato. Luego, enarcó las cejas tras los alborotados pelos y dijo dirigiéndose a don Francisco:
—Para vos he reservado un regalo especial —le comunicó obviando del todo su petición de marchar en busca de un barco que nos llevara a casa.
—Vuestro mejor regalo, señor, sería mi regreso a España…
—¡No! —lo interrumpió MacClancy—. Los caminos están intransitables y son peligrosos. Mientras no mejore la situación nadie se moverá de estas tierras. Además, necesitamos soldados como vosotros, hasta que el rey de las Españas envíe un ejército que nos proteja de los ingleses…
—¡Pero eso es un cautiverio! —protesté.
Entonces se armó un revuelo; los nueve negábamos a voz en grito, hasta que MacClancy dio un puñetazo brutal al brazo del sillón donde estaba sentado. Nos quedamos mirándolo, desafiantes y disgustados por su actitud. Cuando nos disponíamos a cargar de nuevo en nuestra defensa, argumentando que esa no era forma de pagar nuestros servicios, que habíamos sido fieles a nuestra promesa y que merecíamos mejor trato que el que se nos dispensaba, anunció cuál era el regalo que había pensado para Cuéllar:
—Os doy a elegir: os ofrezco a una de mis hermanas o a mi propia hija Blaithin como esposa.
Nuestras voces quedaron acalladas con el anuncio. Ninguno se atrevió a decir nada más respecto de nuestra libertad y todo eso, sino que nos quedamos mirando al capitán por ver su reacción. En especial yo, que acababa de recibir una puñalada en el corazón, pues si bien es cierto que mi mayor deseo era volver a España, puestos a permanecer allí hubiera deseado hacerlo en compañía de la mujer de la que me había enamorado.
—Son mi propia familia. Cualquiera en mis tierras se consideraría el hombre más afortunado al poder contraer matrimonio con la hermana de MacClancy, ¡o con su propia hija! —dijo el irlandés poniéndose en pie algo exaltado—. Ella es mi mayor tesoro, y os lo ofrezco a vos —recalcó mientras se sentaba—. ¿Qué decís?
Eso, qué decís, preguntaban nuestras miradas fijas en don Francisco. Qué decís, capitán, le decía yo desde mi interior, herido por el ofrecimiento. La mitad de mi alma seguía en Blaithin, y parecía que iba a permanecer allí para siempre. Si se cumplía su maldición, me removería yo inquieto por los siglos en el mundo de los muertos.
—Lo siento, señor MacClancy, no puedo aceptar a ninguna. Vuestra hija es…
No sabemos qué quería decirle Cuéllar al bárbaro, porque en ese momento, al oír la negativa, emitió un grito ensordecedor, como de una mala bestia, y se enfureció muchísimo. Luego se calmó de pronto y permaneció un rato observándonos sin decir palabra, hasta que al fin habló:
—Está bien. Se os tratará como a hombres principales de mi tribu. Podéis contraer matrimonio con aquella mujer que os corresponda, siempre que tengáis el beneplácito de su familia. Os instalaréis aquí en el espacio que os sea asignado y gozaréis de mi protección sin que os falte de nada. Os regalaré enseres y pertrechos, herramientas, armas y bienes de sobra para una vida holgada. Y permaneceréis aquí hasta que vuestro rey, como he dicho antes, envíe soldados que nos protejan a mí y a mi gente.
—¡No es justo! —protestó el capitán—. Hemos salvado esta fortaleza y merecemos otro trato.
—Creedme —le respondió MacClancy—, no hay mejor trato que ofreceros a una mujer de mi familia por esposa. Os estoy agradecido, y por eso pretendo recompensaros y teneros como de mi propia estirpe. Meditadlo tranquilamente, tal vez ahora no hayáis sido justo en la respuesta.
Y luego se retiró a sus aposentos.
T
rascurridos varios días, MacClancy se arrepintió de sus palabras y nos dijo que en realidad no nos quería como prisioneros, sino que buscaría la mejor ocasión posible para que partiésemos, repitiendo que los caminos no andaban seguros en las inmediaciones y sería una temeridad dejarnos ir. Esa era su versión más suave de la situación, pero los nueve habíamos escuchado de sus propios labios la única verdad: nos quería allí porque entendía que éramos una garantía para su seguridad y la de aquéllos que con él vivían. Y eso nos complicaba las cosas al no poder movernos.
A mí me martirizaban sentimientos contradictorios. Seguía abatido por la desgracia que nos había ocurrido; y si bien era cierto que quería salir de allí para regresar a España a toda costa, no era menos verdad que estaba volviéndome loco por Blaithin. Esa muchacha era a mis ojos cada día más bella y cautivadora, y yo andaba de cabeza canturreando romances y componiendo poemas en mi mente para recitárselos cuando tuviera ocasión. Ni siquiera Moira había arrancado en mí tal sentimiento, de forma que por primera vez hubo días enteros en los que no me acordaba ni de mi madre, ni de mi hermana, ni de Ledesma, lo cual no dejaba de ser lo más grave que podía ocurrirme, pues al llegar al ocaso del primer día en que esto me acaeció, apoderóse de mí un sentimiento de culpa como nunca antes había tenido, y pensé que había traicionado a mi propia familia. Incluso mi amor por Blaithin eclipsó el odio mortal que tenía a Ledesma, y sólo cuando me paraba a pensar lo que había hecho, volvía a dominarme la ira. Luego, mientras contemplaba a la muchacha jugar y pasear junto a su madre y otras damas de la pequeña corte de MacClancy, me decía a mí mismo que si no hubiese naufragado en aquella costa no la habría conocido jamás. Y volvía a sentirme culpable por todo cuanto acontecía en mi interior.
Cuando más perdido de amor estaba, cuando me había decidido de una vez a explicar a Blaithin lo que había ocurrido con Moira y quién era ésta, vino el capitán Cuéllar a sacarme de mis enredos.
—Montiel, tengo que hablar con vos —dijo haciéndome una señal para que lo siguiese a un lugar apartado—. Estoy dándole vueltas a todo esto y no queda otra opción que escapar.
—¿Cómo? No es fácil salir de aquí si MacClancy no nos lo permite.
—Tenemos que encontrar ayuda dentro. Alguien que nos facilite la salida en un cambio de guardia —hizo una pausa para escrutar mis pensamientos—. No hay otra, lo he meditado mucho.
—Estamos muy cómodamente en este recinto, y salir es volver a enfrentarnos a los peligros que acechan al otro lado de la muralla…
—¡Vamos Montiel! ¡Por los clavos de Cristo! ¿Cómo es posible? —se admiraba el capitán de mis dudas.
—Ya, ya… si yo soy el primero que quiere librarse de este encierro —le contesté sin convencimiento.
—¡Pues no lo parece! A ver si vais a estar enamorado de esa irlandesa… —dejó caer en tono de insinuación.
—¿Yo? ¿Enamorado yo? ¡Qué cosas tiene vuaced, don Francisco!
El caso es que hicimos partícipes de nuestros propósitos al resto, y desde el principio confirmamos lo que ya sabíamos: el
Carbonero
había decidido quedarse de momento en aquellas tierras y no pensaba secundar el plan; pero eso nos sirvió para verlo más claro aún:
—¿Nos ayudarías a escapar? —le suplicó Cuéllar.
—Lo haré encantado, siempre que no suponga un compromiso para mí. Ya me entendéis… aquí tengo mi futuro y no me gustaría echarlo a perder.
Aunque Díaz se mostraba dubitativo no había nada que temer. Era hombre fiel a sus principios, leal ante todo, y podíamos confiar en él siempre que el plan no fuese descabellado. El capitán se lo resumió:
—Se trataría de entretener al turno de guardia entrante cuando estuviese a punto de dar el relevo. Habría que garantizarse que los salientes abandonan la puerta y que hay un vacío de unos segundos. Lo suficiente como para que nosotros, ocultos tras las rocas que hay junto a la entrada, podamos salir como un rayo.
—Buscaremos un modo de hacerlo, pero va a ser muy difícil, pues sólo será un instante el que tengáis para evadiros.
Todo se preparó minuciosamente durante los días que siguieron a nuestra conversación. Estudiamos los turnos de guardia, quién era cada hombre de la guarnición y cómo podríamos entretener a los entrantes en el turno de la medianoche. Durante algo más de dos semanas nos ganamos su confianza y detectamos sus puntos débiles. Y al fin, cuando todo estaba preparado, nos dispusimos a dar el golpe.
Habíamos de dividirnos en dos grupos de cuatro, uno por cada flanco, y a su vez pasar de dos en dos por detrás de la iglesia y de las cabañas hasta llegar a las proximidades de la entrada. Entonces el
Carbonero
había de salir al paso de los del turno entrante y entablar conversación con ellos a suficiente distancia de la puerta como para que los salientes la sintieran segura y la abandonasen sabiendo que ya estaban allí sus compañeros.
Durante todo el día estuve muy agitado. No podía marcharme sin hablar con Blaithin, pues si lo hacía me pesaría toda la vida. Sólo tenía una posibilidad de llevarla conmigo, y ésa era pedir que me acompañase, con total sinceridad. No tenía nada que perder y podía ganar el mismo cielo. Así que me decidí a hacerlo al atardecer, acercándome a ella cuando paseaba con el grupo de mujeres:
—¿Me permitís? —dije cortésmente solicitando que abandonase el grupo para conversar conmigo.
—Como gustéis —me respondió con una sonrisa en la boca.
Nos alejamos unos pasos y comenzamos a pasear también nosotros, pero en sentido contrario, muy próximos a la muralla desde donde se alcanzaba a ver la luz de la tarde reflejada en el lago.
—Me debéis media alma —le dije sin rodeos, para comenzar de algún modo.
—Os la debo, pero… ¿estáis seguro de que la queréis?, ¿no os apetece que la conserve para obligaros así a permanecer a mi lado? —me susurró.
No sabía si aquello del alma era una figuración, una metáfora o simple brujería, como ya dije, pero lo cierto es que si aún conservaba media se me había caído a los pies, derretida. He de confesar que no era yo mismo quien la contemplaba embelesado, sino que parecía estar fuera de mí, mirando desde la distancia.
—Os amo —dije sin más rodeos.
—Pero sabéis que me han ofrecido en matrimonio a vuestro capitán —me hirió sin contemplaciones.
—Ya… pero también vos sabéis que os ha rechazado —le devolví la puñalada fina que me había asestado ella un instante antes.
—¿Vos me habríais rechazado también por huir de regreso a vuestro país?
Entonces me ruboricé. Pensé que podía estar al tanto de nuestro plan y que aquello era una insinuación para que lo abandonase. Luego recapacité y me pareció del todo imposible.
—Si yo me fuera, podíais venir conmigo —me arriesgué.
—Para eso había yo de estar enamorada de vos, ¿no os parece?
Blaithin estaba jugando conmigo, pero he de admitir que ese juego me embobaba cada vez más. Sus insinuaciones y la habilidad con que me cautivaba me resultaban tan atractivas que no podía dejar de estar con ella.
Estuve platicando con ella durante horas. Que si vos que si yo, que si os quiero que si no os quiero. Yo estaba como hipnotizado, y más que lo iba estando a medida que descubría que la muchacha estaba igual de enamorada de mí que yo de ella. Llegó a coger mis manos entre las suyas y mirándome a los ojos muy fijamente me dijo:
—Creo que sí, que definitivamente os amo. Lo que no tengo tan claro es que este amor que os profeso, sea tan fuerte como para abandonar a los míos para irme a vuestro país con vos.
Aquello era un jarro de agua fría que me despertaba del sueño. No tenía más tiempo para descubrir si ella estaría dispuesta en una situación límite, porque sin haberme percatado había perdido la noción del tiempo. Su madre y sus hermanas habían acudido en varias ocasiones a suplicar su presencia en el torreón que se elevaba sobre las aguas, pero ella se había excusado una vez tras otra. Sus parientes sonreían al verla feliz conmigo y se volvían de nuevo sin ella. Era tarde, muy tarde. Era casi medianoche.
—Blaithin. Si te dijera que me voy ahora mismo, ¿te vendrías conmigo?
—No seas tonto. Mañana hablaremos más despacio —y, besándome ligeramente en los labios, se dio media vuelta para regresar a su casa.
—¡Blaithin, por favor! —la llamé desesperado.
En esto vi unas sombras que se movían tras de mí. Eran mis compañeros que me chisteaban desde hacía rato, pero yo no había atendido su llamada. Los otros cuatro habían avanzado ya por el lado opuesto de la muralla y a nosotros nos quedaba subir la ladera hasta la puerta.