Read La colina de las piedras blancas Online
Authors: José Luis Gil Soto
Q
uiso Dios que cambiase algo mi suerte y envióme a un hombre con un carro cargado hasta arriba de heno fresco, el cual me ofreció subir al pescante para acompañarlo, pues me vio tan maltrecho que no quiso menos que apiadarse de mí. Dudé sobre la conveniencia de aceptar la invitación, pero él tenía que saber que yo era español y náufrago de nuestra flota, pues no era posible que en aquella comarca hubiera un hombre que no conociese ya nuestra desdicha.
Resultó ser un clérigo católico irlandés, disfrazado de campesino para pasar inadvertido ante las autoridades inglesas que dominaban la región. Iba de camino hacia una granja en la que había de pernoctar, para luego seguir hacia el norte durante varias jornadas, pues su destino era una región muy alejada del litoral a la cual pretendía llegar en el seno de una caravana a la que había de unirse en Galway. Como hablaba latín pudimos entendernos en esta lengua, y cuando le conté cuáles habían sido mis desgracias y cómo había sobrevivido, elevó al cielo las manos juntas mientras decía:
—¡Oh! Dios que todo lo puedes. Pues has querido que este hermano nuestro viva para estar aquí conmigo hoy, dale fuerzas para continuar por la senda de la vida para hacer el bien y servirte.
Era el clérigo un hombre ni viejo ni joven, de la hechura de una persona muy normal. No se parecía, desde luego, a los salvajes que había visto yo en la playa, sino más bien al viejo que me había robado junto a los mozos y a aquella joven que me dijo ser cristiana para apoderarse de mi cadena de oro. Tenía la piel muy blanca, con las mejillas sonrosadas y el pelo algo rubio. Sus ojos eran de un azul claro, los labios muy rojos y tenía apenas una pelusa rojiza por toda barba. Aunque su disfraz era el de un campesino, aquel hombrecillo puesto en medio de un campo de Castilla o de Andalucía en pleno mes de agosto duraría media mañana antes de dar con sus huesos en la tierra, tieso como un ajo, pues se veía débil y tenía manos de sastre y de no haber empuñado hoz, guadaña o azada en su vida. Al verlo y escuchar sus plegarias, recordé de nuevo a don Antonio de la Fragua, y un dolor se apoderó de mi estómago de nuevo, como si me hubieran asestado un puñetazo fuerte bajo las costillas.
En realidad, me costaba hablar y evadirme, pues seguía espantado y absorto tras haber contemplado la ejecución de mis amigos. A menudo acudían a mis ojos las lágrimas calladas que rodaban por mi rostro endurecido y las mandíbulas apretadas de pura rabia e impotencia. Volví a recordar a Ledesma y no pude sino volver a caer preso del odio, por lo que la oración que había elevado al Cielo el clérigo me removió incómodo. No podía reconciliar mi sentimiento con el servicio a Jesucristo, como había pedido aquel hombre. Así que tuve que concienciarme de que lo mío era como un lance de guerra contra moros o herejes, donde los soldados estamos excusados de cumplir el amor al prójimo, si éste es enemigo de nuestra religión. Aunque Martín Ledesma no lo era, había cometido el delito de traición; y como nadie iba a juzgarlo por ello, pues nadie lo denunciaría por tal afrenta, tenía que salvaguardar yo el honor de mi ejército, el de mi familia y el mío propio. Y algo parecido ocurría con los ingleses, a los que había conseguido odiar tanto que no podía más que desear la extinción de su raza entera.
El caso es que fuime con el padre Ó Péicin —que así se llamaba— por aquel camino, hacia el norte, alejándonos un tanto de la costa.
Durante el trayecto fue poniéndome al corriente de lo que sucedía en la región: los ingleses, bajo el reinado de Isabel I Tudor, habían emprendido una cruel represión contra Irlanda, con el objetivo de dominarla de una vez por todas. En su invasión predicaban el luteranismo y pretendían erradicar la verdadera religión aunque fuera por la fuerza, quemando iglesias, abadías y monasterios, matando monjes y sacerdotes y, en definitiva, implantando el miedo entre los clanes irlandeses católicos, para que nadie se atreviese a profesar abiertamente nuestra fe.
—De todo ello se encarga el virrey que la reina ha nombrado para Irlanda, el malvado William Fitzwilliams —me explicaba el clérigo—. Éste, a su vez, tiene un lugarteniente igual de sanguinario, llamado Richard Bingham, el cual ha recibido la orden de no dejar vivo a hombre alguno de cuantos formaban parte de la Armada. Bingham conoce bien a los españoles, pues luchó con vuestras huestes contra el Gran Turco y luego se enfrentó a vuestros ejércitos en Holanda. Es un mercenario sin escrúpulos al servicio de quien mejor pague.
Las explicaciones del clérigo me producían desasosiego. Haciendo un esfuerzo que me costó de nuevo arcadas y llanto, le conté el episodio de la macabra ejecución de mis compañeros, pero ya lo conocía. El también había visto los cuerpos cuando fueron descolgados para ser enterrados en la fosa cavada junto a los acantilados.
—Espero que si hay más supervivientes, como yo, logren escapar. Y espero que ningún barco más naufrague en esta costa maldita —dije con verdadero sentimiento.
—Por desgracia, veo que no estáis al tanto de lo sucedido, amigo —me dijo sorprendido—. Otros muchos barcos han venido contra los arrecifes y acantilados, y que miles de españoles recorren a esta hora la costa, perseguidos por los hombres de Bingham.
Me lamenté muchísimo y supliqué al Creador y a su Santa Madre que no volviera a repetirse tan cruel episodio como el de los ahorcamientos, y que Bingham dejase marchar tranquilos a mis compatriotas a sus hogares en España. Sin embargo, me afligía pensar que Fitzwilliams era inglés, y que sería implacable. Al fin y al cabo, nuestra empresa tenía por objetivo la conquista de su nación.
En la granja donde pernoctamos la primera noche nos acogieron muy bien, pues eran amigos del clérigo y profesaban en secreto la religión católica. No dejaban de ser medio salvajes, al cobijo de las colinas, con sus armas siempre dispuestas aunque se tratase de cuidar de sus ganados. Los robos eran frecuentes, por lo que cada familia adiestraba a sus varones en el arte de luchar, para defender lo suyo a costa de guerrear contra los clanes vecinos. Continuamente mantenían conflictos, bien con la reina inglesa, bien con enemigos de la propia Irlanda. Los hombres eran corpulentos y fuertes, les caía el cabello por los ojos y vestían calzas ajustadas y sayos cortos de pelos muy gruesos. Sin embargo, las mujeres resultaban muy agraciadas, de lindas facciones y bellos rasgos, aunque estaban mal compuestas, vestidas únicamente con una camisa y una manta para cubrirse y un paño de lienzo muy doblado en la cabeza, pasado por la frente y atado por detrás.
Aquella familia eran en realidad dos familias, tal y como las entendemos en España: vivían bajo el mismo techo —unas chozas de paja mal construidas— dos hermanos con sus respectivas mujeres e hijos, con lo que hacían un total de doce personas. El mayor de los zagales tenía ya edad para cuidar de los ganados y apuntaba maneras a la imagen de su padre: fuerte, rudo, silencioso y malhumorado. Para que se hagan una idea vuestras mercedes de qué guisa son tales hombres, si hubiérame encontrado con uno de tan dignos ejemplares en un callejón de Madrid o Toledo en una noche de naipes y tabernas, hubiera echado mano a la vizcaína sin mediar una palabra; pues al mirarlos a la cara entraban escalofríos, especialmente cuando empuñaban las grandes hachas que poseían.
Tuve suerte de haber llegado al anochecer, puesto que sólo comían una vez al día, precisamente antes de irse a dormir. Al verme tan mal tratado, dejaron que me asease y luego me dieron doble ración de manteca y pan de avena, y algo de leche acida para beber; pues, aunque tienen agua, jamás la toman. Durante tan peculiar cena, el clérigo y uno de los irlandeses —algo más parlanchín que su hermano—, me contaron algunas cosas más acerca de aquellas tierras, para que me hiciese cargo yo de la situación.
En aquella región el jefe local era Turlough O'Brien, pero era Boetius Clancy el encargado de la disciplina y el orden, poder que ejercía desde su castillo de la isla Mutton. A ese lugar habían llevado, al parecer, a los náufragos del
San Marcos
y del
San Esteban
, antes de ser ahorcados en la colina. Me contaron que el mismo día de nuestra llegada a la costa otro barco había encallado en la desembocadura de un río cercano y había sido abandonado e incendiado por su tripulación, pero ninguno de los hombres había llegado a tierra, porque habían pasado a otro navío que los esperaba mar adentro, de lo cual me holgué mucho, sabiendo los peligros que les esperaban en las playas de Irlanda.
Luego me contaron que varios barcos más habían naufragado hacia el sur. Uno de ellos se había estrellado contra las rocas y se había hundido velozmente, sin que hubiese sobrevivido más que un muchacho, que había sido apresado por los ingleses. Pero lo que más me llamó la atención era que habían tenido conocimiento de que unos quinientos españoles habían desembarcado algo más al norte, después de haber prendido fuego a su barco. Como estaban bien pertrechados, los hombres de Fitzwilliams no se atrevieron a incomodarlos, aunque estaban siendo vigilados por si llegaban a aliarse con algún clan enemigo de la reina y daban guerra todos juntos a los herejes.
De sobra sabía yo que eso era imposible, porque fuese quien fuese el hombre al mando de esos quinientos hombres, tendría por único objetivo regresar a España, a través de Escocia o directamente, por lo que iría en busca de embarcaciones que pudieran transportar la tropa. Al enterarme de esto se me encendió la sangre y me inquieté grandemente, pues veía yo en ellos la única posibilidad de salir de allí. Si lograba unirme a esos hombres podría salvar mi pellejo y regresar a casa; si no lo hacía, vagaría por Irlanda camino del norte, para pasar a Escocia. En ese caso sólo tendría la posibilidad de escapar si caía en manos de un clan amigo de mi rey y enemigo de Inglaterra, y eso era harto difícil en la situación en que me hallaba.
Con estos pensamientos me fui a descansar sobre una especie de jergón hecho con juncos recién cortados, tan húmedos que no hubiera sido capaz de conciliar el sueño si no fuera porque mi agotamiento no me permitía otra cosa. Recé dando gracias por tener lleno el estómago y limpias mis heridas, con la inquietud y la incertidumbre de no saber qué ocurriría al día siguiente, cuando partiese hacia el norte con el clérigo, cruzando tierras de bárbaros en busca de una salvación que se me antojaba imposible.
—L
evantaos, nos vamos —me despertó el clérigo.
Era muy temprano. Apenas despuntaba el alba y hacía mucho frío, más aún por las ropas húmedas de aquel lecho que me habían preparado la noche anterior. Los hombres ya se habían marchado con sus ganados a las cumbres de las colinas y las mujeres se afanaban en las cosas de la hacienda, medio desnudas, con una camisa a media pierna y los senos casi al aire. Se me iban a mí los ojos con aquel espectáculo, de lo cual se percató el padre O Péicin, por lo que me hizo un gesto con la cabeza indicándome que era la hora de marchar y que me dejase de tanto mirar a donde no debía. Nos despedimos cortésmente, agradecí las atenciones y aquellas mujeres, que no entendieron un ápice de lo que les decía, supieron que les mostraba gratitud e inclinaron sus cabezas para decirme luego adiós agitando sus brazos.
Dejamos atrás las chozas y nos adentramos por unos terrenos anegados y pantanosos, donde el carro avanzaba con gran dificultad tirado por una mula de refresco que habíamos obtenido en la granja.
Avanzamos varias jornadas. Atravesamos grandes extensiones de tierra despobladas, cubiertas de hierba alta y juncos, sin apenas bosques. En algunos momentos nos aproximamos a la costa, donde había acantilados tan altos que parecían montañas gigantescas emergiendo de las aguas. A pesar de su altura, cuando las olas chocaban contra las rocas, el agua ascendía en finas gotas hasta sobrepasar la cima del acantilado, y caía sobre nuestras cabezas como si de lluvia se tratase.
El espectáculo era sobrecogedor. Un paisaje interminable de estos monstruosos roquedos que me hacían recordar las murallas de mi querida Castilla, pero alzadas por la naturaleza para contener la bravura de la mar y albergar en sus vericuetos a miles de pájaros que se bañaban a cada embestida.
—Ya nos queda poco para llegar a las tierras controladas por Richard Burke —me informó el irlandés después de recorrer varias leguas—. Se trata de un clan algo inestable, que lo mismo está al lado de los ingleses que contra ellos. Yo tendré que dejaros, pues termino aquí mi viaje; y vos habéis de elegir entre bordear estas tierras en busca de los O'Rourke de Leitrim, los cuales os protegerán por ser buenos católicos y enemigos de los ingleses, o atravesarlas sin perder de vista la costa, en busca de esos quinientos hombres que deben de estar cerca, por algún lugar al norte de Galway.
—Galway es el puerto donde los comerciantes españoles han tenido siempre tan grande arraigo, ¿verdad? —le pregunté con curiosidad.
—Sí. Incluso existe ahí una iglesia que fue sufragada por los mercaderes de tu nación, bajo la advocación del apóstol Santiago. Y un arco que protege el puerto y que lleva el nombre de vuestro país.
—¡Dios mío! —exclamé al conocer aquellos detalles.
—Por desgracia, es en la cárcel de Galway donde Bingham recluye a los presos que luego ajusticia cruelmente. Debéis eludir siempre este condado y seguir hacia el norte. Con esas ropas y con vuestra figura no podéis disimular que sois español.
A decir verdad, no había visto aún ni a un solo irlandés con el pelo tan negro y la piel tan tostada como la mía. Más podía pasar yo por moro que por uno de aquellos nativos. De modo que lo de mis ropas era lo de menos, pues cualquiera que me viese sabría de inmediato que era infante español.
Cuando llegamos al punto en que el clérigo tenía que unirse a la caravana de mercaderes que lo conduciría hacia su destino, supimos que habíamos llegado tarde, por lo que seguimos hacia el norte durante varias jornadas con el objetivo de dar alcance a los comerciantes.
En uno de los caminos por los que transitamos el barro nos llegaba casi a la altura del pescante, hundiéndose la mula hasta los corvejones. Tuvimos que apearnos y ayudarla a salir del atolladero, y luego caminar en busca de algún arroyo donde lavarnos.
Al traspasar un recodo nos sobresaltamos ante unos salvajes armados que se nos venían encima muy pausadamente. Se aproximaban en silencio, mirándonos con recelo y empuñando cuchillos y esas temibles hachas que tanto me imponían. Serían unos diez o doce y no apuntaban maneras de buenos amigos, así que el clérigo paró la mula y se aprestó a parlamentar con ellos.