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Authors: Greg Bear

Tags: #Ciencia Ficción

La ciudad al final del tiempo (69 page)

BOOK: La ciudad al final del tiempo
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Una cuestión de negocios.

Ahora le preocupaban cosas más importantes. Incluso de niño, Glaucous había sido vagamente consciente de que nada era lo que parecía. El bonito tapiz de la apariencia se pintaba de nuevo cada hora para aquellos que tenían dinero y posición, una fachada para el privilegio, una máscara para cubrir la crueldad subyacente. Para el pobre, el hambriento, el gobierno del privilegio era una sopa ácida entre dientes podridos, que apenas valía una risotada en una borrachera coja. Guerra y morir en una zanja. Robas un pan para dar de comer a tus hermanas, los polis te golpean las costillas y tú acabas escarranchado en prisión, cada respiración una puñalada.

Muerte, dolor y privilegio, lejos de tu control, mira bien la alcantarilla antes de que la rata muerda.

Conozco este lugar. Aquí termina el privilegio. Mi suerte: la perdición de los pájaros
.

Se detuvo para tomar aliento. Era asombroso que pudiesen respirar. Magia de grupo. Daniel no la llamaba así… pero así era también para él. Y aun así habría vendido al mágico Jack en una jaula y el Ansia lo hubiese traído hasta aquí, junto con la chica y muchos otros… y toda esperanza habría muerto.

Atrapa el pájaro. Muerde el cuello y desangra al cordero. Que nunca sea mi ave. Que nunca sea mi cordero.

Negocios.

Pero esto…

Incluso allá en las calles de Londres, agitándose en la parte de atrás del carro, incluso entonces el joven Max podía tirar de la suerte, dirigir el carro hacia los campos más tranquilos, menos cazados, bajo las bandadas más densas y mayores. Incluso entonces era capaz de hacer surgir una nube de pájaros felices, bayas y bichos, montones de semillas rodeadas de seguridad. Una ilusión de abundancia sin halcones, sin cazadores.

Algo le dio en los hombros y se agachó, esperando un golpe. Le resultaba difícil respirar. Podría ahogarse. Ya no veía a Daniel o a Jack.

Pero uno nunca estaba solo.

Glaucous alzó la vista, estremeciéndose ante lo que sabía que vería. En su lugar, se presentó una confusión marrón… como un cielo lleno de nubes de humo de carbón: bucles, espirales y curvas y destellos lentos y desesperados como relámpagos drogados. El humo cayó a trozos como piedras neblinosas atrapadas en un desprendimiento de tierra, intentando atrapar y retener las líneas y bucles. Todo en absoluto silencio. Por toda la escena volaban amplias y polvorientas alas y la voluta retorcida de un hombre que no estaba allí.

Glaucous cayó de rodillas, como hacía siempre que se encontraba en presencia de poderes malvados.

La Polilla.

Además, un hombre delgado con pie zambo vestido de negro ceniciento surgió de las tinieblas y extendió sus brazos.

—Última llamada —dijo Whitlow con alegría—. El infierno no conoce furia como la de una mujer despechada, Max.
Ella
ha sido cruel, echándonos la culpa. Pero tú…

gozas de su gloria y su gracia. Tú solo trajiste a los bonitos pájaros. Y uno extra. Mi premio. El mal pastor.

Glaucous tragó con miedo.

—En lo que se refiere a ellos…

—Nada de disculpas y nada de volver atrás, señor Glaucous. Hora de recibir tu recompensa.

Las rocas nubladas y arremolinadas se apartaron de un centro abierto.

—Ven con nosotros —dijo Whitlow—. La Polilla indica el camino, como siempre.

106

¿Cuál de vosotros sueña con el pasado?

¿Quién de vosotros porta el libro?

Los exploradores intentaron ocultar a Tiadba… y uno a uno fueron apartados sin contemplaciones. Khren y Frinna se resistieron con más convicción. Luego ellos también fueron echados.

Una vez más, sobre ella, sola, descendió la palidez y la tristeza. Volvía a estar rodeada por la procesión de formas femeninas que apenas eludían la claridad. La tristeza se asentó. Las mujeres, como joyas talladas a partir de los diferentes estadios de movimiento de un ser real, se unieron, se combinaron…

Se convirtieron en una mujer, su rostro iluminado desde dentro como por una linterna. Piel tan blanca como el hielo, ojos plateados, grises y verdes, su cuerpo perdido en algo que la envolvía como un mapa de ríos dorados y campos verdes… miembros largos, gráciles, dedos terminados en flores, y entre esas flores, letras, símbolos, números, escritos con llamas, llamas siempre cambiantes, iluminando el rostro de Tiadba, escribiendo con un fuego cálido que no consumía.

Le mujer le resultaba familiar, aunque nunca se habían encontrado.

Tiadba ya la había llamado
Madre. Madres
era una forma de parentesco… mujeres que llegaban antes que tú y directamente pasaban sus historias, que se recombinaban para formar la tuya. Grandes cadenas de experiencias pasadas… errores cometidos por el terror y la alegría, la pérdida y el triunfo… todo transmitido a los siguientes experimentos en la línea del tiempo: hijos.

Escribiendo sobre y en el exterior de la mujer, otros compañeros… en algunos casos, hombres; en otros equipos, hombre y mujer; en unas ocasiones simplemente otras mujeres; en otras designaciones sexuales que quedaban fuera de la experiencia de Tiadba —Modeladores, adjuvescentes, conscribers, genesensos— creaban muchas otras delicadas variedades de descendientes. En una ocasión, incluso ciudades enteras habían ofrecido todas sus historias para fecundar a una mujer, reuniéndose luego para celebrar el nacimiento de un único hijo, criado y apreciado, luego duplicado, triplicado y enviado a otras ciudades como espléndido regalo…

Una ciudad como el Kalpa: mujer, madre.

Asures y Devas —diferentes variedades humanas— tenían sus formas de convertirse en compañeros y madres, más de las que se podían contar con facilidad. En todos los métodos posibles descubiertos en cien billones de años, las narraciones se combinaban y eran enviadas para que las leyesen otros, para dar forma a nuevas historias.

Comparada con Tiadba, la mujer era alta… más alta que cualquiera que hubiese conocido en los Niveles, incluso más alta que Pahtun. Y su forma era encantadora, aunque difícil. Pero Tiadba no sentía miedo.

Sólo a mí se me permite recordar. Es mi castigo por intentar destruir al Tifón. En su tiempo, fui mucho más
.

Esto era, por tanto, lo que quedaba de Ishanaxade… nacida de todas las historias. De ella fluyó una vastedad onírica que entró en Tiadba, más de lo que podía transmitir cualquier libro… y aun así formada por palabras.

Niña. Eres mi última. Mi padre así lo preparó… las bandas circulantes que pasan alrededor y a través. El final ha llegado. Nuestras vidas se repiten y yo estoy perdida
.

En su época, Nataraja había sido hermosa… más elegante en sus antigüedades que cualquiera de las otras ciudades de la Tierra y encantadora por su aceptación del pasado humano. Nataraja se mantuvo apartada de las Guerras de Masa hasta el mismo final, dando la bienvenida a todos, intentando ser neutral, hasta que los Príncipes de Ciudad de las ciudades restantes —y sobre todo, el Kalpa— la obligaron a escoger bando.

El Caos se tragaba galaxias, mundos y estrellas… y, aun así, los humanos luchaban contra los humanos.

Nataraja, comprendiendo esa estupidez, había cortado las últimas alianzas, aceptando a todos los que huían de los noöticos y los Eidolones… hasta que el Kalpa se retrajo y concentró sus defensas, dejando varadas a las otras seis ciudades.

Cayeron cinco ciudades.

Nataraja —como reservada para el final— se enfrentó sola contra el frente del Caos.

A Ishanaxade la habían enviado allí justo antes de que cayese la ciudad. Habían sido días horribles, cuando todo parecía perdido, pero los ciudadanos seguían con sus vidas: Devas, Restauradores, Modeladores, Asures e incluso algunas pocas conciencias noöticas.

La hija del Bibliotecario contempló cómo Nataraja y su gente hacían lo posible por desafiar al Tifón, esa propiedad desconocida —poderosa, simple, perversa— que había transformado el resto del cosmos. Habían levantado sus propias barreras y campos; habían rodeado la ciudad con todos sus textos antiguos, apresuradamente tallados en piedra, escritos en luz y almacenados en la métrica que subyace a toda energía y materia; grabado en moléculas y átomos y en todas las variedades conocidas de materia; proyectado contra los cielos frente a la membrana del desgobierno… todo lo que quedaba de las bibliotecas de cien billones de años de historia.

No fue suficiente.

Los recuerdos cambiaron. Tal fue el primer síntoma del triunfo del Tifón. Los Asures y los pocos noöticos desaparecieron casi de inmediato. Los registros y textos por toda la ciudad se difuminaron. La gente empezaba a recordar mal sus vidas, luego a perderlas: distorsiones de las líneas de destino, olvidando, luego descendiendo al arenoso polvo negro, una especie de misericordia final para algunos pocos bienaventurados.

Hasta los últimos momentos de libertad, los filósofos de Nataraja intentaron comprender el nuevo orden, pero no había nada a comprender, sólo un bullir de desorden incesante. Cambio sin propósito.

Los sentidos humanos parecían provocar perplejidad y dolor en el Tifón.

El Tifón sondeó las mentes restantes, los almacenes de memoria, las almas de todas las cosas vividas, planteando preguntas que en algunos provocaron la locura. Ver era dolor. Recordar era una forma nueva de olvido.

Para el Tifón, esto no era más que simple curiosidad. Incluso después de billones de años de esfuerzo, no había dado con la receta para el cosmos. Eso le hacía redoblar sus esfuerzos… y acelerar sus fracasos. El Caos era una improvisación, mal concebida y mal montada… que fallaba en todas partes excepto en la vasta membrana de cambio, el frente multidimensional en el que se devoraba y absorbía al antiguo cosmos.

Sólo a Ishanaxade —como había anticipado su padre desde el principio, desde su época entre los Shen— se le había permitido perdurar para recordarlo todo.

107

Ginny pensó que podría ser una flor gigantesca. Mucho más alta que ella, se elevaba desde un pavimento agrietado y ondulado a la sombra de los restos colgantes y traicioneros en el centro de esta ciudad, colgando como un gigantesco y mohoso árbol de Navidad que una inundación hubiese dejado atrás, tirado en un montón que, de alguna forma, conservaba todos sus adornos. Pero esos adornos parecían mayores que pueblos enteros de la Tierra. Y no había luces, claro.

Hacía tiempo que la energía había desaparecido de esas ruinas.

La flor —¿o era una seta?— manifestaba una forma espantosa de independencia bajo la trampa arquitectónica. Al rodearla, se dio cuenta de que estaba formada por cuerpo, piernas, brazos alargados, con una cabeza ocasional sobresaliendo. Las anatomías en el tallo se agitaban y las cabezas abrían los ojos, no para ver —los ojos estaban blancos, ciegos— sino para expresar su disconformidad.

No eran exploradores… no eran como Tiadba. Se parecían más a Ginny. Contemporáneos suyos. Y vio que había muchas más flores-setas surgiendo debajo de las ruinas colgantes.

Algo se había dedicado a reunir a esa gente, los supervivientes que habían tenido la desgracia de ser entregados junto con secciones del final del tiempo.

Era por esto que las viejas partes de la ciudad habían parecido desiertas al abandonar el almacén. Ya había habido un barrido. Y algo —quizá los sirvientes que se movían por las sendas— había traído a algunos hasta aquí, donde los habían dispuesto a modo de horrible advertencia.

Espantapájaros.

Lo que a Ginny le provocó un estremecimiento de miedo y una extraña sensación de ánimos. No ponías espantapájaros a menos que tuvieses miedo de que algo viniese a llevarse lo que tenías.

Miró a la base elevada de la seta, buscando rostros que pudiese reconocer, cualquiera que hubiese conocido: amigos, las brujas.

Miriam Sangloss.

Conan Bidewell.

No reconoció a nadie. Pero había mucho. Quizá los que habían tenido contacto con ella sufrían ahora un castigo especialmente doloroso.


Te odio
—dijo Ginny, entrecerrando los ojos, aullando su desprecio a lo que pudiese estar escuchando—. ¡
No tengo miedo y te odio
!

Dio un salto emitiendo un gritito cuando una suavidad aterciopelada le rozó el tobillo. Cuando recuperó el valor y se agachó para mirar, vio una sombrita… vio cómo se le volvía a acercar con un movimiento bajo, cauteloso y sigiloso.

La sombra se definió como manchas brillantes y oscuras contra la tiniebla universal.

Emitió un gruñido suave.

Ginny sintió cómo se le llenaban los ojos y las lágrimas le corrían por las mejillas, dejando sal en la comisura de la boca. Alargó la mano y agarró la sombra manchada, frotó su cabeza peluda contra la mejilla y se echó a llorar.

¡Era Minimus
, seis dedos en cada pata delantera, y pequeños pulgares que se flexionaban extáticamente! El gato retumbó, trepó y retumbó algo más antes de quedarse en sus brazos.

—¿Cómo? —logró decir entre sollozos de niña. Esos sonidos quizá no hubiesen abandonado la burbuja, es posible que no hubiesen llegado tan lejos como para ser oídos por las seta-flores humanas, pero por un momento pareció como si todos los horribles cimientos de la Falsa Ciudad se estremeciesen.

Había llegado algo nuevo. Habría cambio.

Minimus
se retorció y luchó por colocar la cabeza hacia delante, mirando abajo y emitiendo otro miau de urgencia.

Estaba rodeada de gatos.

Cientos.

Miles
.

Ginny no tenía miedo.

—¿Qué
habéis
estado cazando? —preguntó con tono persuasivo, todavía extrañamente segura de la relación entre humanos y gatos—. ¿Qué
habéis
estado comiendo?

Minimus
la miró con un parpadeo lento de sabiduría, para luego realizar un esfuerzo considerable, retorciendo los labios, y habló con un siseo suave:


Somos esminteos, ¿recuerdas? Somos dioses de los ratones y las cosas que roen
.

Los gatos formaban un remolino gris de pelaje.

De todas las cosas imposibles que había visto y experimentado, ésta rompía el espejo… era la gota que colmaba el vaso. Ginny entrecerró los ojos, parpadeó —con fuerza— y se pellizcó el dedo hasta que le dolió.

La realidad acababa de completar su larga extinción.

108

Tiadba entraba y salía de la narración antigua. Cerró los ojos y una vez más imaginó palabras impresas en sus libros. Lo que la llevó de vuelta a su último consuelo: momentos recordados con Jebrassy, los insectoletras, los lienzos, sus movimientos y combinaciones.

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