Read La colina de las piedras blancas Online
Authors: José Luis Gil Soto
Así me gané su confianza y entablamos largas conversaciones, por lo que robé mucho tiempo a Blaithin. Ésta, lejos de sentirse ofendida, tomó ese acercamiento a su padre como un intento por mi parte de intimar con él, antes de dar el paso para pedir a su hija en matrimonio.
—¿Y cómo son los habitantes de las Indias? —me preguntó en cierta ocasión MacClancy.
—Pues, si soy sincero, no he visto jamás a ninguno. Aunque dicen que son diferentes por completo a nosotros, mucho más tostados de piel, lampiños y de extrañas costumbres. Incluso hay tribus que se alimentan de humanos.
—¿Humanos? ¡Serán salvajes!
—Lo cierto es que allí hay grandes riquezas, plata, oro… E inmensas extensiones de fértiles tierras; extraordinarias haciendas que han enriquecido a muchos españoles que no han querido regresar. Allí han encontrado esposa y se han establecido para siempre huyendo de la miseria de Castilla.
—El Nuevo Mundo… —dijo, y se quedó pensativo.
—¿No os habéis planteado nunca embarcaros y abandonar estas tierras antes de que los ingleses puedan conquistarlas a costa de vuestras vidas? —lo interrogué.
—¡Jamás! Son las tierras donde vivieron mis antepasados. Esa especie de raíz me mantiene aquí y me mantendrá hasta mi muerte. Y eso mismo pido yo a mis hijos y herederos… que permanezcan en las tierras que nos dieron la sangre —dijo medio vociferando, aferrado a los brazos del sillón donde estaba, con el rostro tenso y el gesto endurecido.
Recordé entonces que él mismo las había abandonado cuando nos dejó la defensa del castillo, retirándose a las montañas. Tal vez se refería a Irlanda, en general, y no a la fortaleza y sus tierras aledañas.
—¿Y si alguno de vuestros herederos quisiera ir, por ejemplo, a descubrir ese Nuevo Mundo? —pregunté intencionadamente.
—¡Hum! ¡Tendría que ser contra mi voluntad! — zanjó la conversación.
Luego, al cabo de unos días, me llamó a su presencia. Acudí presto al torreón, y antes de entrar en la estancia me topé con Niahm que también venía a ver a su esposo. Nos paramos uno frente al otro, en la antesala, y me dijo:
—Rodrigo, recuerda siempre lo que me hiciste. Si mi marido se entera, te matará, ¿lo has entendido? Te matará sin pensarlo, torturado como se tortura aquí a los que osan yacer con la mujer de otro.
Sus palabras me dejaron de nuevo muy abatido. Recordé la paliza que había estado a punto de llevarme para siempre de este mundo cuando mi escarceo con Eileen, e imaginé que MacClancy sería mucho menos condescendiente que aquella familia que me había perdonado la vida.
Entré tras Niahm en la estancia y me llevé una gran sorpresa al ver a Blaithin junto a su padre, ataviada con un extraordinario vestido blanco. Llevaba trenzados y adornados sus cabellos y aparecía tan bella como siempre. Me dedicó una amplia sonrisa cuando me vio aparecer y se mostró nerviosa, frotándose las manos a medida que avanzaba por el salón hasta inclinarme ante su padre.
—Señor —saludé.
—Amigo Montiel —comenzó a decirme con gran cordialidad el jefe—, no andaré con rodeos.
Niahm se colocó al otro lado del sillón, de forma que ambas mujeres flanqueaban a MacClancy.
—Mi hija Blaithin me ha hecho partícipe de sus sentimientos hacia vos, y yo estoy encantado de ofrecérosla en matrimonio, como ya hice con vuestro capitán, el cual la rechazó. No me gustaría que hicierais lo mismo, pues lo consideraría un desaire y me vería obligado a expulsaros de mis tierras por desagradecido.
Se hizo un gran silencio. Miré primero a Blaithin, que se mordía los labios en una media sonrisa torcida, con los ojos chispeantes como queriendo adivinar en mí la gran sorpresa. «¿A que no te lo esperabas, amor mío?» —decía aquella mirada.
Luego miré a Niahm, que sonreía perversa, como sólo saben hacerlo las mujeres que te han vencido. Su boca, tan bella y apetitosa en otros momentos, parecía entonces un aguijón mortal.
—¿Y bien? —me conminó a contestar MacClancy.
—No puedo aceptar, señor. Es mi deseo partir para España cuanto antes, donde mi madre y mi hermana me esperan en muy duras condiciones. Lo siento.
No quise mirar a Blaithin, ni a Niahm, ni a su esposo. Me giré de inmediato y me alejé por el salón hacia la salida, herido por los sollozos de la muchacha a mis espaldas. Rodaban lágrimas por mis mejillas, salí al gran espacio que había ante el torreón y me dirigí a mi cabaña. Allí me eché sobre el jergón y lloré durante horas. Nunca antes había entendido que un corazón pudiera partirse, o que pudiese doler el alma. Esa tarde sentí todo eso y mucho más, pues creí que me moría, que se me enfriaba la sangre, que se me congelaban los sentimientos.
En poco tiempo había padecido un naufragio, la muerte cruel de mis camaradas, las palizas de los salvajes, la miseria y el frío de aquellas tierras, y ahora… Ahora sufría por primera vez en mi vida la dureza del amor imposible. Sin saber por qué se me vino a la mente de nuevo la imagen de don Antonio de la Fragua traspasado por la estaca y sus propias manos inertes a sus pies.
Me repuse cuanto pude y poniéndome en pie miré por la ventana; había comenzado a lloviznar. Vi cómo una figura embozada se dirigía a mi cabaña. No pude distinguirla, pero tuve el presentimiento de que era Niahm, y acerté. Cuando la tuve ante mí, se descubrió. Estaba, como siempre, bellísima, pero había llorado y sus ojos aparecían enrojecidos por el llanto. Sin más rodeos me dijo:
—¡Perdonadme!, os lo suplico. Tenía que proteger a mi pequeña. No podía soportar que os la llevaseis lejos. Y vos…, vos no habríais querido permanecer aquí. Lo veo en vuestros ojos, Rodrigo, queréis volver a España. Vuestros sentimientos no os dejaban ver lo evidente, pero queréis volver con todas vuestras fuerzas. Y os la habríais llevado…
Niahm volvió a llorar. Sus palabras eran sinceras, pero yo ya no sentía pena por ella. Se me estaba endureciendo de tal modo el corazón que no podía compadecerme de sus sentimientos.
—El daño está hecho y ya no tiene remedio. Marchaos.
—No me iré de aquí hasta que me perdonéis. No puedo dejar de pensar en vuestra cara cuando habéis rechazado el matrimonio con Blaithin. ¡Oh! Ella…, ella está…
No quise que siguiera hablando. Le tapé la boca ante su mirada de asombro y luego le señalé la puerta con la barbilla mientras le decía:
—¡Id! ¡Marchad de aquí inmediatamente, si no queréis que mañana me cuelguen por vuestro asesinato! ¡Bruja miserable!
Lloró tan amargamente que me pareció que podía cometer una locura, pero luego se fue calmando. Al fin, sin decir nada más, salió y se perdió en la oscuridad.
Al amanecer, cuando todavía no se distinguían las figuras a orillas del lago, un hombre vino a buscarme para invitarme a salir del fuerte. Traía un hatillo con algo de comida y un palo en el que apoyarme. Me dejó una piel para que me abrigase, y me dijo que tenía que irme inmediatamente, antes de las primeras luces. Así que me acompañó hasta el portalón, abrió el cerrojo con dificultad y me empujó fuera. Luego, cuando volví a escuchar el chirriar del metal medio oxidado, se hizo el silencio; y me enfrenté a la soledad, a la incertidumbre, al miedo y al peligro de aquel camino oscuro que llevaba a las montañas. Miré hacia atrás, a las murallas, y no había nadie.
Cuando me encontraba a media milla de distancia volví a mirar hacia abajo. El recinto amurallado seguía sin dar muestras de vida: apagado, inmerso en las brumas que emergían de la vasta extensión de agua que lo abrigaba. Desde la altura pude ganar una imagen más amplia del lugar, y el lago volvió a parecerme tan bonito que maldije de las guerras que acabarían por expulsar a los MacClancy.
Me detuve un rato, imaginando que Blaithin se asomaría para despedirse derramando ríos de lágrimas mientras era consolada por su madre. O que MacClancy me despediría lamentándose de haberme perdido para siempre. Pero sólo pude ver a los hombres que hacían guardia, allí abajo, impasibles junto al lago, viendo cómo me alejaba.
Dejaba atrás a aquella buena gente, a mis compañeros que ignoraban mi triste destino, a los hombres y mujeres que nos habían idolatrado tras la defensa del castillo… Entre aquellos muros quedaban encerradas para siempre mis historias de amor, la extraña relación con Niham, los momentos felices junto a Blaithin y la apacible vida de aquel pueblo hospitalario y agradecido.
Me alejaba llevando escaso equipaje para tan peligroso camino. Y llevaba, voto a Cristo, el corazón como una piedra, el lagrimal seco y el seso fijo en una sola idea: regresar a España por encima de todas las cosas.
H
acía casi un año que el capitán Cuéllar había abandonado el castillo que ahora dejaba atrás en aquella fría mañana de otoño. Me topé con algunos leñadores que acarreaban las últimas cargas para enfrentarse a las nieves, con los carros y las bestias aparejadas para ir y venir por aquellos senderos casi intransitables de barro y piedra. A todos ellos pregunté por los españoles y alguno que entendió mi pregunta me señaló hacia las montañas, lo que venía a confirmar mi idea de que, efectivamente, don Francisco habíase encaminado hacia las tierras de O'Cahan.
He de reconocer que a medida que me alejaba volvió a tentarme la idea de regresar al castillo para librar a Blaithin de las raíces que la fijaban al terruño y cargar con ella en busca de los puertos del norte. Pero luego fijaba la vista en el horizonte, pensaba en mi madre y rezaba para que Nuestro Señor Jesucristo me hiciese la merced de devolverme a casa sano y salvo, olvidándome por siempre de lo que llevaba vivido, tan lejos de mi entorno y de mi gente. Así, para apartar los pensamientos que pudieran perjudicarme, comencé a pensar en Castilla, en sus tabernas, en su comida, en su vino y en sus mujeres. En la alegría de sus callejuelas impregnadas de olores a inmundicias, pero también de aromas de jazmín y rosas.
No había mucha vegetación en el camino. Algunos bosquecillos se alternaban con el matorral y las verdes hierbas. El agua corría abriendo arroyuelos por todas partes buscando los valles y los lagos hacia el sur, de donde yo venía, en el territorio de los MacClancy. Allí, desde media ladera, miraba yo por si alcanzaba a ver el castillo, pero ya no fue así y seguí ascendiendo con los ojos puestos en la cumbre. Cuando estaba a punto de coronarla, me adentré en una especie de loma encharcada donde tuve un mal golpe como consecuencia de lo resbaladizo del terreno. Caí mal sobre la misma pierna en la que había sufrido mis heridas durante el naufragio, la cual estaba curada por fuera, pero lastimada por dentro, de forma que cuando cambiaba el tiempo o cuando hacía algún mal movimiento, venía a hacerme sufrir de nuevo, como si la tuviese mal compuesta.
Con la pierna medio quebrada continué caminando, alimentándome de berros como hiciera antes de dar con los MacClancy, sufriendo ladera abajo hasta que al fin, varias semanas después de haber abandonado el castillo, volví a contemplar el océano. Como viera yo en la orilla gente rebuscando en las rocas, quise informarme acerca de esas charrúas que decían pasaban a los viajeros a Escocia y descendí con gran dificultad desde el acantilado, dando traspiés por un sendero mal trazado, apoyándome en las rocas, y fui a parar a un lugar tan increíble que si no lo hubieran contemplado mis ojos no habría dado crédito a tal prodigio. Era un conjunto de piedras casi idénticas pero de diferentes alturas, labradas a modo de columnas de seis a diez lados, unas pegadas a las otras, como formando una gran calzada que se introdujese en el agua. Algunos niños saltaban de piedra en piedra mientras los hombres y mujeres que los acompañaban rebuscaban pececillos en las oquedades.
En aquel magnífico lugar tuve noticias de que había sido allí, precisamente, donde don Alonso Martínez de Leyva se había hundido con la
Girona
, por lo que recé un Padrenuestro y otras oraciones por el alma de tantos españoles ahogados en aquellas latitudes. Luego me dijeron los lugareños que para tomar una embarcación hacia Escocia había de trasladarme hacia el oeste en el litoral y tendría noticias de las charrúas que podían transportarme. Así que me encaminé de nuevo hacia mi destino, recorriendo unas dos leguas más de dificultades, bajo la lluvia persistente y la fuerza de los vientos que venían del mar y me empujaban hacia el interior.
Llegué muy cansado a la ensenada donde se suponía que tenían que estar ancladas las embarcaciones, pero no encontré más que algunos marineros ociosos viendo pasar el tiempo, junto a un muelle donde se amontonaban aparejos y algunas mercancías. Me aproximé a ellos y pregunté. Me entendieron bien, pues estaban acostumbrados a entablar conversación también con españoles que pasaban por allí mercadeando, camino de Escocia y otros puertos, y me dijeron que las charrúas que buscaba habían partido hacía dos días y que debido al mal tiempo no se esperaba ninguna otra en los próximos meses. Maldije cuanto pude, clamé mirando al cielo y juré en arameo hasta saciarme y descargar mi ira. Como vieran aquellos hombres que me lamentaba tanto y que tenía tanta fatiga y la pierna hinchada como un tronco, se compadecieron de mí y me indicaron el camino por donde acudir al amparo de O'Cahan, a unas cinco leguas de allí. Cuando me disponía a despedirme de ellos, un grupo de jóvenes que venían riendo a carcajadas se aproximó al muelle. En la lejanía no pude distinguir su aspecto ni oír su conversación, pero me pareció que podían ser camaradas míos, con lo que me alegré mucho por tal suerte. Pero al verlos más de cerca se me cortó el resuello, pues pude comprobar que no eran españoles, sino soldados ingleses bien armados. Me giré para mirar al mar, deseando con todas mis fuerzas que pasaran de largo hacia unas casas de madera que había al otro lado del embarcadero. Si se acercaban a nosotros sabrían de inmediato que yo no era irlandés, y sería descubierto.
Aquellas buenas gentes, que eran temerosos de Dios y buenos católicos en la clandestinidad, me hicieron merced en permanecer como si tal cosa, disimulando, por lo que los luteranos pasaron de largo. Luego me advirtieron que en todo el litoral abundaban los ingleses, y que si llegaban a identificarme como español, rogase a Dios me guardase de ellos, pues era excusado que salvase yo la vida en tales circunstancias.
L
legué al poblado de O'Cahan tras recorrer cinco leguas que me parecieron cien, de tan descalabrado como iba con mi pierna colgando y el agua fría castigando mis huesos. Las gorduras que había adquirido durante mi larga estancia en el castillo de MacClancy, las había ido perdiendo por aquellos caminos de Dios, mientras penaba y mendigaba pan duro y lechos donde mal dormir.