—Me parece que ésta es privada -dijo separando una.
—¿Cuál?
—La del viaje de tu mujer.
Solana cerró un momento los ojos.
—Sí, es privada… No la incluyas entre los gastos del despacho. Mi mujer hace un recorrido por dos óperas: La Fenice y la Scala. Se ha empeñado en ir con un grupo de amigas.
Guardó un instante de silencio y añadió:
—Dice que necesita ampliar su cultura y cambiar de ambiente. Supongo que tiene razón, que yo ya no le enseño nada y soy el marido más aburrido del mundo.
Volvió a mirar a Marta. Por un momento hubo en sus ojos una expresión fugitiva, como de lástima de sí mismo. Luego intentó decir con voz despreocupada:
—No me acordaba. Telefoneó ayer, cuando estabas en los juzgados, un diseñador de joyas llamado Masdéu. Dice que necesita hablar contigo.
Insisto en que vivía dentro del templo como una larva. Puesto que apenas tenía necesidades, ayudaba a Gaudí durante el día y vagaba en solitario por las noches. Miraba la luna, el siniestro descampado en que se alzaba el templo y me extasiaba con los murciélagos, que brotaban a docenas desde los arcos de piedra. Su aleteo era como una música que me transportaba al fondo del tiempo, un tiempo que sólo yo había conocido.
Antoni Gaudí y yo vivíamos en la cripta, envueltos en el polvo, las herramientas y la soledad, y no sabría decir cuál de los dos era el refugiado y el que parecía más pobre. Gaudí tenía el aspecto, más que nunca, de un vagabundo: vestía de un modo que infundía respeto, por su porte, pero también algo parecido a la compasión. Se notaba que el arquitecto era un iluminado: palpitaba en él una fuerza telúrica que llegaba desde algún punto del pasado y desde algún lugar ignorado de la tierra. Me di cuenta, sencillamente, de que el templo era él.
Una noche me dijo:
—He pensado algo que no debería pensar.
—¿Qué ha pensado?
—Usted -me dijo- es un vampiro.
No se lo negué. Cualquier mentira habría sido inútil ante unos ojos que, como los míos, parecían mirar desde más allá del tiempo. Sólo le respondí:
—Y usted es un ermitaño.
—Quizá sea natural. No podría levantar un templo como éste si no lo llevara dentro de mí mismo, y eso significa dejarme engullir por él.
—¿No le he asustado?
—¿Por qué?…
—Acaba de decirme que soy un vampiro.
Hizo un gesto que parecía de indiferencia.
—Yo creo en los vampiros, en las fuerzas que están más allá de la vida, que vienen de un fondo sobre el que lo desconocemos todo aún. Y lo que está en el fondo de la vida no me asusta. Sólo unos cuantos iniciados pueden atreverse a penetrar en él.
Nunca me habían sorprendido sus palabras; tampoco me sorprendieron éstas. Gaudí no sólo era un iluminado sino un visionario, y aumentaba sus visiones con hongos alucinógenos que sólo él parecía conocer y que a veces lo transportaban a otro mundo. Gaudí, gracias a algunas sustancias, vivía en ese otro mundo, pero aún había algo más: estaba cargado de enigmas que tal vez yo podría entender porque venían del fondo de los siglos.
—He oído decir -musité- que sus antepasados huyeron a Cataluña porque eran templarios perseguidos, cargados de símbolos secretos.
Me miró burlonamente.
—Como usted -me dijo-, usted también está lleno de símbolos secretos. Las leyendas sobre los vampiros significan que hay ojos que lo han visto todo, como lo han visto todo las catedrales, que no tienen edad. Por eso nos cuentan la historia cada noche desde sus gargantas de piedra, y parte de esa historia es la de los seres que las poblaron. Desde el primer momento no dudé de que en Nuestra Señora de París había vampiros y de que los había en la catedral de Colonia, y en la de Estrasburgo, y en el propio barrio gótico de Barcelona. ¿Por qué los vampiros no tienen que haber llegado también hasta la Sagrada Familia? Le diré que me alegro de que esté aquí, porque usted ha convertido mi templo en un lugar antiguo y digno, cuando aún no tiene ninguna antigüedad; y en cuanto a dignidad, tiene la de los que lo están construyendo. Usted le ha dado el embrujo de las viejas catedrales, que han de contener dos cosas: un misterio y un sueño.
Me tomó por un brazo y me condujo hacia el interior de la cripta mientras añadía en voz baja:
—Puede quedarse aquí escondido toda la eternidad, aunque a veces me da por pensar que la eternidad no bastará para ver acabado este templo. Y por supuesto, yo no lo terminaré. Y por supuesto, los que me sigan cambiarán mi obra…
Mientras los dos nos hundíamos juntos en la oscuridad siguió diciendo:
—Yo creo en la eternidad, porque de lo contrario no alzaría este templo. Y los que creemos en la eternidad, creemos en el diablo.
Marta creía en la soledad, y como todos los que creen en la soledad se dejaba consumir por ella.
En su vida no había hombres, quizá porque ninguno de los que la rodearon hasta entonces había llenado su mente. Quizá Marcos Solana, pero Marcos Solana estaba muy lejos, y se tenía que hundir cada vez más en la lucha diaria… Su mujer se encargaría de que esa lucha lo fuera destruyendo poco a poco, hasta que sus sueños se conservaran sólo como flores en un vaso de agua. Miles de hombres y mujeres tienen vasos así y sólo los miran los domingos por la tarde, cuando las horas se vuelven melancólicas.
Marta se decía a veces, pensando en las demás mujeres, que a la mayoría les basta con que les llenen el corazón, pero ella necesitaba algo más, necesitaba que le llenaran la mente. Por eso se sentía condenada a la soledad, conservaba cosas sin valor (pero a las que ella había dado valor, porque con los años las cosas se van impregnando de pedacitos de nuestra saliva y nuestra sangre), ponía flores en las ventanas que se alimentaban con el aire de la ciudad y a veces le contaban adonde iba ese aire. Marte sabía que el aire está lleno de voces.
Decidió que iría a ver a Masdéu, puesto que éste la había llamado.
No tenía miedo.
Gaudí no sólo era un iluminado: a veces, los alucinógenos le hacían tener ideas que parecían irreales, y veía las cosas no como eran, sino como posiblemente habían sido en un mundo anterior. Y curiosamente me preguntaba por ellas, como si yo las hubiera visto en ese mundo anterior o como si yo tuviera el secreto de la memoria y el tiempo.
Del mismo modo que Cerda había querido crear una ciudad útil, Gaudí habría querido crear una ciudad mágica. Soñaba con una Barcelona que no era real y pretendía que hasta los obreros, las gentes más pegadas a la realidad de cada día, olvidaran todo lo que en ella había de bastardo. Porque los sueños -proclamaba- pueden cambiar el mundo. Por las mañanas, al amanecer, veía a los trabajadores procedentes del Clot o el Campo del Arpa y oía con ellos las sirenas de las fábricas. Gaudí llegó a odiar tanto esa llamada que una noche me dijo que no volvería a oírse nunca más.
«Habrá ochenta y cuatro campanas en mi templo de la Sagrada Familia -me dijo-, y cuando suenen no se oirá otra cosa en la ciudad. Ellas pueden llamar al trabajo, ellas ahogarán ese horrible ruido que no es más que el grito de hambre de las fábricas. Porque los hombres pueden no comer a su hora, pero las fábricas sí.»
—Pero como usted nunca llegará a ver terminado el templo -le objeté- tampoco llegará a ver esas ochenta y cuatro campanas.
—No importa: las verán otros. ¿Cree que los que empezaron las catedrales de la Edad Media soñaron con verlas terminadas? Eso era lo de menos: no importaba el tiempo, importaba la fe. Todas las creaciones admirables de este mundo, las más eternas, se han hecho porque resultaba hermoso hacerlas. El resultado final sólo lo tienen en cuenta los mercaderes. Las creaciones eternas no tienen resultado final, porque los sueños de quienes las ven las renuevan continuamente, las hacen distintas y las obligan a nacer una y otra vez. Además, aquellos constructores tenían una magia cargada de secretos, y esos secretos no los han revelado jamás.
Yo me di cuenta de que él conocía algunos de aquellos secretos, aunque nunca llegamos a comentarlo. Y yo me sorprendía preguntándome si, de la misma forma que yo había vivido siglos, él no sería la reencarnación de aquellos obreros fabricantes de Dios. Su vida y su arquitectura -porque resultaba imposible separarlas- estaban llenas de extraños símbolos que nunca obedecían al azar, sino a alguna razón profunda que Gaudí nunca revelaba a nadie. Siempre me prometía hablarme de los secretos del templo, pero nunca lo hacía. Dejaba que los fuese descubriendo por mí mismo.
Por ejemplo, el círculo formado por serpientes, y que podía simbolizar la letra «G». Él se llamaba Gaudí, pero había sido protegido por el conde de Güell, y además el obispo de Astorga, el que le había encargado la construcción del hermoso palacio episcopal, se llamaba Grau. La serpiente mordiéndose la cola era en su arquitectura el símbolo del infinito. Y Gaudí vivía en una especie de infinito del que sólo me hablaba a mí en sus noches delirantes, cuando mencionaba en voz baja los nombres de las Ordenes más secretas: Cluny, el Temple, el Cister y los Hijos de Salomón. La gente había olvidado sus secretos -sólo unos cuantos sabios los estudiaban-, pero él parecía conservarlos y los perpetuaba en sus sueños de piedra.
Viviendo con él me di cuenta de que era un hombre avariento aunque pobre. Todo gasto le parecía superfluo, hasta el punto de comer y vestir como un mendigo. Iba a todas partes a pie -en aquella Barcelona que empezaba a ser inmensa- y nada le importaba excepto su propia obra. Su aspecto solía ser tan lamentable que una noche le detuvo la policía.
—No llevaba documentación -me explicó- y además iba mal vestido. Bueno, sólo un poco mal vestido. Me faltaban algunos botones en la ropa, eso es verdad, y la llevaba sujeta con imperdibles. La policía me preguntó a qué me dedicaba, y naturalmente les dije que era arquitecto.
—¿Y ellos que hicieron?
—Primero se pusieron a reír y luego me llevaron detenido a comisaría.
Descubrí en él comportamientos que rompían todas las normas de la Barcelona burguesa, cuando Gaudí había convertido en monumento a toda la burguesía de la ciudad. Por ejemplo, andaba hasta diez kilómetros diarios para comprar el periódico donde lo había comprado siempre, y una vez llamó ignorante a Unamuno porque éste hablaba inglés y hasta danés, pero no catalán.
También lo insultaban a él.
Algunos conocidos, viendo su lamentable aspecto, le decían:
—Párese en una esquina, ponga su sombrero en el suelo y ganará más dinero que haciendo de arquitecto.
Gaudí no se ofendía por eso. Solía decirme, cuando estaba deprimido, que en el mundo existe una armonía secreta, y que esa armonía la han conocido a través de los siglos muy pocos hombres. Él no la conocía, pero aspiraba a hacerlo. Y aunque nunca me reveló lo que llamaba «los secretos», llegué a advertir algunas coincidencias.
Era muy católico y devoto de la virgen de Montserrat, y quizá eso no resultaba casual. Su familia remota procedía de la Auvernia francesa, donde a consecuencia de las piedras volcánicas hay muchas vírgenes negras. Me pareció también curioso que cuando su familia se refugió en Cataluña para huir de las persecuciones de que eran objeto los templarios, se afincase en el sur de Cataluña, donde precisamente abundaban las construcciones de los templarios y los cistercienses. Por ejemplo Miravent, Mora, Ribarroja, Scala Dei, Poblet,Vallbona de les Monges, Santes Creus, Granyera y Barbera. Todo en la vida de aquel hombre, por lo que iba aprendiendo en las noches de la cripta, parecía el resultado de una predestinación. Incluso el hecho -que para mí estaba fuera de toda razón- de que, al parecer, le hubieran elegido como arquitecto de la Sagrada Familia por el color de sus ojos.
El que tuvo la idea del templo, el piadoso José María Bocabella, logró reunir, a base de limosnas, ciento cincuenta mil pesetas para comprar los terrenos. Soñó que el edificio lo haría un arquitecto de gran valía, pero que además tendría los ojos azules. Gaudí, que no fue el primer elegido, los tenía de ese color.
Una noche me definió. Estábamos los dos sentados en una parte del templo cubierta sólo a medias y oíamos la lluvia gotear mansamente entre las piedras. Yo veía caer las gotas con delectación a la incierta luz de las farolas, porque me había dado cuenta ya, a lo largo del tiempo, de que en Barcelona llovía cada vez menos. Quizá asustábamos a las nubes con el humo de las fábricas… Y entonces Gaudí entonó mi réquiem, explicó en pocas palabras toda la inmensa amargura de mi vida: yo, que nunca había llorado, sentí en mis ojos unas lágrimas que no tenían ningún valor, porque eran sólo de piedad por mí mismo.
—Yo ya no tengo amores -me dijo-, he perdido los amigos y ni tengo ni podré tener hijos. Pero desapareceré y todo eso no significará nada. Imagino, en cambio, lo que debe de ser la eternidad, viendo morir todo lo que se ha amado: las sucesivas mujeres, los sucesivos hijos, los artistas que he admirado y han dado sentido a mi vida, las casas que guardan mis recuerdos… Ver todo eso convertido en ceniza. Esa es su desgracia, amigo, lo será siempre. Los otros no pueden ver convertidos en viejos achacosos a los hijos que un día nacieron ante sus ojos, pero los que disponen de la vida eterna sí que lo ven. Créame, la muerte es piadosa porque no deja ver los horrores de la vida, ni los horrores de nuestra propia obra. La inmortalidad es el peor castigo que se nos puede imponer, y me compadezco de Dios porque también la sufre.
La lluvia arreciaba ahora. Las gruesas gotas rebotaban en las piedras y, al desviarse en el aire, se cargaban de luz. Evité mirarlas porque esa luz me traía toda la tristeza de la ciudad. Gaudí me dijo entonces:
—No sé si Dios estará satisfecho de su propia obra.
Y enseguida me preguntó:
—¿Cree que la ha dado por terminada alguna vez?
Marta iba siempre a pie a los sitios, miraba los edificios, las ventanas en las que veía alguna cara fugitiva, imaginaba su historia. Y a veces sabía esa historia con detalle, como si su memoria también estuviera construida de siglos, porque la ciudad le parecía una obra eterna. Las ciudades tienen alma, y esa alma se la van transmitiendo unos a otros los fantasmas de las calles. Marta era capaz de oír la voz de todas ellas.
Mientras avanzaba hacia su cita, y a pesar de no sentir miedo, se preguntaba si no estaría haciendo aquel camino por última vez. Se preguntaba también por qué no había tenido amores, ni hijos, ni placer físico, ni nada de lo que las otras mujeres deseaban, y entonces, como casi siempre, se decía que toda su vida había sido espantosamente inútil. Malgastas para siempre tus días cuando los dedicas a estudiar los días de los otros. Cerró los ojos pensando que el tiempo la destruiría, pese a que ella estaba hecha de tiempo.