La clave de las llaves (22 page)

Read La clave de las llaves Online

Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera

BOOK: La clave de las llaves
12.8Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Sobre todo —dije, pensando que Reig había llevado a una prostituta haciéndola pasar por su novia— cuando hay alguien que hace trampas.

Enebro movió con tanta vehemencia su brazo que el contenido de su vaso salpicó a un par de invitados que estaban a un metro de distancia.

—¡Yo no hice trampas! —Ya estaba horrorizada—. Yo no hice trampas y, si hice trampas, fue para que me tocara con mi marido. ¿Quién le ha dicho a usted que yo había hecho trampas? ¡Seguro que fue la puta cabrona de Plegamans, esa meapilas, santurrona, beata, ésa sí que iba salida como una perra…!

Si ella misma me iba dictando el guión, yo no podía dejar escapar la oportunidad:

—La señora Plegamans me dijo que usted se lue con Reig, el futbolista…

—¡Mentira, mentira! —levantaba la voz—. ¡Ella, la Plegamans, quería ir con Garnett, y se ofendió cuando vió que yo me iba con mi marido, cuando vió que yo era más honesta que ella…!

—Y que a su marido le tocó de pareja la puta que después apareció asesinada… —aventuré, un golpe a ciegas.

Una sombra nos cubrió como si un
tsunami
se nos viniera encima. Tanto Enebro como yo levantamos la vista, sorprendidos, y nos encontramos con la mirada severa del canijo Costanilla y la corpulencia de un guardia de seguridad uniformado. Es asombrosa la cantidad de guardia de seguridad privada que hay en nuestra sociedad hoy en día. Y cómo me miran todos de mal.

—¿Algún problema? —preguntó Costanilla.

Unas cuantas docenas de ojos famosos se habían vuelto hacia nosotros.

—No, no, gracias —dije—. Ya lo he solucionado. Muy amable. Con mucho gusto me tomaría una copa con usted, pero tengo que irme, lo siento, ya habrá otra ocasión.

Le di el vaso al guardia de seguridad con tanta firmeza que no me lo pudo rechazar, hice una señal perentoria a Cristina y me encaminé hacia la salida sin esperarla.

Oí que Costanilla, a mi espalda, decía «Eh, eh, eh, un momento», y la vocecita ahogada de Enebro: «¡No, no, no, déjalo!». Si después continuaron con el «¿Quién era?» y el «Ya te lo contaré en casa», ya no lo escuché.

Mientras recogíamos los abrigos del guardarropa, temí que nos atraparan, pero no lo hicieron. Cristina no dijo ni una palabra.

Cuando salimos al frío de la calle, me cogió de la mano.

Yo preferí pasar mi mano sobre sus hombros y fuimos hacia el hotel apretándonos el uno contra la otra.

—¿Me contarás qué ha pasado? —preguntó ella—. ¿O prefieres que hablemos de lo que haremos cuando lleguemos al hotel?

Le gustaba hablar de sexo.

—Mira: primero, cada uno a su habitación. Me concedes un cuarto de hora y, después, me vienes a ver. Llamas a la puerta…

Escena 5

Le gustaba hablar de sexo. Antes, durante y después de practicarlo. En realidad, no callaba. Que si mírame, que si déjame que te mire, que si ponte así, que si házmelo así, y ahora acaríciame aquí, y dónde te gusta que te toque, y cómo te gusta que te lo haga, y espera, espera, descansemos, aguanta un poco, ahora lámeme, ahora chúpame, hummmm qué bieeen, ahora sólo excítame, ahora déjame que te excite yo.

Con todas las precauciones iniciales de las habitaciones separadas y del cuarto de hora de ventaja para prepararse, me había temido una relación a oscuras, vergonzosa y furtiva, de manera que me sorprendió lo que me encontré cuando salí de mi habitación en mangas de camisa, pantalones y calcetines, sin zapatos, llevando un vaso de whisky sacado del minibar. Ella se había dejado puesta la ropa interior y se había cubierto con un quimono de seda negra con flores rojas. Cuando llamé, ella abrió primero la puerta y, acto seguido, el quimono y me preguntó:

—¿Me pones nota?

Le puse una nota alta.

Evidentemente, se había perfumado con alguna esencia deliciosa y embriagadora que desterró definitivamente el whisky, y se había limpiado el maquillaje, lo que me pareció un acto heroico. Se me ofrecía tal como era, sin máscaras ni disfraces de ninguna clase.

Defendía que había que reprimir la pasión al máximo. «La pasión provoca precipitaciones y las precipitaciones no traen nada bueno. Juguemos, juguemos suavemente y, como seguramente a mí me costará más llegar al objetivo, tendrás que dedicarme a mí más rato que yo a ti.»

Me dejé llevar. Que si mírame, que si déjame que te mire, que si házmelo así, y ahora acaríciame aquí, y ahora lámeme y ahora chupa, y me encontré a gusto, los dos desvergonzados, exhibicionistas,
voyeurs
, pornográficos, obsesionados por los genitales y zonas erógenas pero también atentos a cada pliegue de la piel, la barbilla, el ombligo, la parte interna de los muslos, mi cicatriz del apendicitis, su cicatriz de la cesárea, y ahora vuélvete, y por detrás las nalgas y la totalidad de la espalda como fuente de placer sublime, dedicados a toda clase de prospecciones de esfínteres, marranos a conciencia, transgresores.

Y, al final, risas y bromas.

—¿Qué te parece? ¿Soy un buen sustituto del fontanero?

—Eres un buen complemento del fontanero. ¿Por qué conformarme con uno si puedo tener dos? Sois completamente diferentes. Tú eres el investigador, el que busca y encuentra, el que deduce a partir de mis gemidos. El fontanero es más grosero, más primario. Con él, tengo que lubricar bien las cañerías para que no me haga daño, no sé si me entiendes. Y, aunque le diga cómo me gusta que me trate, nunca me hace caso. Tengo que ponerle carteles de «por aquí», con una flecha, para que se dé por aludido, y ni así. Pero también me gusta, ¿sabes? Me gusta que me desobedezca y vaya a la suya y me haga callar. Sois dos estilos diferentes.

¿Estaba hablando en serio?

Así era Cristina.

Se durmió agarrada a mi pene como se dormiría una niña agarrada a la pata de su osito de peluche.

Al día siguiente, a plena luz de sol, se empeñó en repetir, poniéndome a prueba. Le apetecía jugar. «Por favor, señor conde, no me haga nada, no me tiente, aléjese de mí, que quiero hacerme monja», «Ooooh, señor conde, la tiene usted como un cirio» y yo le seguí el juego, como un aristócrata crápula ejerciendo el derecho de pernada y pervirtiendo irremisiblemente una alma pura y casta, y la verdad es que ella se ponía tanto en el papel que resultó divertido y acabamos partiéndonos de risa.

Cristina me hacía reír y eso me atraía tanto como aquel cuerpo espléndido en su madurez. Yo ya no necesitaba pasiones volcánicas; me convenía más una mujer que me hiciera sentir cómodo, que me resultara sexualmente atractiva y que me alegrara la vida.

Me duché en su habitación, me puse provisionalmente los calzoncillos, la camiseta, la camisa, los pantalones y los calcetines de la noche anterior y me fui a mi habitación para cambiarme de ropa y hacer el equipaje. Iba silbando el tema de un anuncio navideño de cava y la melodía se me truncó de golpe al abrir la puerta.

Alguien había entrado en mi habitación durante la noche.

La chaqueta de alpaca gris, acabada de estrenar, tenía tres agujeros a la altura del corazón. Agujeros con los bordes chamuscados, como agujeros de bala. No podían serlo, claro, porque no había impactos por ninguna parte, y por tanto deduje que lo habían hecho con puntas de cigarrillo, pero lo parecían, se parecían demasiado a tres disparos en el corazón.

Y habían metido todo el resto de la ropa en el maletín, el abrigo negro incluido, y se habían meado dentro. Orina agria, de cabrón con problemas de uremia o cetona. Toda mi ropa empapada y apestando.

Y en la suela de los zapatos, razonablemente nuevas, habían hecho agujeros del tamaño de una moneda de dos euros.

Tuve que apoyarme en un mueble porque me temblaban las piernas.

Cristina se sorprendió al verme aparecer con la misma ropa de antes, y sin abrigo, con el frío que hacía, pero aceptó el «ya te lo contaré» lacónico que le ofrecí sin hacer preguntas.

En el taxi, camino de Barajas, le dije:

—Volverás tú sola, en avión.

—¿Qué? ¿Y tú qué harás? ¿Te quedas?

—Yo alquilaré un coche y volveré por carretera.

—¿Pero por qué?

—Porque el caso que tengo entre manos es mucho más serio de lo que yo creía. Me han localizado, me han amenazado… —Le conté lo que habían hecho con mi ropa. Se estremeció. Y no le ahorré temores, porque yo mismo no me los ahorraba—: ¿Cómo pueden haberme encontrado? ¿Alguien nos siguió, anoche?

—No hay otra explicación.

—Sí. Hay una que aún me preocupa más. Y es que ya supieran que es Ángel Esquius quien está conduciendo esta investigación, porque alguien de Barcelona se lo haya dicho, y tengan suficiente poder como para localizar en pocas horas en qué hotel me albergaba.

—Pero eso es un poco paranoico, ¿no?

No lo era en absoluto, pensé. El ministrable Costanilla estaba en contacto permanente con los invitados de Barcelona. Aquello era lo que me había venido a decir Enebro.

Dije:

—En mi profesión, la paranoia es salud. Pero lo que ahora importa es que, si me voy en el avión, pueden continuar controlándome. En cambio, no es probable que cuenten con que alquile un coche, y eso los despistará, sobre todo si tú sí que te vas en avión y no anulamos mi billete.

—Qué vida tan agitada tenéis los investigadores privados.

—No te lo puedes imaginar.

Al bajar del taxi, se me empezaron a meter piedrecitas y grava a través de las suelas de los zapatos agujereados. No me los había podido cambiar, porque sólo llevaba aquéllos. Una especie de recordatorio constante del peligro que corría.

ACTO SEPTIMO
Escena 1

Desde el aeropuerto, llamé al comisario Palop. Me dijeron que no estaba en su despacho. Llamé a Monzón, mi amigo de la Policía Científica. Tampoco estaba. No me atrevía a hablar con nadie más: no podía quitarme de la cabeza que implicado en todo aquello estaba el juez Santamaría y un ministrable de Madrid, con autoridad sobre la policía. Llegaba a plantearme si Santamaría no habría formado parte, también, de la nómina de invitados a la orgía. De momento, tenía a diez participantes prácticamente confirmados: Reig, con Mary Borromeo, Felip Montmeló y señora (o pareja para la ocasión), el Escorpión Garnett (ídolo de masas) y señora (posiblemente), el matrimonio Plegamans y Enebro y Costanilla.

¿Alguien más?

En principio, cualquiera de los asistentes a la fiesta, sobre todo los hombres, podía ser el asesino de Mary.

Cristina salió en el puente aéreo de las 11.45.

Yo alquilé un Ford Escort y, a las 12, ya corría por la N II, entre Torrejón y Alcalá de Henares.

Iba pensando alternativamente en Cristina y en la amenaza de la noche anterior. En el lujo que representa encontrar a alguien que folla con ganas cuando tienes muchas ganas de follar y en lo que habría podido suceder si los amenazadores me hubieran encontrado en la habitación cuando entraron. Sentía que el miedo se me subía a la cabeza y me inducía a cuestionarme los motivos de mi implicación en aquel caso.

¿Me la estaba jugando porque me sentía comprometido con aquella pobre mujer que quería una pensión para su nieta? ¿O quizá porque me indignaba comprobar (como si no lo supiera) que el poder siempre tiene la última palabra? ¿Me la estaba jugando simplemente porque quería que se supiera la verdad? ¿Era que había leído demasiadas novelas, como El Quijote, y había perdido la razón lo bastante como para lanzarme de cabeza contra peligrosos gigantes creyendo que eran inofensivos molinos?

El viaje de Madrid a Barcelona por autopista es de unas cinco horas y da para mucho. Cerca de las dos, salí de la autopista y me detuve a comer en un restaurante de carretera, cerca de Calatayud. Había muchos camiones en el aparcamiento y, contra toda previsión, la comida era espantosa.

Para huir del miedo paralizador, dediqué un buen rato a pensar en Mónica y su novio tocador de theremin, y me pregunté, casi sin querer, cuál sería su reacción cuando le notificara que me casaba. Esta ocurrencia inesperada me provocó un nuevo ataque de pánico y disparó mis pensamientos en otra dirección. Cristina, el polvo con Cristina, el resto de mi vida con Cristina, el peligro en que había puesto a Cristina, la posibilidad de que pudiera pasarle algo malo por mi culpa.

También estuve escuchando la radio y cantando en voz alta.

Cuando entraba en la provincia de Barcelona, me paré en un área de servicio y llamé a Biosca. Le dije «Soy Esquius» y mantuvo casi medio minuto de silencio antes de decir:

—Me parece que se equivoca.

—Venga, Biosca, soy Esquius. No tenga miedo. El rey no tiene nada que ver con el caso que nos ocupa.

—¿Con quién quiere hablar, exactamente?

—Será mejor que me pase con Beth, o con Octavio…

—Aquí no hay ninguna Beth ni ningún Octavio.

—Claro: porque están en los grandes almacenes buscando ladrones. Por favor, Biosca, no me ponga más a prueba. Ya le he demostrado que soy Esquius, ¿no?

—Usted no me ha demostrado nada.

—Bueno, hagamos una cosa. Usted no diga nada. Así no se comprometerá a nada en caso de que esta llamada sea una trampa, ¿de acuerdo? Limítese a escucharme.

Por una vez, me hizo caso. Pude proceder a contarle todo lo que había averiguado procurando ser esquemático y, sobre todo, dejando bien claro que no teníamos que preocuparnos en absoluto «por aquella persona que usted y yo sabemos», que estaba completamente descartada, que incluso tenía informaciones fidedignas de que el día de autos estaba de viaje privado y secreto en Noruega. Le pedí si podía conseguirme información sobre los invitados de la cena, sobre todo del matrimonio Plegamans, reclamé su ayuda contra las amenazas que se cernían sobre mí, sobre todo la de Cañas, y concluí la exposición repitiendo que no teníamos ningún rey, y sí un Reig.

—Fútbol —murmuró Biosca, en un susurro maravillado, atónito, de niño que acaba de conocer un secreto trascendental—. ¡Eso es mucho más peligroso e intocable que la monarquía…!

—No diga tonterías, Biosca.

—No son tonterías, Esquius. Usted me ha llamado para pedirme ayuda y refugio, ¿no es así? ¿Por qué a mí y no a su querido comisario Palop? Porque no se fía de nadie. Porque, en definitiva, tiene miedo, Esquius. No disimule, no mienta, confiese que, al fin y al cabo, es humano. Ahora, póngase en mis manos. Cuando llegue al peaje de Martorell, desvíese hacia la Nacional de Lleida, hacia Igualada. Bueno, y vaya a mi nueva casa —me dio las indicaciones precisas para llegar a ella—. Una vez allí, a la derecha de la verja electrificada, en el muro verá una piedra de color más claro que las otras. Apriétela y se abrirá una puerta secreta. Dentro, encontrará un teclado numerado. Pulse las teclas dos, cinco, ocho, tres, y la verja se abrirá. El mismo código le servirá para abrir la puerta de la casa. Allí estará seguro… Yo iré en seguida.

Other books

Minding Amy by Walker, Saskia
El laberinto prohibido by Kendall Maison
The Edge of the Gulf by Hadley Hury
The Labyrinth of the Dead by Sara M. Harvey
Almost by Eliot, Anne
Hidden by ML Ross
All Good Things Absolved by Alannah Carbonneau