La colina de las piedras blancas (26 page)

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Authors: José Luis Gil Soto

BOOK: La colina de las piedras blancas
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Durante la comida narramos nuestras desventuras al sacerdote, quien se mostró contrariado por nuestra mala suerte. También él nos contó que los salvajes que nos asaltaron el día que lo perdí de vista lo habían retenido unos días, para luego soltarlo sin más trámite.

Horrorizado, dijo haber asistido posteriormente a los castigos infligidos a nuestros compatriotas, a cientos de los cuales había decapitado un herrero a sueldo, con su propia hacha. Otros habían muerto ahorcados. Y la mayoría ahogados. Los cadáveres estaban siendo arrastrados por las olas hasta las ensenadas y los acantilados, de manera que no había día que pasara sin que los irlandeses hicieran buen botín a costa de nuestros camaradas fallecidos.

—Por miles se cuentan los muertos —dijo lamentándose—. Sin que nadie les dé cristiana sepultura.

—¿Cuántos barcos habrán naufragado en estas costas? —le pregunté, por ver si podía darnos más información.

—No se sabe con seguridad. El litoral irlandés se extiende a lo largo de leguas y leguas, y no puede abarcarse entero —dijo, y notamos en sus palabras algo de indecisión.

—Al menos sabrá vuestra merced cuántos se han perdido en esta región en que nos encontramos…

—Bueno… —comenzó a decir sin atreverse a contar toda la verdad, mirándonos alternativamente al capitán y a mí—. Tal vez unos diez o doce.

Eso hacía un total de unos cuatro mil hombres. Era evidente que el padre Ó Péicin nos ocultaba información por no disgustarnos, con lo que en lugar de diez o doce serían muchos más los navíos que a esas horas servían de cobijo a animales marinos de todas clases. Y muchos de los cuerpos de nuestros compañeros permanecerían ocultos en sus bodegas y sollados, sin que nadie pudiese nunca más encontrarlos. Sus familiares estarían esperando su regreso. No habría blasón en España que pudiese evitar el luto.

—¿Sabe vuestra merced si entre los barcos hundidos hay un galeón llamado
San Martín
? —le preguntó Cuéllar.

—No sé el nombre de ninguno. Sólo he podido saber los puntos donde han sucedido las tragedias, y he visto con mis propios ojos cómo los hombres de Bingham los apresaban y los llevaban a las cárceles de Galway y de otros lugares cercanos a Sligo. Luego… —el irlandés guardó silencio, por no dar más detalles de las ejecuciones y la crueldad con la que habían sido tratados los presos.

—¿Ni siquiera se han guardado a los hombres principales para pedir rescate? —lo interrogué con curiosidad.

—Creo que hay alguno aún custodiado por las autoridades. En Galway, Bingham salvó la vida a unos cuantos, esperando recibir suculenta recompensa. Pero Fitzwilliams ordenó su ahorcamiento —hizo una pausa de nuevo, y luego continuó diciendo—: permitiendo torturas previas.

—Tenemos que irnos de aquí —dijo Cuéllar ante tales circunstancias—. Hay que marchar en busca del amparo de clanes afines a nuestro rey.

Luego permaneció meditabundo unos momentos. Al cabo preguntó:

—¿Cuántas leguas dice vuestra merced que nos separan de ese MacClancy?

Capítulo 32

U
na fuerte tempestad azotó el litoral pocas horas después de nuestra despedida. El sacerdote siguió su camino hacia el norte, mientras nosotros nos desviamos en busca de las tierras de MacClancy con la esperanza de encontrar refugio y reponernos de nuestras heridas y flaquezas, aunque sabíamos que para eso habíamos de atravesar caminos difíciles y malos pasos. Pero no contábamos con que la lluvia volviese a calarnos hasta los huesos y el frío y los rigores del otoño nos hiciesen tanto daño.

Caminamos durante varias jornadas, avanzando despacio, alimentándonos con berros y algo de manteca que nos daban algunas almas caritativas que habitaban junto a los caminos. De vez en cuando, nos encontrábamos con rebaños de cabras y ovejas custodiadas por hombres que parecían osos, armados hasta los dientes con palos y hachas por miedo a que les fuese robado el sustento. Otras veces éramos espantados por quienes moraban en las cabañas que íbamos dejando atrás, temiendo ellos que pudiéramos suponer algún peligro, o que los ingleses viniesen pisándonos los talones y pagaran todos aquellos sospechosos de habernos acogido.

Sucedió entonces que vimos un taller de herrería no muy lejos del camino. Como aquellas tierras eran de buenos cristianos y libres de pendencias —por ser contrarios sus clanes a las tropas inglesas—, nos encontrábamos seguros y no albergábamos temor alguno ante la posibilidad de amigar con los lugareños. Así que nos apartamos del camino y nos adentramos por la senda que llevaba a donde el herrero, el cual era un hombre fornido y de anchas espaldas, casi desprovisto de ropa a pesar del frío y la lluvia que no cesaban.

Pese a que era difícil el entendimiento por hablar él aquel raro idioma que llaman gaélico, y nosotros no ir más allá del latín, nos saludamos con gestos y buenas palabras.

—Buenos días, buen hombre —le dijimos sin afán de que nos entendiese, y nos inclinamos levemente para mostrar sumisión.

Nos devolvió el saludo y nos miró de arriba abajo. Nuestra imagen distaba gran trecho de ser la de hombres de alcurnia, ni hidalgos, ni soldados, ni siquiera mochileros de los tercios españoles. Lo que era del todo innegable es que nadie dudaba de que fuéramos infantes recién librados de la muerte en las ensenadas del litoral irlandés.

Lo cierto es que debimos darle lástima, porque enseguida entró en la cabaña y al poco vino acompañado por su mujer: una vieja maloliente y descuidada, con el cabello entrenzado y mugriento, la cual nos sonrió en una mueca extraña, dejando ver sus encías desdentadas y negruzcas.

La mujer, nos ofreció algo de comer y una escudilla de leche acida que soportaba con sus manos sucias. Tal vez en otra ocasión nos hubiese espantado su invitación, pero en tales circunstancias devoramos aquellos alimentos sin que diese tiempo a reparar en escrúpulos. Luego, con el estómago lleno, la vieja nos extendió varios emplastos con los que curar nuestras heridas y se ofreció a remendar nuestros hábitos para tapar las carnes y resguardarlas de los rigores otoñales.

Nos dejaron descansar al calor de la lumbre, sobre un lecho de juncos y algo de paja y estiércol, por lo que nuestros cuerpos agradecieron el reposo y recobraron la temperatura, de forma que al amanecer éramos hombres nuevos, dispuestos a emprender la marcha y alcanzar la fortaleza de la que nos había hablado el padre O Péicin. Pero cuando nos disponíamos a despedirnos de aquel singular matrimonio, el hombre nos pidió ayuda en la herrería, como compensación por el trato dispensado y las vituallas que habíamos ingerido. Algo molestos por aquella exigencia que alejaba su actitud de la benevolencia y el desinterés, accedimos a dar una jornada a cambio de lo obtenido, con tal de que al finalizar el día volviésemos a reponer fuerzas comiendo, bebiendo y durmiendo junto al hogar. A la mañana siguiente partiríamos rumbo a nuestro destino.

Trabajamos denodadamente. Comprobamos que el herrero tenía un negocio próspero, a pesar del aspecto mísero de su cabaña y la dejadez de su esposa. A lo largo del día fueron muchos los campesinos que se acercaron con sus hachas, útiles de labranza, cencerros, campanillos y otros enseres a solicitar sus servicios.

Nos hizo trabajar de sol a sol, sudando junto al horno, dándosele dos higas nuestras heridas y la escasez de fuerzas que mostrábamos. Al final de la jornada, cumplió lo acordado, pero en lugar de dejarnos marchar al alba, volvió a exigirnos el pago en trabajo de lo consumido la noche anterior. Al ver que nos negábamos y que poníamos pies en polvorosa, aprovechó nuestras lesiones y la fatiga con la que caminábamos, y se vino a nosotros con una de esas hachas imponentes amenazándonos con abrirnos el pecho en canal si no regresábamos al taller.

En esto, uno de sus clientes que avanzaba por la vereda contemplando la estampa, llegó a nuestra altura y entabló una larga plática con el herrero. Se trataba de un hombre vestido con cierta distinción, con ropajes coloridos, sin pieles. Tenía el pelo y la barba recortados y estaba tocado con un sombrero alto y llamativo.

Discutieron acerca de algo que no pudimos entender y finalmente se dirigió a nosotros prometiéndonos volver. Mientras tanto, habíamos de servir al herrero como él exigiese, a cambio de la manutención. Aunque se dirigía a nuestro carcelero por su nombre, no logramos retenerlo, ni en aquel momento ni en los días que permanecimos junto a él. Lo mismo ocurrió con su mujer, por lo que no podíamos dirigirnos a la vieja por su nombre, sino por señas y gesticulando para hacernos entender.

—Este animal nos va a matar —decía el capitán entre martillazo y martillazo, resoplando y recibiendo el aire a bocanadas por la asfixia que nos producía el fuego del horno.

—Si no tuviese la pierna como la tengo iba a tener que correr mucho para alcanzarme —le decía yo, mirando de reojo al herrero, el cual de vez en cuando levantaba la vista y nos observaba amenazante.

—Trabajando así y comiendo una sola vez al día, vamos a morir como esclavos.

—Antes de eso le doy un martillazo en la cabeza y se la abro en dos — le dije apretando los dientes—. Capitán, creo que no aguanto más. Voy a lanzarme sobre él. Prefiero morir como lo que soy que como un esclavo. A mi pobre madre no le gustaría saber que he entregado mi juventud al horno de un herrero, alimentado con manteca, leche y pan de avena.

—Lo haremos a la vez. Al menos uno podrá escapar —me susurraba entre golpe y golpe—. Está muy atento a nuestros movimientos y no deja el hacha ni un instante. Siempre la tiene a su alcance, y lleva un cuchillo bajo el sayo. Uno ha de ir a las manos y otro a golpearle la cabeza con todas las fuerzas.

—Yo iré a la cabeza. Vuaced sujétele el brazo para que no alcance ni hacha ni cuchillo.

Y cuando acordamos la señal y estábamos a punto de ejecutar nuestro desesperado plan de evasión, oímos una voz ante la cabaña. Era el cliente que nos había prometido volver, pero esta vez venía acompañado por cinco hombres ataviados a la manera de los lugareños. Esperaban algo más lejos. Uno de ellos no parecía irlandés: menudo, de cabello oscuro, barba recortada y piel muy tostada.

El recién llegado dijo algo en su idioma al herrero. Luego, se dirigió a los cinco hombres que venían tras él, y el moreno se adelantó por el camino. A medida que se acercaba me parecía distinguir en él algo que me resultaba familiar.

Apenas a unas varas se detuvo y dijo riendo a carcajadas:

—¡Mala hornada ésta!, ¡mala hornada!

—Pero…
¡Carbonero!
—grité apresurándome a salir a su encuentro.

—¡Bendito sea Dios! —alzó la voz don Francisco de Cuéllar—. ¡Alabado sea el Santísimo! Amigo Díaz. Os dábamos por muerto. Pero… ¿será posible?

Nos abrazamos como hermanos, llorando por el encuentro y por la rememoración de los que habían fallecido. Luego nos admiramos de las casualidades que nos hacían encontrarnos en aquellas tierras perdidas, y dimos gracias a Dios de que nos diese esa oportunidad en medio de tanta desgracia.

—Contadnos, ¿cómo es que venís de esta guisa, rodeado de irlandeses? —le preguntó el capitán—. Ambos estamos en muy mala situación y necesitamos ayuda. Espero que tengáis buenas noticias.

—Vengo con estos otros soldados de parte de MacClancy. Tengo la orden de ofreceros amparo junto a ese gran señor, enemigo de Inglaterra. Allá estamos otros españoles que veníamos con la Armada y que nos hemos visto como vuestras mercedes, maltrechos y desvalidos. Hasta que dimos con MacClancy y su gente, los cuales nos alimentan y dan cobijo, que ya es mucho en tan agreste territorio.

Nos abrazamos de nuevo y dejamos para mejor momento las explicaciones. Miramos al herrero, por ver cuál era su actitud ante la nueva situación. El cliente que había remediado nuestra penuria resultó ser uno de los hombres que nos habían vendido el pescado cuando acudimos con el padre Ó Péicin, y nos había reconocido. Después de haber abandonado el taller fue en busca del clérigo, quien había dado parte a MacClancy de nuestro paradero y la esclavitud a la que pretendía someternos el herrero.

—Hemos tenido suerte —dije cuando conocimos la historia.

—Ese padre
Pecin
o como se llame nos va a salvar la vida —dijo Cuéllar.

—A mí ya me la ha salvado dos veces. Y no sé si tendré la ocasión de devolverle los favores.

—A veces la vida te da la oportunidad —me dijo Cuéllar sudoroso aún, mientras se pasaba la mano por la frente—. Pero sólo a veces.

Nos pusimos en camino enseguida. Ni siquiera nos despedimos de la mujer del herrero; en cuanto a éste, lo miramos y fuimos más corteses de lo que había sido con nosotros. Al pasar ante él nos inclinamos en un saludo breve, y luego partimos hacia las tierras de MacClancy, con la esperanza de reponernos con tranquilidad, y pensar luego en nuestro regreso a casa. Cada día que pasaba me parecía más imposible, y no veía el momento de consumar mi venganza, si es que Dios había conservado la vida a Ledesma para darme a mí el gusto de quitársela.

Capítulo 33

N
o sabría decir si MacClancy era ganadero, labriego o guerrero; lo que parecía claro es que era un gran señor. Vivía en un fortín a orillas de un inmenso lago rodeado de montañas, junto a su gente y a todos aquellos que habían buscado su protección y ahora le debían vasallaje. Entrado en años y en carnes, era un hombre fornido, a la manera de todos los hombres de aquellas tierras, y llevaba el cabello largo por detrás y por delante, ocultándole los ojillos que apenas se dejaban adivinar. Era de labios carnosos y dentadura desigual, medio perdida a base de devorar cabrito y puerco, tan inusual en la Irlanda que yo había conocido; pues en las aldeas, chozas y villorrios que había visitado sólo comían algo de carne cocida en las fiestas de guardar.

Nos acogió como a su propia familia. Contándonos al capitán y a mí, éramos nueve los españoles que, procedentes de la Armada, habíamos ido a parar bajo su manto, en aquel idílico paraje donde se hallaba el castillo. Bajo su protección vivían campesinos, menestrales y familiares ociosos, todos ellos con sus mujeres e hijos, amén de algún sacerdote católico huido y una buena guarnición que igual cuidaba caballos que cabras, y lo mismo usaba una espada que una hoz.

El fuerte se extendía por la orilla del lago e incluso se adentraba en él, de forma que el torreón donde habitaba MacClancy con su familia estaba aguas adentro y había que acceder por un puente levantado para tal fin.

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