Read La clave de las llaves Online
Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera
La piscina estaba al otro lado de la cortina negra. Era cubierta y el agua estaba templada. La verdad es que, una vez dentro, el remojón me pareció oportuno. Relajante.
Biosca también se relajó, en cuanto me vio dentro del agua. Para él, había pasado el peligro. Sonrió de una manera que me hizo pensar que, por fin, estaba volviendo a la fase eufórica:
—¿Qué le parece el agua? ¿Está a la temperatura correcta?
Nos instalamos cada uno en un rincón del rectángulo, con ese pudor crispado de hombres desnudos que comparten un espacio reducido y tratan de aparentar normalidad. Las mujeres tienen mucho más asumidas estas situaciones.
—Buen trabajo, Esquius —dijo Biosca cambiando de tono—. Y me gusta que tome tantas precauciones como yo. Ya me he dado cuenta de que, por teléfono, disfrazaba las cosas. ¡Futbolistas…! No ha estado nada mal. Nuestro enemigo, esta vez, es muy peligroso.
—No es tan peligroso como usted cree. Ya le he dicho que la monarquía no tiene nada que ver en todo esto.
—No crea que no he hecho comprobaciones sobre lo que me ha dicho por teléfono. Y bueno, puede ser, sólo puede ser, que ese señor que usa corona no esté implicado, y eso, Dios mío, eso es un peso que me consta que lo ha tenido asustado y trémulo, querido amigo Esquius, y que ahora puede quitarse de encima, pero, a ver, tenemos ministrables, personalidades políticas, deportistas y centenares de millones de euros en juego… ¿Cree que no pueden asesinarnos, por eso?
A veces, las extravagancias de Biosca sólo son disfraces que esconden una lógica elemental.
—No me cabe la menor duda.
—¡Ah, amigo! ¿Me está diciendo que quiere abandonar la investigación?
Pensé un instante antes de responder. ¿Quería abandonar la investigación? Lo cierto es que me sentía desanimado y sin fuerzas. Recordé los falsos agujeros de bala en la chaqueta de alpaca nueva. Pero soy terco, debo reconocerlo, y no me gusta que me amenacen y me fuercen a hacer lo que no quiero hacer. No puedo evitarlo, es superior a mis fuerzas, hasta el punto de que en aquel momento ya no podía determinar si era el amor propio o la necesidad de que se hiciera justicia lo que me movía. La justicia era importante, no se trataba de un concepto abstracto: sólo había que pensar en aquella pobre mujer y su pobre nieta, pudriéndose en una urbanización. Y la muerte de dos mujeres que quedaría sin castigo. Aunque me pareciera un poco estúpida y novelesca mi actitud, no podía evitarlo.
—No, no. Claro que quiero continuar investigando.
—Muy bien, Esquius. Eso nos evitará la desagradable posibilidad de que nuestra dienta venga a la agencia a tocarnos la pera, reclamando el dinero con la excusa de que no conseguimos resultados. He invertido mucho en esta casa, tengo muchos gastos, el día menos pensado le voy a pegar un sablazo, jajá. —No había duda: la fase eufórica se había impuesto—. Pero vamos al grano: Le gustará saber que he estado haciendo unas cuantas preguntas aquí y allí. En lo que respecta a la Ciudad Deportiva Catalana, tengo que decirle que he confirmado su información. La directiva de Felip Monmeló hace tiempo que va detrás de ese fabuloso negocio inmobiliario. Le tienen echado el ojo a unos cuarteles del ejército desafectados y han hecho una oferta milionaria para comprarlos con la intención de conseguir una recalificación de los terrenos y construir allí una Ciudad Deportiva con equipamientos comerciales alrededor y una zona residencial de propina, que es ahí donde está el gran negocio. Me hace gracia que tenga los pelos del pecho tan blancos como los de la cabeza. ¿No ha pensado nunca en depilárselos? Ahora está de moda entre los hombres. Incluso entre los heterosexuales. A mí me gustaría tener pelo en pecho para poder seguir la moda…
—Supongo —reconduje la conversación— que, para conseguir lo que quieren, trataron de comerle el tarro a Costanilla.
—Quieren hacer lo mismo que hizo el Real Madrid para salir de la bancarrota. Si el Real Madrid pudo hacerlo, ¿por qué ellos no? Pero la adquisición de terrenos militares y la recalificación y todo eso depende de altas esferas y las altas esferas dicen que nanay. Por lo que sé, el presidente de la Generalitat estuvo hablando de este tema con Costanilla hace unos días. Estaba en su agenda. Los periódicos no han dicho nada, nadie ha dicho nada, y eso significa que no se ha llegado a ninguna conclusión, ni positiva ni negativa. Es verosímil que Felip Monmeló haya querido comprarse a Costanilla por otro lado, utilizando métodos más… imaginativos. Sobre todo, conociendo a la señora Costanilla, la famosa Enebro.
—¿La conoce usted? —me sobresalté.
—No. Sólo recojo lo que dicen las malas lenguas. Una ninfómana, una pervertida, le encantan las camas redondas y los consoladores y el vicio en general. O sea: una mujer encantadora.
—¿Y el ministrable Costanilla?
—¡Al ministrable Costanilla no se le levanta! —Biosca soltó una carcajada cruel—. Eso dicen. Si hicieron cambio de parejas, pobre de la mujer que le tocó, ja, ja, ja. —Recuperó la seriedad haciendo un esfuerzo, y con la hilaridad bailando en sus ojos y en las comisuras de sus labios, buscó otro tema—: ¿No quiere tomar nada, Esquius? No, no, es mejor que no. No tenemos servicio que nos lo traiga y no nos apetece volver a verle el culo a Tonet, ¿verdad? —Volvió a reír de tal manera que se formaban olas en el agua de la piscina. Un auténtico temporal—: Esta noche queremos dormir tranquilos, ja, ja, ja. —Fernando y yo esperamos a que saliera de su delirio. Tonet estaba ensimismado, perdido en su mundo hermético—. Otro tema, otro tema, otro tema. Espere, Esquius, es que estoy tan contento de que no le hayan matado y de que no tengamos que enfrentarnos a la maquinaria implacable de la monarquía que no pararía de celebrarlo. Otro tema: los Plegamans. También los hemos investigado, ¿eh, Fernando? Son muy conocidos. Después tomaremos alguna cosa, Esquius, no se obsesione, he comprado comida preparada y la calentaremos en el microondas. Los Plegamans, formados por la pareja Jordi Plegamans y Eulalia Lali Castro, son los propietarios de Sesibon SA, donde se fabrican los Chanchi Pirulí, los Pirulís Habaneros, Asukikis y tantas otras golosinas para niños que se venden a granel en tiendas especializadas. Seguro que los recordará: no paran de tener juicios por los vertidos tóxicos en el Llobregat. Recordará que un juez, no hace mucho, los declaró inocentes porque consideró que el río Llobregat ya estaba muerto y que, por tanto, no se les puede acusar de atentar contra la vida del río porque no se puede matar lo que ya está muerto.
—Me dijeron que eran muy religiosos.
—Pertenecen a una secta destructiva muy conocida, católica, apostólica, neoliberal, partidaria del cilicio y del Moët Chandon.
—¿Y estaban en una cena de cambio de parejas?
—Antes, si no me equivoco, le he hablado de centenares de millones de euros, Esquius. No me he equivocado ni era una exageración. Una vez sentado ese detalle, no entiendo la pregunta. Los Plegamans, católicos de misa diaria, estaban en una cena de cambio de parejas donde se estaba hablando de centenares de millones de euros. ¿Cuál es el elemento que no le encaja?
Sacudí la cabeza.
—¿Es fácil hablar con ellos?
—No mucho. Pero tendrá una buena oportunidad pasado mañana, el sábado. Tienen que ir a una boda, en una ermita del Maresme. ¿Le gustaría asistir, Esquius?
—Tendré que comprarme un nuevo traje de alpaca gris.
—Está bien. Disponga del día de mañana para ir de tiendas. Pero tendrá que espabilarse para colarse en la fiesta: no he podido conseguirle ninguna invitación. Si quiere que le dé un consejo, póngase bien elegante y hágase acompañar de una pareja espectacular y discreta al mismo tiempo, si entiende lo que quiero decir; así se confundirá más fácilmente con el resto de los invitados. No tengo ninguna duda de que un hombre de sus recursos y de su atractivo dispone de una agenda llena de teléfonos de mujeres de estas características.
Suspiré. Me vino a la cabeza la imagen de Cristina, la estafadora. Si la llevaba a la boda, era muy probable que se embolsara los cubiertos de plata.
—Me parece que iré solo —dije.
Viernes, 19
Pasé la noche en el búnquer de Biosca, con pijama de seda de su propiedad y en una habitación enorme con unos muebles que parecían escasos y demasiado pequeños.
Me costó mucho coger el sueño porque me acordaba de la señora Merlet (y de todos sus muertos) y me veía a mí mismo como un pobre imbécil que va de putas y paga dos millones por un par de polvos sin darse cuenta ni de la profesionalidad de la chica ni de su propia estupidez. La imaginaba riéndose y celebrando el éxito de su plan con Esteban y no quería ni plantearme si Mónica participaba en la celebración. Todavía no experimentaba el dolor de la separación pero me ofuscaba la indignación.
Al final, me dormí y lo hice profundamente y durante muchas horas.
Al día siguiente, me atendió una criada espectacular como una modelo de
Playboy
que, muy discreta, me llevó la prensa y el desayuno a la cama y me contó que Biosca, Tonet y Fernando habían ido a la agencia y que yo estaba dispensado de ir a trabajar durante unos cuantos días. Cuando me preguntó si deseaba algo más, tuve una idea y una proposición en la punta de la lengua, pero me la tragué.
El desayuno era tan espectacular como la criada. Salado y dulce, agua fría, zumo de naranja y café con leche, embutidos y quesos y pastas variadas, mermeladas y bombones de chocolate. Era absurdo proponerse hacer dieta cuando estábamos tan cerca de la Navidad y sus excesos.
Me habían lavado la totalidad de mi ropa para borrar los orines de mis perseguidores y pude ponerme una camisa y unos pantalones, pero confieso que lo hice con aprensión y con ganas de renovarme todo el vestuario. Luchando contra el malhumor, salí a un día luminoso y frío, monté en el Golf y me fui hacia la parte alta de la Diagonal, a mi tienda de ropa de cabecera, la de las rebajas anticipadas. El vendedor copiado de un maniquí me recibió exactamente con la misma familiaridad y la misma sonrisa con que me recibe el camarero del bar donde me tomo el cortado cada mañana. Esa sonrisa que significa «¿Lo mismo de siempre, señor?». Pues sí, lo mismo de siempre, más o menos. Me compré una bolsa de viaje con ruedas y provista de tirantes, que me permitían llevarla como mochila, un abrigo negro, un traje de alpaca gris, tres camisas, una corbata de rombos, ropa interior y dos pares de zapatos. Las Sebago de toda la vida y unas Clarks más deportivas y sumamente cómodas y sin agujeros en la suela.
—¿Pagará en efectivo, como siempre?
—No, hoy con tarjeta.
No sé qué debía de pensar de mí aquel hombre más allá de su mirada neutra. A lo mejor me imaginaba masoquista, haciéndome azotar con la ropa puesta hasta que quedaba destrozada y necesitaba reponerla inmediatamente. O algo parecido. La gente tiene una imaginación repugnante.
Le entregué la tarjeta de crédito y contemplé cómo entraba en la terminal de la tienda con el mismo horror que si viera a un recién nacido introducido a la fuerza en la boca de un tiburón hambriento. No podía dejar de pensar en el dinero. Me daba la sensación de que aquel vendedor se apoderaba del ordenador portátil que había proyectado comprarme antes de conocer a Esteban Merlet. En seguida rectifiqué; era el propio Esteban Merlet quien se llevaba el portátil entre grandes carcajadas, y la pantalla de plasma, para ver películas en formato grande, y los billetes de avión para pasar unos días en París y todos los demás proyectos para los que había estado ahorrando. Esteban Merlet y su señora madre.
A la una del mediodía fui más allá de la Cruz de Pedralbes, hacia unas casas que hacían equilibrio en unas calles de muchas curvas y muy empinadas.
Tete Gijón me esperaba apoyado en su moto, delante de un bloque de pisos. A partir de la esquina que tenía detrás, arrancaban los terrenos de una mansión rodeada de unos muros de dos metros con puntas afiladas en lo alto. Al otro lado de los muros, asomaban las copas de árboles centenarios.
Me recibió muy eufórico.
—¡Eh, Esquius! ¡Hola, Esquius! ¿Cómo estamos, salao? ¿Estás más delgado? ¿Estás más gordo? ¿Te has dado cuenta de que la gente siempre saluda diciendo lo mismo? Estoy tratando de inventarme una nueva manera de saludar. ¡Hau! Como los indios: ¡hau!
Me agarró del brazo y me condujo hacia la portería del edificio. Había bojes polvorientos a ambos lados de la entrada y un portero aburrido, repantigado en una silla detrás de un mostrador, parecía tomar consciencia de que pertenecía a una especie en vías de extinción. El vestíbulo, grande y con plantas, había sido decorado treinta años atrás con muchas pretensiones pero poco a poco se había ido degradando. La gente que se traslada a esa zona de la ciudad, pagando una millonada, no lo hace para embutirse en un piso. Aquel edificio estaba fuera de lugar.
El ascensor era viejo y hacía ruidos inquietantes y subía a sacudidas.
—¿Cómo has follado, Esquius? —me preguntó Tete, por el camino—. Ésta podría ser la nueva manera de saludar. ¿Cómo has jodido? ¿Has jodido bien? ¿Necesitas follar? ¿Qué te parece?
El fotógrafo nos esperaba en el rellano de la escalera.
Él tampoco había sido diseñado para vivir en aquel barrio. Era demasiado joven, iba demasiado despeinado y mal afeitado, se movía demasiado esparciendo alrededor un ligero efluvio de sudor, el sarcasmo y la mala leche le torcían la sonrisa, llevaba los faldones de la camisa fuera de los pantalones y andaba sin zapatos, sólo unos calcetines que se adivinaban bastante sucios. Tenía los ojos abrillantados por alguna sustancia estimulante. Si me hubieran dicho que era un infiltrado de Tete Gijón, puesto allí a propósito para espiar a Garnett y hacer de
paparazzo
, me lo habría creído. Pero no me lo dijo nadie.
El fotógrafo vivía solo, sin una mujer que pusiera un poco de orden en su vida. El estado de su piso me hizo pensar en el caosque reinaba en casa de doña Maruja, pero aquél quizá era más enfermizo y éste más natural, más de acuerdo con la personalidad del personaje. Pensé que el fotógrafo siempre había vivido en la anarquía, la confusión reflejaba exactamente el mundo que él comprendía y que le gustaba, que incluso le estimulaba. Supuse que, al entrar en una habitación de hotel, para sentirse a gusto, nuestro amigo tenía que tirar cosas al suelo y colocar los muebles fuera de lugar.
Las paredes estaban recubiertas de estanterías llenas de vídeos, DVD's y libros grandes, de regalo. Por todas partes, por el suelo y encima y debajo de los muebles, había montones de revistas y periódicos. Trabajaba en algo relacionado con la imagen porque había seis o siete pantallas encendidas alrededor de su mesa. Todas encendidas. Unas mostraban diferentes programas de televisión, sin voz, otras salvapantallas de Microsoft, y en una vi a una señorita muy atractiva quitándose la ropa.