Read La clave de las llaves Online
Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera
Laura me estaba contando que ocupaba un puesto ejecutivo en la misma agencia de publicidad donde trabajaba la joven novia, Etel, de Etelvina, Zarco, y que había sido la única compañera a la que habían invitado. Entonces se me presentó la oportunidad. Los Plegamans ya no estaban juntos. Él hablaba con aire conspiratorio con Felip Monmeló, y ella se abalanzaba sobre los platos de canapés, muy concentrada en la tarea. Una vez más, dejé plantada a Laura.
—Perdóname un momento. —Me acerqué a Eulalia entre el público hambriento que parecía dispuesto a morir por una viruta de jamón—. Hola, Lali, ah, quería hablar contigo.
Me miró con aquella expresión distraída y obtusa.
—¿Has probado éstos de color blanco? Son de setas envueltas en membrana de leche. —Me ofreció uno.
—Gracias. Está buenísimo. Mmmh —Y, en el mismo tono—: Querría hablar con usted de aquella cena orgiástica que hicieron en casa de Felip Monmeló…
Estaba sujetando un canapé entre el pulgar y el índice, muy delicada, con el meñique en alto, y la impresión hizo que lo chafara y lo desmigajara.
—¿Qué sabe usted de eso? ¿Qué sabe usted de eso? ¿Qué sabe usted de eso?
Tenía ojos y nariz de cerdita. Bizqueaba y quería alejarse de mí como si yo fuera el Príncipe de las Tinieblas, con cuernos y patas de cabrón, y me dispusiera a sodomizarla por la fuerza y en público. Con un chillido atascado en la garganta, a punto de salir disparado por la boca como un arma aniquiladora.
—Por favor, no grite. No debe saberlo nadie.
La agarré del codo y la conduje hacia detrás de una columna, alejándola de su marido y poniéndola fuera de su campo visual. Noté que temblaba. Iba repitiendo:
—No debe saberlo nadie. No debe saberlo nadie. No debe saberlo nadie.
En eso estábamos de acuerdo, pero pronto tendría que soltarle una bofetada.
—Sería muy peligroso que se supiera —acepté.
—
Confíteor Deo omnipoténti —
exclamó ella, inesperadamente, de un tirón, sin respirar—,
beátae Maríae semper Vírgini, beato Michaéli Archángelo…
—Un momento, un momento… —quise intervenir. Cualquiera que la oyera.
—… Beato Ioánni Baptístae, santis apóstolis Petro et Paulo, ómnibus Santis, et vobis, fratres…
—Pero, señora… Basta. Amén, señora.
—… Quia peccavi nimis cogitatióne, verbo et ópere
. —Empezó a golpearse el pecho con el puño—:
Mea culpa, mea culpa, mea máxima culpa…
La sujeté.
—¡Señora, por favor! —Levanté la voz—. ¡Ya debe de haberse confesado, eso ya es agua pasada…!
—¡No me he confesado! —saltó, furibunda, y sus ojos ya eran de tiburón—. ¡Cómo quiere que me haya confesado! ¿Se cree que quiero hundir la carrera de mi marido? ¡Además, yo no tengo que confesarme de nada! ¡Yo no pequé!
Por gestos, le suplicaba que hablara más bajo, y la acorralaba contra la columna, interponiendo mi cuerpo entre ella y el resto de invitados.
—Ah, ¿no pecó?
—No, no pequé. A mí me tocó el Felip, que es un caballero, y amigo de toda la vida, no me tocó, no pecamos, ¡quien pecó fue el cabrón de mi marido! —Ya no sabía lo que decía—. Jordi pecó con la mujer de Felip, ese esqueleto-todo-huesos, y se lo hicieron, que me lo confesó al día siguiente, ¡porque dice que el juego es el juego…!
—Me han dicho que Enebro hizo trampa para irse con su propio marido…
—¿Quién le ha dicho eso? ¡Enebro! ¡Eso sólo puede habérselo dicho la bruja de Enebro! ¡Ella quería pecar con el futbolista, con Reig, porque ya venía con esa intención, porque fue ella, depravada y diabólica, la que impuso el juego, que ya vino de Madrid con esta intención, que lo había visto en una película y quería hacerlo como fuera! Que, cuando me lo dijo Jordi, no me lo podía creer. «Que dice que si queremos tirar adelante el negocio, tenemos que hacer un juego sexual, muy divertido.» ¿Muy divertido? Que la pela es la pela, que son muchos millones en juego, nena, y después siempre nos podemos confesar, y además, lo hacemos obligados, no es una decisión voluntaria, no es tan pecado como si saliera de nosotros… y yo, ¿qué quería que hiciera? Lo que quería aquella marrana era montárselo con Reig, que ya venía de Madrid con esa idea, estaba obsesionada, y su marido, aquel alfeñique, se lo consentía, que no sé cómo podía mirarnos a la cara. Y después de cenar, cuando los hombres ya habían salido y nosotras íbamos por el sombrero de copa, para coger las llaves, ella dijo «Yo cojo primera», y se puso a revolver las llaves buscando las del Audi de Reig. Y todas protestamos, claro, «Ah, no, nena, que el juego es el juego», porque además se creía que buscaba las llaves del otro futbolista, el inglés…
—¿Futbolista? ¿Inglés? ¿Danny Garnett?
—Sí, que su mujer, pobre mujer, se mosqueó al ver que todas queríamos, que todas querían ir con él. Sobre todo, la mujer de Ardaruig…
Con un gesto de la mano, le indiqué a mosén Gabriel, que se acercaba, inoportuno y con sonrisa aduladora en la cara, que no había prisa, que ya hablaríamos dentro de un rato. Simultáneamente, le preguntaba a Eulalia Plegamans:
—¿Ardaruig también estaba? —Con él y su mujer, ya eran doce. Seis parejas.
—Ardaruig, el más caliente. No me extraña que se haya separado de su mujer. Dios lo ha castigado y me alegro. Los ha castigado, que ella también iba salida como una perra. Él iba borracho durante toda la cena, tocando el culo a todas, haciendo bromas de mal gusto, «¿quién me va a tocar, quién me va a tocar?», que tenías que reírte sin querer y a su mujer no le hacía ninguna gracia la broma. Y ella también decía «¿Quién me tocará?». Y, claro, le dijimos a Enebro que no valía hacer trampa. Que, si ella hacía trampa, yo también quería para que me tocara mi marido, que las cosas como son, que se dieran cuenta de que no era una bestia como ellas. Pero al final Enebro, como una diablesa, que es una diablesa, nos hizo callar de muy mala manera, en plan de «si queréis que mi marido os haga favores, aquí mando yo». Dice: «¿Vosotras qué queréis? ¿Que mi marido os ayude a ganar pasta? Pues si yo follo, con perdón de la palabra, follo con Reig, haréis negocio, y si no, pues no». Y allí nos cuadró. Cogió la llave del coche de Reig y salió tan contenta. Por suerte, a mí me tocó con Felip… Somos amigos de toda la vida y me respetó, eh, te lo juro que me respetó porque es un caballero…
—¿Y la novia de Reig?
—Ah, aquella chica tan calladita, tan joven… No sé. Se la veía perdida, como un pulpo en un garaje. Parecía que a ella todo le daba igual.
No sabía que la chica calladita había sido asesinada.
—¿Y las otras parejas?
Se estaba sosegando, como si el desahogo le hubiera sentado bien. Ya respiraba mejor, y tenía colores en la cara y en sus ojos brillaba una pizca de inteligencia:
—¿Usted no lo sabe?
—Claro que sí. Sólo quiero saber cómo se combinaron. Me ha dicho que su marido fue con la mujer de Felip Monmeló, ¿no?
—No, no se lo puedo decir…
—¿Sabe que se cometió un asesinato aquella noche?
Se puso pálida otra vez y le temblaron las manos.
—No. ¿Qué? No. ¿Qué dice? No, no, no.
Lali Plegamans sólo debía de leer la hoja parroquial, y los otros no le habían dicho nada del crimen. No me extrañó que no se fiaran de ella. Saqué del bolsillo las fotos de Mary Borromeo. Fui brutal. Primero, le mostré aquélla en que se exhibía en biquini. Después, las fotos tomadas en el lugar de los hechos. Indiscutiblemente muerta.
—La novia de Reig murió asesinada aquella misma noche. Era ésta, ¿verdad?
No había sido una buena idea. La mujer se desquició del todo. Parecía apabullada por oleadas sucesivas de frío polar y calor tropical. Agarró a dos manos el colgante del Santo Cristo crucificado como si viera aproximarse a ejércitos enteros de vampiros.
—¡Oh, Virgen Santa, querida, sin pecado concebida!
—Por favor, señora, tranquila… ¿Con quién se fue esta chica?
—¡No lo sé, no lo sé, no lo sé, ni quiero saberlo! ¡Ni siquiera se bajó los pantalones! —¿Qué estaba diciendo? Deliraba.
—¡Es muy importante que me lo diga!
—No lo sé. ¡Yo cogí la llave, bragas abajo, y salí después de Enebro, putas hacia el Olimpo, y allí se quedaron los otros, que si lo hacemos por detrás yo no lo veo y no será pecado!
El escándalo empezaba a desbordarse. Yo ya estaba más atento a lo que sucedía alrededor (miradas de reojo, risitas ahogadas) que a las palabras de la pobre mujer. Ya había dado un paso atrás cuando noté un movimiento precipitado al otro lado de la columna. Di dos más, quedando fuera del campo visual de Jordi Plegamans que había llegado de repente.
—¿Lali? ¿Qué te pasa?
—¡No, no, no! —oí que decía ella mientras yo me batía en retirada—. ¡Déjame! ¡Estábamos hablando de los follados del Señor!
—¿Qué?
—Sólo son unas palabras, no son hechos, si te joden por detrás no son ni hechos… ¿Acaso es pecado una lavativa? A que no.
—¡Lali!
Me abrí paso entre todos aquellos devoradores de canapés y de bebedores de champán, buscando una cabellera rubio platino que me refugiara. Tropecé con la mirada serena y triste de Ardaruig y desvié la mía justo en el momento en que me parecía, pero sólo me lo pareció, que Jordi Plegamans se le aproximaba muy indignado. Llegué hasta Laura sin volverme para confirmar aquel espejismo. Me estremecía de paranoia.
—Hola.
Laura se volvió hacia mí, encantada de la vida. Estaba hablando con dos personas a las que olvidó automáticamente.
—¿Dónde te habías metido?
No sé qué respondí.
—Oh, estaba por ahí —Algo así. No tenía ninguna excusa preparada de manera que me llené la boca con una espiral de hojaldre rellena de algún ingrediente de sabor excesivamente dulce.
—¿Tú a qué te dedicas? —preguntó ella, francamente intrigada.
—Soy fontanero —improvisé. Pero me corregí en seguida, al darme cuenta de que aquél no era el ambiente adecuado para un simple fontanero—. Tengo una cadena de fontanerías y ferreterías. Vendo bombillas, cajas fuertes, herramientas, clavos de todo tipo, chatarra en general… Oye, antes he visto que conocías a Ardaruig. ¿Podrías hacerme un favor? Me interesaría hablar con él…
Me interrumpió la melodía del móvil.
La cumparsita
. Me disculpé con un gesto y respondí sin imaginar quién podía ser.
—¿Sí?
—¿Esquius? Soy Soriano. —«Oh, no.»—. Ya se puede ir a casa, se acabó la jornada laboral, haga caja y tire la persiana. Se ha cerrado el caso de las putas, ¿me oye?
—Sí, Soriano. Le oigo. Y ahora, perdóneme que tengo trabajo.
—¡Yo también tengo trabajo! ¿Sabe qué trabajo? ¡Tengo que ir a detener al asesino de las putas! Ya lo tengo localizado, ya sé quién es, ¡esta misma noche ya dormirá en la trena! ¿Quiere venir conmigo, Esquius?
—No, no quiero ir —repuse, después de una larga pausa durante la cual me asaltaron toda clase de presentimientos nefastos.
—Pues usted se lo pierde. Estoy hablando en serio, Esquius. Tengo una orden de detención firmada por el juez, existen pruebas, el ADN de los cigarrillos. Deje ya de molestar a gente inocente, Esquius. Está revolviendo mierda desde hace demasiado tiempo, está buscando un escándalo, está fastidiando a mucha gente sólo por el gusto de hacer daño, porque se está equivocando. Ahora, ya he convencido a Palop y al juez de que tenemos al asesino a punto de caramelo. No continúe jodiendo a gente inocente. Basta ya de hacer el ridículo.
Corté la comunicación.
Miré a la rubia platino y tardé unos segundos en percatarme de que ella también me estaba mirando con gran curiosidad. Yo no era consciente del funcionamiento vertiginoso de mi cerebro, incluso si me hubieran preguntado habría asegurado que tenía la mente en blanco, pero funcionaba, ya lo creo que funcionaba. Pensaba: «¿Juez? ¿Qué juez ha firmado esa orden de detención?» ¿Qué otro juez podía ser, si no Santamaría? ¿Y qué coño de autoridad tenía en aquel caso ese juez que, en algún momento, incluso sospeché que podía haber participado en la fiesta de las llaves?
Hasta aquel momento, había considerado que Soriano era un policía honrado. Engreído, camorrista y un poco idiota, pero honrado. No se me había ocurrido que estaba a las órdenes de un individuo más que discutible, el juez Santamaría, y que podían utilizarlo para echar tierra al asunto. Un cabeza de turco. El sería el encargado de buscar a un cabeza de turco que terminara de una vez con mis indiscreciones. ¿Queríamos un asesino de putas? Pues lo tendríamos, con su ADN y todo, a la manera del mejor episodio de CSI. «Y así Esquius dejará de tocarnos los cojones.»Continuaba mirando a Laura y ella me sonreía intrigada.
—¿Qué te han dicho? —murmuró—. ¿Buenas noticias o malas noticias?
Al otro lado de la sala, por entre las columnas, se advertía un cierto revuelo. Todo se conjuraba para hacerme salir corriendo. Y salí, si no corriendo, para no llamar la atención, sí con lo que podríamos considerar paso vivo.
—Espera un momento —fue lo último que le dije a la Laura de los cabellos rubio platino, que nunca quisieron pasar por auténticos.
Llegué al guardarropa, donde recogí mi abrigo. En recepción, pedí que me prepararan la cuenta y subí a la habitación. Metí en la mochila la poca ropa que había en el armario.
Estaba de nuevo ante el mostrador de recepción, abonando la cuenta con la tarjeta de crédito, con la sensación de que me arrancaban un pedazo de corazón, cuando el vestíbulo se llenó de enemigos.
Felip Monmeló, Jordi Plegamans y Luis Ardaruig.
—¿Usted es el señor Esquius? —preguntó el presidente del Club de Fútbol.
—Queremos hablar con usted —dijo el político, joven, relajado y atractivo.
—Imposible —dije, mientras recogía la tarjeta, la factura y la maleta—. Tengo que irme. Y será mejor que no inicien una reyerta porque resultará un escándalo imperdonable y de mal gusto y llevarían las de perder. —Señalé al joven Ardaruig—. Ni siquiera usted tiene nada que hacer conmigo.
En el salón de al lado, los invitados ya pasaban al comedor, donde se sentarían en mesas redondas y comerían tres platos y postre hasta reventar, Laura junto a la silla vacía del famoso Alirón.
Salí del aparcamiento, me puse al volante del Golf y, tres minutos después, ya entraba en la autopista que tenía que devolverme a Barcelona. Cuatro minutos después, ya estaba marcando un número en el móvil. Ya sé que no hay que hablar por teléfono mientras se conduce.