Read La clave de las llaves Online
Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera
—Querida señora o señorita: no disimule. Su presencia aquí es tan sospechosa o más que nuestra. No le veo ojos de sueño, lo que significa que hace rato que está en pie o que esta noche quizá ni siquiera se ha metido en la cama. Y esta ropa, cara y de marca, hace suponer o bien que se ha vestido con prendas de su señora, y me gustaría saber por qué, o bien que se dispone a salir de viaje, porque las criadas sólo se ponen ropa cara cuando tienen que salir de viaje…
—¡No soy la criada de nadie! —dijo la mujer morena con un desprecio impactante.
—Esa es otra posibilidad —replicó Biosca sin inmutarse—. Que no sea la criada y se encuentre de visita. ¿A estas horas? Como nosotros, por otra parte. ¿Y dónde está la criada, entonces? ¿Podemos pasar?
—¡Que pasen! —chilló la inglesa castellanoparlante—. ¡Que pasen de una
fucking
vez o empezaré a romper cosas!
Accedimos a una sala descomunal, con un ventanal enfrente que daba a un jardín todavía más grande e iluminado con luces indirectas, que ofrecía un generoso panorama de verde parecido a una selva oscura. Del ventanal para acá, era un decorado en blanco, beige y gris impoluto, como preparado para conceder una exclusiva a una revista del corazón, y una temperatura demasiado cálida para mi anorak, y los abrigos de Palop y de Beth. Empezamos a desabrocharnos desesperadamente.
En medio de tanta pulcritud, había dos detalles discordantes que creaban una perturbadora sensación de anarquía. El primer detalle eran dos zapatos sucios de barro que emporcaban el sofá, y el segundo detalle era una mujer rubia y bonita, estereotipo Barbie norteamericana, anoréxica y tetuda. Llevaba puesto lo que igual podía ser un vestido ligero de verano como una provocadora camisa de dormir de escote muy explícito que dejaba al descubierto unas piernas largas y espléndidas. No quería mirarnos:
—¡Ahá! —exclamó Biosca, dispuesto a soltar otra de sus retahílas deductivas sherlockianas.
—Si me permite, Biosca —me adelanté—, es tarde y todos estamos cansados. A lo mejor, si me cede a mí la iniciativa, como sé a qué hemos venido, acabaremos antes.
Cerró la boca y me cedió la palabra con una mirada recriminatoria y desafiante, como advirtiendo que más valía que compensara mi insolencia con una actuación bien brillante.
La mujer morena del collar de perlas se acercó a un mueble que había a la derecha de la puerta y cogió un vaso de whisky con la mano izquierda. Bebió un trago bien largo, con avidez.
—¿Estos zapatos estaban enterrados en su jardín? —pregunté. La Barbie asintió con la cabeza enérgicamente—. ¿Y quién supone que los enterró?
—¡No lo sé! —respondió, manteniéndose de espaldas y apretando los dientes. Y, de pronto, ahogada por un llanto que no acababa de salir—: Danny, supongo,
my god
, Danny…
Octavio se le acercó con la intención de abrazarla y consolarla tanto como hiciera falta, pero la morena del collar de perlas le salió al paso.
—¡Por favor! —indignada, decidida a poner orden—. ¿Se puede saber qué quieren? ¿Qué hace aquí la policía? ¿Qué han venido a hace a estas horas?
Palop me dirigió una mirada que pedía auxilio. Él era el policía y no sabía qué responder.
—Estas preguntas hágaselas a ella —dije—. ¿Qué significan para ella estos zapatos? ¿Por qué ha permitido que viniéramos? ¿Por qué le ha dicho a usted que nos abriera la puerta, a estas horas? ¿Qué quiere contarnos la señora Garnett?
—¡No quiere contar nada! —dijo la morena elegante.
—¡Yes!
—chilló Olivia Garnett de tal manera que todos retrocedimos un par de centímetros. Se volvió hacia nosotros y, al ver mi aspecto, añadió un alarido de terror. A continuación, hizo un esfuerzo por centrarse y volver a mirarnos con los ojos refulgentes de lágrimas y furia—:
¡I'll tell you all!
¿Saben quién enterró esos zapatos? ¡Danny, mi marido!
—Un momento, señora… —quise interrumpirla.
—Olivia, ve con cuidado —quería advertirle la morena.
Pero ella continuaba sin escucharnos:
—¿Y sabéis para qué? Para acusarme a mí del asesinato, oh,
my goodnes
, las enterró para acusarme a mí de los asesinatos… —Di un paso adelante, y ella me amenazó con el dedo, como si fuera una pistola o una espada. Hablaba deprisa, deprisa, en un castellano grotesco que en otro momento nos habría causado mucha risa—. ¡Déjeme hablar mi mente! —Traducía literalmente del inglés frases hechas,
speak my mind
, dar mi punto de vista—. ¡Para eso les he hecho venir, para que me escuchen, para decirles que soy inocente! ¡Fue Danny, Danny y el presidente de su
fucking
Club, que me prostituyeron a cambio de miles de millones de este
business
que quieren hacer, me vendieron como esclava. Porque Danny ha vendido su alma al Club, a cambio de un contrato millonario, no se puede negar a los caprichos o a las conveniencias del presidente… Me vendió como esclava, tuve que sacar una
fucking key
de aquel sombrero y salí de la casa y tuve que meterme en el coche de aquel
kinky
Costanilla, el marido de la
bitch
Enebro… Y aquel hombre, lo que aquel hombre me hizo… —Se estremecía de horror al recordarlo, y yo quería intervenir para truncar su confesión, pero no me lo permitía—. Lo que aquel hombre me hizo no me lo había hecho nunca nadie,
never, never, never
, ah… —Abrió la boca en un tumultuoso suspiro, sollozo, llanto, que la sacudió tan violentamente que pareció que se iba a caer al suelo.
—Olivia… —dije.
—¡Cállese! ¡Usted no ha venido a hablar, ha venido a escuchar! Danny había ido con aquella chica
in red
. Se fue con mucho gusto, muy contento, se fue, andando sobre el aire,
walking on air
como decimos en mi país, y permitió que yo me fuese con aquel asqueroso. Y al día siguiente todo era pedirme perdón, que a él tampoco le había gustado que lo obligaran a jugar a aquel juego, no le hacía gracia que alguien
fuck
con su mujer, y pasó mucha angustia por si le tocaba pasar la noche con la mujer de Monmeló, que es insoportable… pero estaba
horny
como un animal y jodió con la mujer del vestido rojo. ¡Dice que iba borracho…! Y al día siguiente ¿sabe por qué me pidió perdón? ¿Saben por qué me pedía perdón? —Confesión pública—: ¡Porque la chica del vestido rojo era una puta! Si no hubiera estado una puta, no habría pasado nada, ¡pero era una puta! Eso sí que le hizo enfadar. ¡Reig había hecho trampas! ¡Ah! Por su culpa Garnett había jodido con una puta… Algún hombre se estaba jodiendo su mujer mientras él, infeliz, jodía con una simple puta. Una puta que, después de haber jodido, ¡le pidió dinero! ¡Ah, aquello sí que fue desagradable, para mi querido
son of a bitch
Danny Garnett! ¡Aquello sí que le dolió! ¿Olivia jodiendo gratis con un hombre respetable y él tenía que pagar a una puta? ¡Aquello sí que era espantoso! Dice que la echó del coche. Para demostrarme el amor que siente por mí, dice que la dejó abandonada en medio de la carretera y que no le dio ni un céntimo. ¡Ah, sí! Mirad cómo me quiere mi marido. ¡Puede joder con otras mujeres, pero no les pagará ni un céntimo, no les pagará ni un céntimo de tanto como me quiere! —La pena ganó a la amargura, y el sarcasmo, de pronto, se rompió como un cristal. Se dejó caer sentada en el sofá y soltó el llanto, toda ella convulsa. Yo me acerqué. Me arrodillé a su lado.
—Olivia —dije, en voz baja.
—Y le dije que la mataría, sí, le dije que la mataría. Le dije que mataría a la puta… —El llanto no la dejaba hablar—. Y la puta murió, murió aquella noche y eso habla volumen…
—¿Cómo ha dicho? —hicieron Beth y Octavio al mismo tiempo, atónitos.
Nadie contestó. Ya se entendía el sentido.
—Tú no la mataste, Olivia… En aquel momento no lo sabías, pero la puta ya estaba muerta…
Sacudió la cabeza.
—Destrozaron nuestras vidas… —susurraba, entre la compasión y el asco. Señaló vagamente a la mujer del collar—: La mía y la suya…
Miré por encima del hombro.
—¿La suya?
La mujer tenía unos ojos negros, grandes y expresivos que se clavaron en mí desorbitados. «¿La mía?»
—Olivia acaba de decir que destrozaron vuestras vidas, la suya y la tuya. ¿Tú también estabas en aquella cena?
—¡Claro que estaba,
sure
! —exclamó Olivia—. ¡A ella le han arruinado el matrimonio! ¡Ella se ha separado de su marido después de lo que pasó aquella noche!
La mujer de los cabellos negros y rizados y el collar de perlas abrió la boca, aturdida. Yo me puse en pie y me enfrenté a ella.
—¿La señora Ardaruig? —pregunté.
Ella se quedó unos instantes en tensión, como conteniendo la respiración, unos breves instantes durante los cuales tal vez ponderó la posibilidad de mentirme. En seguida soltó aire y, con actitud de naturalidad, de «claro, ¿no es evidente?», afirmó con la cabeza y la caída de ojos. Acto seguido, con la mano izquierda se llevó el vaso a los labios. Echó atrás la cabeza, apuró el líquido y los cubitos la besaron. Ese gesto me inspiró la siguiente pregunta:
—¿Es verdad que se disgustaron, aquella noche, al ver que el azar los había reunido? —Se le incendió la mirada—. Tanto usted como su marido se habían hecho ilusiones de disfrutar de otra persona, como si fuera un juego divertido, y, cuando se encontraron el uno con la otra, se enfadaron, discutieron… ¡Se han separado!
La señora Ardaruig se estaba enfadando. Sujetaba el vaso con las dos manos y se me ocurrió que podía rompérsele y herirle los dedos.
—¿Y cuándo fue que le pegó la bofetada a su marido? ¿Aquella misma noche?
—Aquella misma noche —dijo, bajito, como un rumor amenazador.
—Embustera —dije con mueca ofensiva de desprecio.
Disparó la mano. La mano izquierda. En una bofetada que neutralicé a tiempo porque la estaba esperando, porque la había provocado. Zum, saltó la mano, y clac, le agarré la muñeca como quien para un objeto lanzado por los aires.
—Usted no le pegó aquella bofetada —dije— porque usted es zurda y su marido tenía aquel golpe en la mejilla izquierda. A su marido le abofeteó una persona diestra.
Los ojazos negros y expresivos me preguntaron: «¿Lo sabe?».
El ojo que no tenía cerrado le contestó: «Lo sé».
—¿Puedo preguntarle qué hace aquí?
Quería negarse. Se sentía acorralada, asustada.
—Me ha llamado —dijo, insegura, como si no se hubiera aprendido aquella parte del guión y temiera meter la pata—. Me ha llamado cuando ha encontrado los zapatos. —Ahora era ella quien sufría, pero se sabía mucho más fuerte que Olivia y no tenía la menor intención de llorar.
—¿Por qué?
—Porque…
No tenía preparada la respuesta. Sus pupilas, inquietas, me esquivaron y buscaron a Olivia.
—¡Porque hace
hours
—chilló Olivia Garnett, remarcando la palabra «horas» con un agudo penetrante—,
a lot of hours
, que su marido ha llamado al mío! Y Danny ha salido corriendo, sin excusas, y aún no ha vuelto, ¡por el amor de Dios, aún no ha vuelto! ¡Y no puedo preguntarle por qué demonios enterró los zapatos de la puta en el jardín!
Pegué un salto. De pronto, me entraron todas las prisas.
—¿Saben dónde han ido? —Nadie entendía la pregunta ni se daba por aludido—. ¿Dónde se han citado? ¿No saben dónde están esos dos?
El tono de voz, perentorio y espantado, movilizó al personal. Se miraban, efectuaban movimientos convulsos e inútiles. Tuve que repetir, levantando la voz:
—¿No saben dónde están?
—You know it
, Conchita —dijo Olivia, contagiada de mi ansiedad—.
You told me
. ¡Que debían de haber ido a la casa de Camallada! ¡Que era donde se ha instalado Luis!
—¿Camallada? —dije—. ¿Dónde está Camallada? ¿Qué es Camallada? ¡Hay que ir a Camallada!
Parecía que nadie sabía dónde estaba Camallada. Aparte de Conchita Ardaruig, claro. La agarré de los brazos y la sacudí:
—¡Llévenos a Camallada inmediatamente!
—No, no, no…
Se impuso la voz autoritaria de Palop:
—Llévenos a Camallada inmediatamente. Vamos.
Palop sujetó a Conchita del codo, como se sujeta a los detenidos, y la arrastró hacia la puerta.
—¡Eh, un momento! —Beth fue la única que pensó en la desnudez de Olivia Garnett. Corrió hacia un armario, sacó el primer abrigo de pieles que encontró y se lo puso encima de los hombros.
—¡Si no hace tanto frío! —protestó Octavio. Y, aprovechando que había tomado la palabra—: ¿Seguro que Garnett está ahí, donde vamos? Porque quiero pedirle un autógrafo…
Nos detuvimos ante la puerta para abrocharnos la ropa de abrigo, preparándonos para salir a la helada noche exterior.
—¿Podemos acompañaros? —preguntaba Beth con ingenuidad.
Salimos al jardín, atropelladamente, aunque yo era el único que sabía por qué corríamos. Dejamos atrás los agudos gañidos que aún emitía el rottweiler, acobardado por mi aspecto. Llegamos a la verja, salimos a la calle.
—¡Usaremos mi coche! —anunció Palop, dirigiéndonos hacia el Volvo blindado.
—Yo iré con vosotros —se añadió Biosca—. Quiero escuchar cómo cuenta Esquius de qué va todo esto. Beth: tú síguenos con mi Jaguar.
—¿Lo dice en serio? —Se emocionó la chica de los cabellos verdes.
Palop se puso al volante, Biosca a su lado; yo, Olivia y Conchita nos encajamos en los asientos de atrás. Beth y Octavio se metieron en el Jaguar XK 180 descapotable. Un instante después, Palop arrancaba el Volvo y el Jaguar nos seguía. Conchita, repentinamente sumisa, nos guiaba. Hacia la Ronda de Dalt, hacia la autopista de Sabadell y Manresa.
Estaba amaneciendo.
Y, entonces, atrapado entre las dos mujeres en el asiento trasero del Volvo en marcha, del que nadie podía huir, dije:
—¿Quieren saber qué pasó la noche de la cena de las llaves y quién mató a María Borromeo?
Lo único que vimos del pueblo de Camallada, al llegar, fueron un par de edificios, pajares, almacenes o garajes, algo así, con paredes sin encalar cubiertas de pintadas independentistas y techos de fibrocemento y con un tractor oxidado esperando el desguace en la cuneta. Bajo el rótulo «Camallada», medio caído, otro indicador señalaba un camino asfaltado que se desviaba hacia la izquierda. «Can Bordaire», decía. No especificaba si se trataba de un restaurante, de una masía o de una urbanización. Conchita Ardaruig exclamó, cuando casi era demasiado tarde: «¡Por aquí, a Can Bordaire!». Palop pegó un golpe de volante y yo abrí los ojos.