Read La clave de las llaves Online
Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera
—Señor Biosca —dije, cambiando el tono de voz.
—Diga.
—No soy Esquius. Soy del Servicio Secreto de la Casa Real.
Un silencio largo. Y, después, un grito.
—¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío!
Me reí para quitarle hierro al momento. Quizá me había pasado un poco.
—Que sí, que soy Esquius, Biosca…
—¡Oh, Dios mío!
—¡Que era una broma…!
—¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío!
—Biosca, joder, que sólo era una broma…
—¡Oh, Dios mío!
—Pero no se ponga así…
—¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío!
Colgó el teléfono como si me lo tirara por la cabeza. Me supo mal. La frágil estabilidad mental de Biosca no admitía aquella clase de bromas. Me estuve planteando si dirigirme a su casa, como me había ordenado, o si antes debía pasar por mi piso para recoger ropa limpia, o si prefería hacerle una visita a Cristina.
Decidí que lo primero era lo primero.
Pocos quilómetros antes del peaje de Martorell, la llamé. Eran las cinco y media. Cristina ya debía de estar en casa desde hacía rato, deshaciendo la maleta, reponiéndose del viaje, pensando con ojos soñadores en las horas maravillosas que habíamos pasado juntos.
Tenía el teléfono móvil desconectado. Suele suceder cuando alguien ha viajado en avión. Te obligan a desconectarlo («completamente», según puntualizan) antes del despegue y luego no te acuerdas de conectarlo de nuevo.
Llamé al número de información de Telefónica y pedí el número de Cristina Pueyo, domiciliada en tal dirección. Me lo dieron. Lo marqué en mi móvil.
—¿Sí?
—¿Cristina?
No entendí su respuesta. Problemas de cobertura. Tuve que gritar:
—¿Cristina Pueyo?
—¡Sí, soy yo, Cristina Pueyo al aparato!
Aquella conversación a gritos me inspiró:
—¡Soy el fontanero! —Traté de adoptar una voz ronca, metiéndome en el papel, como me había metido por la mañana en el de aristócrata crápula.
—¡Ah, el fontanero! —exclamó, encantada.
—Usted ha llamado al fontanero, ¿no? —Yo continuaba gritando, en parte por la euforia y la anticipación, en parte para superar las interferencias telefónicas.
—¡Pues claro que le he llamado, y le estoy esperando ansiosa!
—Pues ya estoy llegando, ya se puede preparar.
—¡Muy bien! No me moveré de casa.
—Por favor, prepárese bien, ¿eh?
—Sí, sí, me prepararé bien. Este grifo no deja de gotear.
Me reí, excitado como un adolescente. Aquello era un bálsamo para mis preocupaciones.
—Pues haga lo que le voy a decir. Prepáreme el terreno, ¿de acuerdo?
—Sí, sí.
—¡Échese en la cama, ábrase de piernas y lubrique muy bien las cañerías!
—¿Qué?
Yo ya me reía a carcajadas.
—O, si no, déjemelo a mí. ¡Ya le lubricaré yo los bajos con la lengua! ¡Y, luego, le pasaré el desatascador!
—¿Pero qué está diciendo?
—¡Lo que oye, señora, lo que oye!
—¡Pero usted es un guarro…!
—¡Sí, señora, sí, el fontanero guarro para guarrindongas impenitentes!
—¡Usted es un cabrón pervertido y asqueroso baboso!
Me pareció que se pasaba un poco, pero continué riendo.
—¡Sí, señora, sí!
—¡Y avisaré a la policía, vicioso de mierda! —En el momento en que dejaba atrás una zona de la autopista flanqueada por cables de alta tensión y antenas diversas, la comunicación se hizo nítida. Y, si prestaba atención, ahora que la oía bien, aquella voz no me parecía conocida. Continuaba chillando—: ¡Para que lo sepas, tu número ha quedado grabado en mi aparato, y te juro que te caerá un paquete que te arrepentirás para siempre de hacer llamadas marranas, mamarracho, payaso, depravado, crápula indecente!
Se me estranguló y adelgazó la voz cuando balbuceé, suplicante:
—¿Pero usted no es Cristina Pueyo?
—¡Sí, señor, Cristina Pueyo! ¡Y pronto sabré quién eres tú, pelele capado, nos encontraremos en los tribunales!
Cortó la comunicación.
Me quedé estupefacto durante un buen rato mientras corría a tumba abierta hacia el peaje de Martorell. El cerebro, primero en blanco, paralizado, en seguida se puso a trabajar a toda máquina.
¿Qué había sucedido? Era Cristina Pueyo, pero no era Cristina. No me había equivocado de número de teléfono. Era Cristina Pueyo que vivía en la misma dirección que Cristina Pueyo, por Dios, pero no era mi Cristina Pueyo.
Sólo tuve que hacer lo que no había hecho hasta entonces: plantearme si era posible que mi Cristina me hubiera mentido, para que la evidencia, las evidencias, muchas evidencias, cayeran sobre mí como un alud de rocas. Trabajaba en una productora cinematográfica pero no conocía a ninguna de las personas que asistían al estreno de Madrid; y se comportaba como si nunca hubiera estado cerca de un actor o de una actriz; y se había dejado las invitaciones porque posiblemente no las había tenido nunca y la cesárea, joder, la cesárea. ¿No me había dicho que no tenía hijos?
Al llegar al peaje de Martorell, me desvié hacia Igualada, hacia la casa de Biosca, y ya no buscaba únicamente refugio contra una amenaza que de repente, me parecía remota e inverosímil sino que sobre todo buscaba consuelo para mi corazón roto (si se me permite expresarme de esta manera).
Entonces, ¿quién era la Cristina que ya no debía de llamarse Cristina?
Una mujer que vivía en su misma escalera (vivía allí porque, cuando nos conocimos, entraba con el carrito de la compra y una bolsa de farmacia) y que quiso ocultarme su identidad.
¿Quién más podía ser, si no la madre de Esteban, el novio de mi hija, la señora Merlet en persona?
Volví a verla, aquel primer día, hablándome desde la puerta: «¿Esta carta es para los Merlet?». ¿Cómo había podido ver para quién era la carta desde tan lejos? Abrió el buzón de Cristina Pueyo, sí, pero yo mismo había podido comprobar que aquellos buzones se abrían sin ofrecer resistencia. Embobado por su conversación y sus risas, no sospeché nada al ver que ella se buscó una excusa cuando le pedí que hablara con la madre de Esteban. Ni después (los recuerdos estallaban como cohetes dentro de mi cabeza, y el castillo de fuegos artificiales dibujaba una palabra en el vacío de mi cerebro: Imbécil), cuando me dijo que Esteban se había inventado un instrumento musical, lo que no era exacto, ni siquiera yo me habría expresado de aquella manera. Una amiga y confidente de Esteban habría hablado del theremin. La única que habría dicho que Esteban había inventado el theremin, o un disparate parecido, tenía que ser su madre, la mujer que no se comunicaba con el chico, que no sabía muy bien a qué se dedicaba porque el chico siempre le había importado muy poco.
En aquel momento, podría haberme puesto a gritar «¡Oh, Dios mío! ¡Oh Dios mío! ¡Oh, Dios mío!» con más pasión que Biosca un rato antes.
Pedí su número de teléfono fijo a información con los datos del apellido Merlet y su dirección y, cuando lo tuve, la llamé en seguida, sin preparar ningún discurso, y me salió el contestador. Aquella voz que hacía pensar en la boca risueña informaba que no podía atender mi llamada y me proporcionaba el número del trabajo por si se trataba de un asunto profesional.
¿Trabajo? ¿En qué debía de trabajar?
No eran horas de oficina, pero de todas formas llamé a ese número. Otro contestador:
—Playa y Nieve. Deje su mensaje, por favor.
¿«Playa y Nieve»? ¿Qué coño era eso?
Inmediatamente, con el móvil que ya empezaba a calentarse, me puse en comunicación con Amelia, para pedirle que me lo buscara en Internet, y un cuarto de hora después recibía la respuesta sobre las actividades de aquella empresa:
—Venden apartamentos en régimen de multipropiedad —me informó alegremente la secretaria, inconsciente de que estaba clavando el clavo que terminaba de cerrar la tapa del ataúd—. Es uno de esos negocios en la frontera de la legalidad. De los que te envían una carta muy llamativa y llena de signos de exclamación diciéndote que te ha tocado un premio, y te convocan a una reunión para recogerlo y, entonces…
—Sí, sí… Ya sé qué es.
—Vendedores especializados en embaucar a inocentones, gente de pueblo, ancianos y gente indefensa en general —insistió ella, por si no había quedado suficientemente claro.
—Ah. Ah, sí. Gracias.
Corté la conversación con ganas de empotrarme contra un camión cisterna de Campsa.
La señora Merlet, la madre que la parió, la señora Merlet.
Entre ella y su hijo, me habían estafado doce mil euros.
A la derecha de la verja, había una piedra de color más claro que las otras. A pesar de que estaba al alcance de la mano de un conductor, tuve que apearme del coche para encontrarla porque ya había oscurecido. Ocultaba un pequeño teclado en que pulsé el dos, el cinco, el siete y el tres.
La verja se desplazó hacia la derecha, sobre raíles. Volví al coche.
Penetré en un patio alfombrado de grava sobre la cual los neumáticos del coche levantaron un ruido que me pareció ensordecedor. Había estado en el anterior domicilio de Biosca, y puedo asegurar que era digno de ser visto, pero aquél, ya a primer golpe de vista, prometía mucho más.
La mansión, de paredes blancas iluminadas por focos indirectos ocultos en los rincones, estaba formada por la intersección de tres cubos gigantescos colocados a diferentes niveles, como cajas amontonadas de cualquier manera y en precario equilibrio. Todo ángulos rectos y ventanas cuadradas tapiadas por persianas blancas, ninguna terraza aparte de aquel patio inhóspito en que aparqué el Golf. Ningún detalle verde, ni césped ni flores. Sólo una caricatura de árbol confeccionada con hierro y maderas, escultura tan fría e inexpresiva como el resto del decorado.
Yo sabía que una cámara estaba siguiendo y grabando mis pasos. Era la casa de un paranoico.
A un lado de la puerta, había un teclado igual al anterior, igualmente sensible a los números dos, cinco, siete y tres. La puerta se abrió y, automáticamente, se encendieron las luces del vestíbulo.
Como no me lo esperaba, me llevé un susto descomunal al encontrarme con el gran mural del ojo. En el vestíbulo cúbico y blanco no había nada más. Ningún mueble, ningún cuadro, ningún tapiz, ninguna alfombra. Sólo el ojo de dos metros de altura por tres de ancho, que te miraba fijamente. Parecía sacado de un anuncio de prensa de principios del siglo veinte. Es más, si no recuerdo mal, la famosa agencia de Detectives Pinkerton tenía un logotipo similar. No había forma de olvidar que me encontraba en el radio de acción de un paranoico.
Un estrecho pasillo con una puerta a cada lado (un cuarto de baño y un pequeño gabinete donde Biosca revelaba fotos y microfilmaba documentos) me condujo hasta a un gran patio interior, sin techo, que se podía cubrir con una lona que había en lo alto, y al cual se abrían todas las habitaciones de los tres pisos de la casa. En medio había un pequeño estanque con surtidor, con peces de madera lastrados de tal manera que flotaban entre dos aguas. Debajo de un porche, vi una mesita de teca de tomar el té y un sillón de respaldo muy alto puesto de espaldas a mí. Había alguien sentado en él.
De repente, el sillón giró y me descubrió a un hombre de melena y bigote muy negros, con gafas negras y vestido de negro, que tenía una pistola negra en la mano y me encañonaba.
El sillón giratorio estaba muy bien engrasado. Demasiado. No se detuvo cuando aquel hombre tenía previsto. Continuó girando sin control, y dio una vuelta, dos vueltas, y tuve la sensación de que aquello era un muñeco montado en una atracción de feria, hasta que él mismo frenó el artefacto con las puntas de los pies.
Y continuaba encañonándome con la pistola. Es una sensación muy desagradable.
—¿Quién es usted? —exclamó. Y en seguida—: Ah, Esquius. Usted a mí no me conoce, pero yo a usted sí. ¡Es el famoso Esquius! —Hablaba disfrazando la voz y parecía un mal actor en una representación navideña—. ¿Qué hace en casa de su jefe, cuando él no está? ¡No me lo diga! Seguro que ha venido cargado de turbias intenciones.
Yo estaba cansado, deprimido por la traición de Cristina, o señora Merlet, o como se llamara. Resoplé y miré para otro lado.
—Pues ya somos dos —continuaba el hombre de los cabellos tan negros—. Yo estaba esperando aquí al señor Biosca para matarlo, ¿sabe? Por el bien del país. Se ha metido donde no lo llamaban y ahora todos los servicios secretos españoles van a por él. ¿Usted también viene a cargárselo? Puede confiar en mí, podemos unir nuestras fuerzas. Los enemigos de mis enemigos son mis enemigos.
Dije:
—Biosca, por favor. Somos amigos, estamos en el mismo bando. No le estoy tendiendo ninguna trampa.
Bajó la pistola, se puso en pie y la depositó sobre la mesa pequeña. Se quitó la peluca, el bigote y las gafas oscuras.
—Con un superdotado, no hay manera. Me ha pillado, Esquius, felicidades, tan brillante como siempre. Es demasiado astuto para mí. ¡Tonet! ¡Fernando! ¡Ya podéis salir!
De detrás de una cortina negra que había en un rincón, salieron Tonet, cara de pared, y Fernando con una mueca cómplice, como excusándose en nombre de Biosca: «Ya sabes cómo es, no se lo tengas en cuenta».
—¿Quiere tomar una copa, Esquius? —dijo Biosca—. ¿Un chapuzón en la piscina? —Y, antes de que nadie pudiera pronunciarse—: ¡Vamos, sí, sí, de cabeza a la piscina!
—No joda, Biosca —protesté.
Él, como un niño, ya se estaba quitando los zapatos, y los calcetines, y el jersey negro ajustado al estilo Fantomas.
—¡Sí, sí, sí, a la piscina!
Fernando y yo intercambiamos miradas de resignación, como dos crucificados en el Gòlgota. «Dios mío, qué cruz».
—¡Vamos, vamos, en pelotas! No me dirá que le da vergüenza desnudarse aquí delante de estos amigos, ¿verdad?
Biosca estaba frenético.
Evidentemente, quería verme desnudo para asegurarse de que no llevaba ningún micrófono enganchado al pecho o en la ingle. Y quería que me metiera en la piscina porque, si llevaba algún micrófono escondido en cualquier otro lugar, el agua lo estropearía.
Yo tenía dos opciones. Resistirme y estar discutiendo durante horas hasta que Tonet me desnudara destrozándome la ropa y me tirara a la piscina por la fuerza, o hacer lo mismo que hacían Biosca, y Tonet y Fernando y tomar un agradable baño nocturno. Elegí la segunda opción.
Tonet se desnudó manteniéndose bien lejos de Fernando y sin perderlo de vista, como si se temiera alguna clase de agresión sexual a traición. Yo, en cambio, no podía apartar los ojos de Tonet, fascinado por aquel fenómeno de la naturaleza. Era un espectáculo morboso contemplar aquel tórax y aquellos pechos y aquellos muslos inverosímiles, y los brazos cubiertos de tatuajes, pero no se presenta cada día la oportunidad de ver a un espécimen de aquella especie. Antes, la gente pagaba por ver Tonets en las ferias.