La ciudad al final del tiempo (33 page)

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Authors: Greg Bear

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: La ciudad al final del tiempo
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Las sirenas aullaban. Hasta muy al norte, hasta Lake Union, los camiones de bomberos y los vehículos policiales contribuían a la lastimera cacofonía. La tormenta se concentró y ganó determinación. Desde arriba, ahora formaba una gruesa flecha paralela al puente I-90, flechas anchas sobre el lago Washington, una potente cabeza sondeando: descargando, inundando, destellando.

Había encontrado lo que buscaba.

Siguió una vieja furgoneta blanca.

45

Wallingford

Vaya, vaya
.

Algo impensable se acerca por aquí
.

A Daniel le llevó menos de un minuto decidir que la tormenta podría ser un cazador; pero no venía a por
él
. Rugía al sur de su vecindario, al sur del centro.

A medida que se iniciaba la lluvia, luego el rayo, dejó de pensar en los conductores matutinos y sus coches, dirigiéndose al oeste por la Cuarenta y cinco hasta la autopista. Había terminado con las esquinas y la mendicidad. Esta mañana ya no era uno de los miles de hombres y mujeres grises de pie en los bordillos sucios de un millar de carriles de entrada. Esa vida se había acabado. Una nueva se iniciaba.

Sobre todo, él era un superviviente.

Miró al sur para ver cómo iba la tormenta. Ni siquiera los rayos y los retorcimientos horizontales de nubes podían romper su novedosa sensación de alegría física.

Hacía dos horas que disfrutaba de la libertad de la serpiente que había habitado en sus entrañas. Lo que quedaba de Fred ya no era muy capaz de ofrecer resistencia. Este cuerpo era joven, con relativa buena salud, aunque no estuviera en la mejor forma.

Allá en la casa, Mary seguía dormida… y Charles Granger yacía muerto sobre el sofá, cubierto con una manta, lastimoso y consumido. Al menos no era culpa suya, pensó Daniel. El montón de carne rota simplemente se había rendido.

Otra vez sano, Daniel sentía un orgullo feroz e irracional en su fuerza y habilidades. Además, ahora ya no le quedaba duda de que en la ciudad había otros como él, y estaban a punto de ser recolectados.

Para sí mismo, cantó feliz:


Deus irae
.

No quería estar a cielo abierto cuando la tormenta diese con lo que buscaba. Incluso a algunos kilómetros de distancia los efectos secundarios resultarían desagradables.

Y tenía que recuperar sus cajas, ocultas tras la chimenea de la casa abandonada.

46

Oeste de Seattle

La furgoneta se estremeció al abandonar el puente West Seattle. Achaparrado y bajo en el asiento del conductor, pálido por la tensión, Glaucous esquivó un coche que se demoraba en el carril izquierdo, corrigió la trayectoria de la furgoneta al elevarse sobre un juego de ruedas, la volvió a poner recta y luego se tomó tiempo para limpiarse el sudor de los ojos empleando los nudillos marcados.

En la parte de atrás, atado en el interior de un grueso saco de lona, Jack Rohmer había liberado el brazo por el cordón del saco y agitaba el puño al rodar de un lado a otro sobre el frío suelo de metal.

Glaucous había parado con sus trinos y silbidos de pájaro. Ahora vendía cosas, hacía mucho tiempo.

—¡Natillas, tarta de manzanas, fresas, pasas! —gritaba, con plena gloria y alegría por los tiempos de antaño. Penelope descargó un gruñido repentino cuando el rayo dio en un poste eléctrico. Un transformador echó chispas y cayó sobre el parabrisas, quedando luego atrás.

En todo momento, Glaucous murmuraba palabras sin sentido aparente, ni tampoco conexión con el viaje o el peligro:

—¡Cordones de zapato y yute! ¡Estopa y fibra! ¡Papel, trapos y hierro viejo! ¡Cebolletas! ¡Cebollas! ¡Puerros! ¡Huesos y
grasa
! —Esto al volver a golpear el rayo—. ¡Emplastos y pastas! ¡Emplastos para todos, emplastos y cataplasmas, para los males que vendrán!

Un pestazo en la nariz de Jack, brutal y opresivo, no sólo el sudor y el confinamiento del saco, sino una contaminación por su reciente salto: había saltado demasiado lejos, había cruzado hasta un nudo enfermo de fibras de mundo, disolviéndose, en bucle, apestando a algo horrible.

Sabía que seguían a la furgoneta, que perseguían ese olor…

Glaucous parecía ser de la misma opinión. Entre sus gritos sin sentido —ahora mismo se estaba dedicando a «¡Azulado! ¡Cosas azules! ¡Índigo!»—, hizo una pausa y se inclinó hacia su compañera, como si quisiese hablar en confianza, para luego, agitando la cabeza, retirarse y enderezar la espalda, con los hombros tan cuadrados como era posible, incrédulo de siquiera haber considerado manifestar en voz alta tales pensamientos, cualesquiera que hubiesen sido.

No podía permitirse la duda; no ahora.

Penelope había roto el apoyabrazos de la puerta de la furgoneta y lo levantó, apretando la pieza de plástico y acero como si fuese un plátano. Los ojos casi se le salían de las órbitas bordeadas de grasa.

En sus rostros bailaban destellos de extraña luz.

Glaucous se cubrió la boca y la nariz con una mano y miró por encima del pulgar con ojos abiertos como platos.

—¿Qué
es
eso? —gimió Penelope con el registro vocal de un niño de jardín de infancia asustado.

—¡Es
magnífico!
—gritó Glaucous—. ¡Es poder y promesa, una situación difícil, un contratiempo! —Sus palabras contradecían su expresión; cejas bajas, ojos porcinos hundiéndose en el cráneo.

Jack ya había sacado el brazo hasta el hombro y se retorcía para sacar la cabeza.

—¿Qué
dices?
—gimió Penelope.

—¡Algo nos da caza! ¡Demasiado ansioso, habiendo esperado demasiado tiempo!

—¿Cazando
qué?
¡Me prometiste que estaríamos seguros!


Yo
estaré seguro. —Glaucous le dedicó una mirada de culpa, luego metió la furgoneta por el carril de salida y dijo, con sombría curiosidad, los ojos clavados en el retrovisor—: Giro por aquí… rayos como pies gigantes, golpeando, me siguen ¡y giran
conmigo!
Nunca antes había visto nada así, créeme, querida reina de los zumbidos y los murmullos… No antes, nunca. No hemos solicitado una entrega; sin embargo, presiento algo que no es un Ansia. La Princesa de Caliza está ansiosa. Tenemos más de lo que pensábamos que atraparíamos. Este joven es un bocado muy grande, ¡más de lo que podemos masticar!

Jack sintió algo más que miedo. La melaza y el licor empalagosos del talento de Glaucous se habían transformado en vinagre, picándole en nariz y cerebro, abriendo visiones entrecortadas de líneas de mundo bifurcadas y en bucle; ninguna buena y todas ellas horribles.

Lo que estaba sucediendo no había sucedido nunca, no en la experiencia de Jack, no en la experiencia de ningún antepasado que hubiese contribuido a la vasta suma de genes reunidos en su cuerpo, remontándose incluso al lodo primordial.

47

Wallingford

Daniel se apretó más la chaqueta de lana gris de Fred y caminó al oeste, con los hombros apretados, sintiendo cómo la tormenta ganaba potencia.

Un súbito sobresalto de los sentidos había invertido su arrogancia y el placer por su nuevo cuerpo. La tormenta no venía a por él, pero serviría bien de distracción. Había estado demasiado preocupado para prestar atención… ¡estúpido, estúpido!

Con casi toda seguridad había otro blanco cerca, otro desplazador de destino. Quizá más de uno. Pero algún empleado de la cosa que les perseguía bien podría fijar su vista en Daniel. Él sería especial.
Ya no sueño con la ciudad. No sé por qué. Simplemente es así
.

Un mal pastor… ¿no es así como me llamaron?

El rayo blanqueó las fachadas a la derecha. A pocas manzanas del giro que conducía a su casa, mientras pasaba junto a la gran tienda de lámparas, todos los candelabros, conectados para el comercio de la mañana, se apagaron de pronto.

El aire
siseó
.

Daniel tuvo que arrastrar su cuerpo por pura fuerza hacia la casa abandonada. El miedo hacía que Fred regresase, desagradablemente fuerte; y con toda seguridad Fred no querría irse. Daniel no podía saltar otra vez, ni siquiera si hubiera tenido la fuerza y la concentración necesarias. La corrosión estaría por todas partes. No habría nada excepto odiosos mundos grises en bucles acumulados entre este segmento de historia en disolución y lo que fuese que hubiese al final: trozos revolcados de destino, deshilachados, húmedos y oliendo al humo de la podredumbre.

Otra voz… no era la suya, ni la de Fred. A Fred ya se le hacía retroceder, como a una babosa bajo una piedra.

¿Por qué molestarse, señor Iremonk?

El rayo recorrió la calle, chisporroteando, cegador, y golpeó una boca de incendios. La onda casi le derriba y además rompió todos los escaparates de la tienda de lámparas.

Avanzó como pudo, gimiendo como un perro apaleado.

Tenemos una cita, que se ha retrasado demasiado
.

La gente de la acera corría gritando.

Se dio la vuelta. Una anciana vestida con un pantalón ajustado que sostenía en una mano un paraguas negro invertido por debajo de las rodillas y con la otra arrastraba un terrier, de lado, agitando las patas. Cada vez que el perro se ponía en pie, ella tiraba con tal fuerza de la correa que se volvía a caer. Grandes acumulaciones de lluvia —gotas del tamaño de balones de fútbol, mezcladas con afilados trozos de hielo— caían desde el cielo revuelto.

Sólo unos pocos kilómetros hasta el centro de la tormenta.

No es más que el roce del borde de su vestido. Nada comparado con el Ansia. ¿Te acuerdas, Daniel? Pobres cabrones todos vosotros. Pero sobre todo
tú.

Detrás suyo, a media manzana, Daniel vio a un hombre pequeño con pelo negro grasiento y brillante. Daniel giró a la izquierda. Al otro lado de la calle esperaba otro —esbelto, vestido con viejas ropas negras, reluciente por el agua y la edad— y a una manzana al este, un tercero, sosteniendo con una mano blanca un bombín gastado que chorreaba. Todos sonreían, disfrutando de la tormenta, haciendo caso omiso de la lluvia y el hielo.

¿Dónde está la cuarta esquina de la red, Daniel?

Casi se cae al intentar correr hacia atrás, así que giró, agitando los brazos, y huyó usando todas sus fuerzas. No iba a mirar atrás.

Tenía que llegar a casa.

Tenía que hacerlo
.

48

West Seattle

La tormenta poseía una voz hueca y muerta. Jamás había conocido el ansia, la preocupación, la pasión o cualquier efecto de las hormonas; su voz jamás había surgido de carne o forma.

La tormenta era mil giros y corrientes de viento y agua, rellenos de venas inquietas de relámpago y cargas, y todo lo que sabía —todo lo que podía llegar a saber— era que había sido liberada, liberada de la probabilidad, y que poseía un poder que no había poseído con anterioridad ninguna tormenta.

Podía reunir, podía matar…
con malicia
.

Una mojada espiral negra casi había pillado a la furgoneta blanca.

—¡Querida, es nuestra presa, nuestra carga! —gritó Glaucous para hacerse oír a pesar del estruendo. Señaló con el pulgar a la parte de atrás—. Deja un
rastro

—¿De
humo?
—aulló Penelope.

—¡Un rastro! Exuda,
apesta
a los malos lugares, no el infierno… aunque debió acercarse mucho, hundió un tobillo o una rodilla…
¡Violeta!
¡Índigo! ¡Azul! ¡Rojo! ¡Destellos rojos y naranja! ¡Todo para deleite de la señora!

Jack precisaba de todas sus fuerzas. Presionó los pies contra las portezuelas de la parte posterior de la furgoneta, agarró el saco que le rodeaba, rodó, gimió…

La luz del parabrisas se oscureció. Glaucous y Penelope chillaron como loros aterrorizados.

Jack miró por el agujero que había hecho a través del cierre, entre las siluetas de la enorme y acobardada mujer y el conductor… a través del parabrisas de la furgoneta. Allí vio algo inexplicable. La visión se negó a ser catalogada y almacenada, ni siquiera en la memoria a corto plazo.

Una costura, un hueco, un fallo
.

Un rostro. De extraordinaria belleza… y furia
.

Jack olvidó de inmediato lo que había visto.

Glaucous miró a su aterrorizada compañera. Con ayuda de un destello brillante vio la intensidad del miedo de Penelope y supo lo que ella sabía. Se había cometido un error fatal. Por larga que hubiese sido su relación —por grande que fuese su fuerza y por muchos talentos que tuviese— ella tendría que ser la elegida. No era la primera vez que Glaucous sacrificaría a una compañera valiosa.

La tormenta no podía esperar. Golpeó con toda su fuerza acumulada, gastando de una vez todo su poder, todo lo que ocultaba en su interior.

Descendió un muro negro de nubes.

El parabrisas se rompió.

Golpeó la oscuridad.

La furgoneta volcó y se deslizó de lado, haciendo que Jack rodase para darse un buen golpe contra el panel acanalado. A través del saco, la piel de su espalda se quemó a medida que la fricción calentaba el metal. Jack giró y pataleó e hizo pasar la cabeza y un brazo a través del cierre.

La furgoneta rebotó en una protección y se volteó de nuevo. Suspendido en el espacio, Jack recogió las rodillas, formando una bola; era todo lo que podía hacer para evitar romperse un brazo, una pierna o el cuello.

Desde los asientos delanteros llegaron dos explosiones de aliento gemelas cuando los cinturones de seguridad se contrajeron.

La furgoneta cayó sobre el techo.

49

Wallingford

Mientras Daniel subía corriendo los escalones hasta la casa, observaba la cuarta esquina de la red. Había un pequeño hombre con manchas blancas en la piel. La lluvia caía con tal volumen que Daniel apenas podía distinguir la casa, y menos aún la figura que le esperaba: palidez entre las sombras, hundido, como un enano repugnante.

Daniel estaba empapado. La hierba alta del jardín se encontraba plana, sumisa. Trozos de hielo rebotaban en acera y tejado, golpeándole cabeza y hombros. La sangre le caía por la frente, diluida por la lluvia. No era muy buena actuación para alguien acostumbrado a caminar bajo el agua de la lluvia. Al sur jugaba el rayo, donde se suponía que se realizaba la búsqueda real… donde se hostigaba al blanco principal.

No des nada por supuesto. Quizá después de todo seas
tú.

Instintivamente palpó hacia delante. Todos los caminos estaban distorsionados, retorcidos. Lo que resultaba más alarmante, vio pasar flotando un eco… un rebote entrevisto de Charles Granger, dirigiéndose hacia atrás hacia la autopista, sin darse cuenta…

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