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Authors: José Luis Gil Soto

La colina de las piedras blancas (24 page)

BOOK: La colina de las piedras blancas
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Bajé del caballo muy dolorido, sangrando aún por algunas de mis heridas y sin apenas poder abrir los ojos. Con gran dificultad me erguí cuanto pude ante él y le dije a modo de despedida:

—Dios sabe que no he forzado a tu hermana. Ella también lo sabe, pero entiendo que quiera asegurar su futuro junto a su esposo y no esté dispuesta a echarlo a perder por haberse visto sorprendida en un acto indecente.

Mailin intentó hablar, pero se lo impedí con un gesto y continué explicando:

—También sabe Dios que me he dejado llevar por mis instintos y que haré penitencia y sacrificios por ello, pues no me he comportado como el hidalgo que soy. Pero jamás he forzado a mujer alguna. Y jamás lo haré. Porque mancharía la honra de mi madre.

Tan sinceramente le hablé y tanta lástima daba mi aspecto, que el joven titubeó por un instante. Luego, sin hacer gesto alguno ni decir una sola palabra, montó su caballo, cogió el otro de las riendas y volvió sobre sus pasos. Y cuando se había alejado un tanto le dije en voz alta:

—¡Gracias por todo, joven Mailin! Y gracias a tu familia, pese a lo ocurrido. Os estaré siempre agradecido. Me hubiera gustado estar más tiempo allí y conoceros mejor. Pero tal vez Dios mismo lo haya querido así.

Y entonces se volvió a mirarme con aquel aspecto medio de salvaje medio de hombre civilizado y levantó su mano en señal de asentimiento.

Tuve la sensación de que había creído mi explicación y que se arrepentía de haber estado a un paso de matarme. Tal vez, me dije, algún día cuente esta historia y sea capaz de disculparme. Y tal vez su hermana le confiese en la intimidad que fui un irresponsable, pero no un vulgar delincuente.

Así que me dispuse a caminar camuflado por las sombras del anochecer, pero como desconocía aquellos parajes no hacía más que dar traspiés, envuelto en la manta llena de piojos.

Me pareció estar delirando cuando observé con detenimiento la gigantesca montaña que Mailin me había señalado como referencia del punto hacia donde me tenía que dirigir. Se trataba de una silueta que se asemejaba de forma asombrosa a un galeón boca abajo, como si flotara sobre las tierras pantanosas de Irlanda después de haberse hundido.

Por una vez estaba despejado, y la luz de la luna recortaba la silueta de la montaña. Me guiaba por semejante figura que se erguía ante mis ojos, en el horizonte, mientras una y otra vez me sumergía en una espesa capa de vegetación que dificultaba mi avance por terrenos intransitables. Al cabo de media legua caminando hacia la montaña con forma de galeón llegué a orillas de un lago inmenso, y sentí una gran congoja al verme empequeñecido, rodeado de cerros desde los que llegaba el rugir de las cascadas.

En las aguas del lago se reflejaba la luna que me permitía ver la otra orilla y los árboles que rodeaban tan asombroso recipiente. A pesar de lo abrupto del terreno, en la orilla donde me encontraba se abría una extensión de tierra labrantía, a lo largo de la cual había más de treinta chozas deshabitadas, de lo que me alegré mucho por considerar que había encontrado refugio para pasar la noche. Elegí una y me introduje en ella, con mi manta y mis heridas. Estaba hasta arriba de haces de avena, los cuales habían de servirme para improvisarme un camastro donde descansar de tanta desventura; y me disponía a ello cuando, de pronto, de detrás de aquellos manojos salieron tres hombres cuya silueta me espantó en un primer momento, por lo que dije sobresaltado:

—¡Maldita sea!

—¡Español! ¡Es español, camaradas! —oí que gritaban.

—¿Eh? —me extrañé—. ¡Amigos, soy Rodrigo Díaz de Montiel, de la compañía del capitán don Álvaro de Mejía y náufrago del
San Marcos
!

—¡Venga a nosotros, hermano!, que somos igualmente náufragos, pero del
Santa María de Visón
—me respondieron con mucho alboroto, y salieron en cueros a abrazarme.

Era cosa de vernos, de tan linda estampa como representábamos de aquella guisa: yo irreconocible por los golpes, desfigurado y envuelto en la sucia manta; y ellos en carnes, con paja de avena enredada en las barbas y en el cabello. Nos contamos nuestras desventuras y parecíales mentira lo que me había ocurrido, sin referir yo la verdad acerca de mis heridas, por no hablar de Eileen y de mis desvelos por Moira. Así que llegado al punto de la historia en que tenía que retozar con la irlandesa, les narré un mal encuentro con salvajes, del todo inventado.

Ellos habían escapado milagrosamente a la masacre de los bárbaros, que habían desnudado y maltratado a los once soldados que venían juntos; pero mataron a ocho, y ellos tres se adentraron en la espesura de un bosque sin que pudieran darles alcance. Luego habían dado con aquellas chozas, tras varios días sin comer más que algunas plantas que encontraban en las orillas de los pantanos.

Después de habernos puesto al día de nuestras desdichas, acordamos dormir allí y descansar, para encaminarnos al alba hacia las tierras del señor O'Rourke y ponernos a salvo. Así que nos acomodamos como mejor pudimos, agazapados entre los haces de avena, y cuando nos disponíamos a dormir tras haber rezado y dado gracias por conservar la vida un día más, alguien abrió la puerta de la choza y, bañado por la luz de la luna, nos mostró tan siniestra silueta que nos hizo temer la presencia de la misma muerte.

Por unos instantes nos quedamos inmóviles. La rememoración del martirio a que habían sometido a mis compañeros me dejó paralizado, pues supuse que nos habían descubierto y que nuestra aventura había terminado. Así que me dispuse a morir matando, alargué mi brazo muy lentamente hasta alcanzar una horca que había clavada en un haz de paja, y en un movimiento fugaz me lancé sobre tan siniestra figura.

Cuando estaba a un palmo de clavar la horca en sus tripas, paré en seco, pues el reflejo plateado de la luna llena descubrió ante mí el conocido rostro del capitán Francisco de Cuéllar.

Capítulo 30

—¡C
apitán Cuéllar! —exclamé sorprendido.

—¡Virgen de la Fuencisla! Pero… ¡si sois el mismísimo Rodrigo de Montiel!

—¡Amigos, salid! —grité—. Es el capitán Cuéllar, al que dábamos por muerto. ¡Dios mío, qué alegría!

Los tres soldados que permanecían ocultos se holgaron igualmente de ver al capitán, cuya historia era conocida por toda la Armada, hasta el momento en que se dictó sentencia y lo dimos por ajusticiado. Perdimos su rastro en la
Lavia
, donde acudió a la llamada del Auditor General, don Martín de Aranda.

Así que lo interrogamos durante horas y nos pusimos al corriente de sus correrías. Él se interesó igualmente por lo que sabíamos, pues cada uno podía aportar información de lo sucedido en una parte del litoral desde diez o doce leguas al sur hasta algo más de cinco al norte.

—Mi situación era dramática —comenzó a contarnos Cuéllar—. A bordo de la
Lavia
me defendí con tanto ahínco que don Martín de Aranda tuvo que oír mis argumentos, y hasta hubo de abrir información secreta acerca de mi persona. Halló entonces que había servido muy fielmente a Su Majestad y que de su real puño había recibido yo directamente la orden de embarcarme como entretenido. No tuvo el atrevimiento de mandarme ahorcar sin consultarlo nuevamente con el duque.

Cuéllar, como todos nosotros, estaba tan flaco que daba pena verlo. Sus heridas le daban aspecto de penitente mientras hablaba, y con el cabello largo y la barba de un palmo, asemejábase a un Eccehomo. Hizo una pausa, como rememorando aquellos momentos amargos de su cautiverio, y continuó diciendo:

—Luego le escribí al propio Medina Sidonia, exponiendo mis razones, y debió de pensar mucho acerca del caso, porque al final tuvo a bien guardar silencio y no se atrevió a ratificar la sentencia. Permanecí prisionero en el barco junto al Auditor, quien me hizo gran merced durante aquellos días en los que el navío daba al través.

El capitán nos miró meneando la cabeza mientras hacía una pausa. Ciertamente estábamos viviendo una tragedia de la que comenzábamos a tomar verdadera conciencia.

—Anclamos a más de media legua de tierra —continuó diciendo— y allí estuvimos más de cuatro días sin nada para comer, mientras que para beber utilizábamos el agua de lluvia que podíamos recoger con todo tipo de artilugios. Luego vino tan grande temporal que las amarras no pudieron tenerse y fuimos empujados violentamente contra una ensenada cercada por inmensos peñascos.

—Es la misma historia que podríamos contar todos nosotros. Los barcos estaban tan debilitados que no pudieron aguantar las galernas —intervino uno de los soldados que nos acompañaban, un leonés de las montañas del norte, apellidado Robles, hecho a los fríos y a la penuria.

—Mi caso fue distinto. Mis compañeros y yo fuimos abandonados a nuestra suerte —hice una pausa por ver la reacción del capitán, que me miró sorprendido—. Pero luego el
San Marcos
se hundió igual que todos.

—¿No estabais a bordo del galeón cuando se hundió? Pero… ¿cómo es que el barco siguió su rumbo sin vuestras mercedes? —preguntó el capitán algo extrañado.

—Os lo contaré todo a su debido tiempo. Por favor, capitán, siga vuaced con su relación, que tanto nos interesa. Y luego habrá tiempo de referir lo nuestro más por lo menudo.

Así que el capitán Cuéllar continuó relatando la desgraciada muerte de más de mil hombres ahogados por el hundimiento de aquellos barcos que se fueron al fondo en la bahía de Sligo, contra la playa de Streedagh:

—Don Diego Enríquez, el maestre de campo, utilizó la barca de su galeón, confiando en que por ser cubierta le pudiese cobijar de la tormenta. Subió a bordo junto al hijo del conde de Villafranca y otros caballeros portugueses, llevando consigo más de dieciséis mil ducados en joyas y escudos. Se introdujeron bajo la cubierta y don Diego mandó cerrar y calafatear el escotillón por donde habían entrado.

El otro soldado que nos acompañaba, que se llamaba Alonso de Soto y era de Xerez, se admiró de tal osadía, adelantándose a los acontecimientos:

—¡Convirtieron la barca cerrada en su propio ataúd!

—Claro. Se arrojaron al agua con más de setenta hombres que habían sobrevivido, y queriendo poner rumbo a la orilla vino sobre ellos tan grande golpe de mar que volteó la barca hasta que fue a parar a tierra, sin nadie sobre la cubierta y con don Diego y los otros caballeros dentro. Pasado día y medio la abrieron unos salvajes y encontraron dentro los cuerpos sin vida de aquellos hombres, los desnudaron, les robaron las joyas y dineros y los dejaron a merced de cuervos y lobos sobre la arena.

Permanecimos un rato en silencio. El cansancio y la tristeza acabaron por rendirnos aquella noche, y no tuvimos ánimo de seguir contando. La historia de don Diego Enríquez era la de miles de hombres que por aquellos días habían perecido en las costas irlandesas. De otros muchos desconocíamos el paradero y no sabíamos si en adelante los veríamos vivos o muertos.

Como nos pesaban los párpados y se nos cerraban los ojos, determinamos continuar nuestros relatos al día siguiente. Había que madrugar para salir pronto de la choza y dirigirnos cuanto antes a las tierras de O'Rourke. Estábamos al límite de nuestras fuerzas, sin nada que llevarnos a la boca, desnudos y maltrechos. O encontrábamos a tan buen señor, o seríamos también nosotros carroña con que alimentar las rapaces de aquellos cielos. Así que nos sumergimos en un sueño profundo, metidos bajo la avena, amenizada la noche por el ruido de la gran cascada que bajaba desde la montaña en busca del lago, hasta que al amanecer vino a despertarme un ruido en el exterior de la choza.

—¡Eh! —susurré—. ¿Habéis oído eso?

Cuéllar, Soto y el leonés Robles abrieron los ojos alertados por mis palabras. Giramos medio palmo la cabeza para orientar el oído y nos apresuramos a ocultarnos porque alguien se dirigía hacia allí.

Abrieron la portezuela. Eran dos hombres que venían a recoger sus utensilios de labranza. Permanecimos inmóviles, conteniendo la respiración hasta que volvieron sobre sus pasos, pero no se alejaron más de medio tiro de arcabuz de donde nos encontrábamos. Estuvimos escuchando sus voces durante todo el día, sin atrevernos a salir. Para comunicarnos lo hacíamos por señas, tocándonos los estómagos vacíos, o nuestras heridas mal curadas. De vez en cuando alguno flaqueaba de ánimo y meneaba la cabeza como si fuera a cometer una locura.

El hecho es que estuvimos allí hasta la anochecida, cuando los salvajes regresaron a la choza a dejar de nuevo sus útiles a buen recaudo y se marcharon por donde habían venido. Cuando al fin dejamos de escuchar sus voces, departimos acerca de cuál había de ser nuestro proceder en aquellas circunstancias:

—Hay que salir de aquí de una vez y arriesgarnos a buscar esas tierras de O'Rourke de Leitrim. No podemos morir entre estas pajas.

—Sí, pero se está haciendo de noche y no conocemos el terreno. Esto está lleno de montañas y zonas pantanosas, estamos desnudos y hace un frío insoportable —dijo el de Xerez.

—Bueno, el frío es lo de menos —le contestó el leonés—. Lo peor es que no sabremos orientarnos en estas tierras. Pero no tenemos otra opción. Habrá que bordear esa imponente montaña con forma de galeón.

—¿Vamos? Los animé al fin, esperando el apoyo de Cuéllar.

—¡Vamos! —respondió el capitán—. Ya estamos muertos, como quien dice. No hay nada que perder.

Fue Dios servido de enviarnos nuevamente la luz de la luna llena para que nos guiase en la noche. Al poco de salir de la choza bordeamos el lago y fuimos a dar a un hontanar plagado de berros que fuimos devorando hasta saciar nuestra hambre. Actuábamos sigilosamente, intentando no tropezar con las chuecas que se extendían como sembradas casi durante una legua de camino. Por primera vez en varias jornadas no llovía, lo cual nos permitió avanzar rápidamente, a pesar de nuestras heridas y de ir yo con la pierna otra vez arrastrando. A decir verdad, el capitán Cuéllar venía igual de maltratado que yo, y así íbamos en compañía, sin dejarnos atrás ni unos ni otros, regalándonos palabras de aliento a cada instante.

Durante toda la noche caminamos muertos de frío, bordeando la montaña inexpugnable mientras dejábamos atrás el sonido de la cascada y nos adentrábamos de nuevo en la espesura de los bosques. Íbamos envueltos en paja, atados con juncos que se nos soltaban para dejarnos una vez más en cueros. Medio tiritando quisimos entretenernos volviendo a la relación que de nuestras desventuras habíamos dejado a medias la noche anterior. Y así, el capitán continuó narrando sus peripecias tras el naufragio:

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