Tanner Sack y los tritones de Soleado; Juan el Bastardo; jaibas; los sumergibles apenas visibles. Las tropas submarinas de Armada esperaban, suspendidas, mientras las grandes cadenas se apartaban lentamente de ellos. Armada continuaba su avance pero la marcha del avanc había sido frenada para que las tropas pudieran regresar a ella una vez la lucha hubiera terminado.
Cerca, un pequeño grupo de jaibas se acurrucaba en una especie de comunión a bordo de una de sus balsas submarinas. Brujas que convocaban sus bestias.
Cuando Tanner se había enfrentado al dinichthys, se había arrojado al agua sin pensarlo dos veces. No había tenido tiempo de contemplar su propio miedo, pero ahora pasaría casi una hora antes de que los barcos de guerra de su antiguo hogar llegaran para destruir al nuevo. El propósito y la inteligencia que dirigían sus hélices resultaban mucho más aterradoras que la malicia imbécil de los ojos del ictihueso.
Los minutos pasaban muy despacio. Tanner pensó en Shekel, en casa, donde él le había ordenado que se quedara. Esperando con Angevine: los dos armados, sin duda, por los alguaciles que habían quedado en la ciudad.
Pero si no tiene ni dieciséis años
, pensó Tanner con desesperación. Deseaba estar con ellos, con Shekel y su mujer. Apretó con fuerza su enorme arpón y pensó en la lucha que se avecinaba y el miedo hizo que se meara sin darse cuenta. La orina le calentó el cuerpo un instante y luego se disipó con la corriente.
Por todas partes, por toda Armada y a bordo de los barcos móviles que se aprestaban a su defensa, había armas.
Se abrieron las armerías y arsenales de la ciudad y una tecnología militar fruto de miles de años y centenares de culturas se sacó a las cubiertas y se limpió. Cañones, arpones y mosquetes; espadas y ballestas y arcos largos y arcos huecos; y armas más esotéricas: cajas-aguja, baan, yarricornos.
Por toda la ciudad, dirigibles de todas dimensiones se remontaban lentamente por encima de los tejados y aparejos, como secciones de la arquitectura liberadas de repente. Sobre el horizonte, al oeste, empezaba a verse el humo de los motores crobuzonianos.
Una enorme multitud de oficiales y capitanes se había reunido en la cubierta del
Grande Oriente
junto con los gobernantes de todos los paseos para recibir órdenes de un soldado, Uther Doul. Bellis se encontraba cerca, inmóvil, ignorada por todos, y escuchaba.
—Sus cañoneros nos superan en número —dijo Doul con voz seca—, pero mirad a vuestro alrededor —señaló el enjambre de vapores y remolcadores que hasta hacía muy poco habían sido el motor de Armada y ahora la rodeaban, libres pero carentes de propósito—. Decidle a sus tripulaciones que, por los dioses, los
conviertan
en cañoneros. Hemos enviado un mensaje al Brucolaco y sus hombres: serán informados en cuanto despierten. Mandad algunos barcos o aeróstatos rápidos a Otoño Seco para esperarlos. No conocemos la fuerza con que cuentan los crobuzonianos bajo el agua —continuó—. Submarinistas, tendréis que decidir cuándo atacar. Pero carecen de aeronaves. Ésta es nuestra única ventaja. —Señaló al
Tridente
, que se balanceaba sobre la popa del
Grande Oriente
. Lo estaban cargando de pólvora y bombas—. Enviadlos primero y deprisa. No los reservéis. Y, escuchadme: concentraos en los barcos de guerra grandes. Los acorazados de bolsillo y los exploradores nos causarán daño pero podemos soportar su potencia de fuego. Esos grandes… podrían hundir la ciudad. —Una oleada de horror recorrió la cubierta—. Llevan la reserva de combustible: la flota de Nueva Crobuzón depende de ellos para regresar a casa.
Con un estremecimiento súbito, Bellis se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo. Su mente resbaló como un engranaje roto, dejó de oír el resto de las instrucciones de Doul y regresó una vez tras otra al mismo patrón de pensamiento.
Un barco de
casa,
un barco de
casa…
Con súbita y desesperada ansiedad, se volvió hacia la distante sombra de humo que se divisaba al oeste.
¿Cómo llego hasta ellos?
, pensó, incrédula, exultante y mareada.
Los barcos de Nueva Crobuzón llegaron por fin lo bastante cerca como para ser vistos. Una línea de metal negro seguida por un rastro de humo.
—Están izando banderas —dijo Hedrigall desde lo alto de la superestructura situada a popa del
Grande Oriente
. Estaba mirando por el enorme telescopio fijo del buque—. Nos envían un mensaje mientras se acercan. Mirad: el nombre de su buque insignia y… —titubeó—, ¿quieren
parlamentar
?
Doul se había vestido para la guerra. Su armadura gris estaba tachonada de cinchas y pistolas de chispa: en los muslos, los hombros, sobre el pecho. Por todo su cuerpo, sobresalían las empuñaduras de largos cuchillos de sus vainas. Tenía el mismo aspecto, se percató Bellis, que la primera vez que lo había visto, a bordo del
Terpsícore
.
No le preocupaba, ya no sentía ningún interés por él. Apartó la vista y volvió los ojos, en una agonía de excitación, hacia los barcos de Nueva Crobuzón.
Doul cogió el telescopio.
—«Capitán Princip Cecasan del BNC
Caminante de la Mañana
» —leyó lentamente y sacudió la cabeza mientras observaba las banderas—. «Solicitando parlamentar sobre rehén de Nueva Crobuzón».
Durante un instante de perplejidad, Bellis pensó que se referían a ella. Pero, al mismo tiempo que su rostro se contraía en un espasmo de júbilo y asombro, comprendió lo absurdo que sería aquello
(y en el interior de su mente algo esperaba para informarla de otra explicación)
. Se volvió y contempló los rostros de Uther Doul, Hedrigall, los Amantes y todos los capitanes allí reunidos.
Se estremeció al verlos. Ni uno solo de ellos había reaccionado frente a la oferta de tregua del
Caminante de la Mañana
con otra cosa que no fuera un duro desdén.
Enfrentado a aquella emoción colectiva, aquel antagonismo absoluto, a la certeza de quienes se encontraban a su lado de que Nueva Crobuzón era una potencia de la que había que desconfiar, a la que había que combatir y destruir, su alegría se desvaneció. Recordó todo lo que había leído sobre las Guerras Pirata y el ataque de Nueva Crobuzón contra Suroc. Recordó, de repente, sus conversaciones con Johannes y con Tanner Sack. Recordó el enfado de éste ante la idea de ser encontrado por barcos crobuzonianos.
Bellis recordó su propia huida de Nueva Crobuzón.
Crucé el mar porque temía por mi vida
, pensó.
Porque veía a la milicia allí donde miraba. Porque temía a los agentes del gobierno. Agentes como los marineros de esos barcos
.
No sólo los piratas, los rivales marítimos de Nueva Crobuzón, o los Rehechos que tenían buenas razones para temer a los barcos que se aproximaban. Bellis lo comprendió mientras toda su certeza la abandonada. También ella debía estar asustada.
—¿Vienen lo bastante armados como para reducir una ciudad a cenizas —dijo Doul a los capitanes reunidos— y nos dicen que quieren
hacer un trato
?
Nadie en aquella cubierta necesitaba ser convencido. Todos escucharon en silencio.
—Nos destruirán si les damos la menor oportunidad. Y han podido dar con nosotros, los dioses saben cómo, desde la otra punta del mundo. Si no acabamos con ellos ahora, podrán
regresar
una vez tras otra —sacudió la cabeza y pronunció una última frase, a la que respondió la muchedumbre con más tensión que entusiasmo—. Enviadlos al fondo del mar.
Los comandantes se habían ido, conducidos a sus barcos por aerotaxis. Los gobernantes que combatirían habían sido llevados a sus barcos o dirigibles. Los que eran demasiado débiles o cobardes habían regresado a los buques insignias de sus respectivos paseos. Sólo Doul, Bellis y los Amantes permanecían en la plataforma elevada… y a Bellis la ignoraron.
Los Amantes lucharían desde lugares diferentes: él desde el acorazado
Puerto Cho
, ella desde la aeronave
Nanter
. Se estaban despidiendo. Se besaron profundamente y murmuraron los sonidos extáticos que Bellis había espiado en tantas ocasiones. Cuchicheaban, se decían que pronto volverían a estar juntos y Bellis se dio cuenta de que no había nada conmovedor, nada trágico en su separación. No se besaban como si aquella fuera a ser la última vez, sino vorazmente, con lascivia, deseosos de más. No sentían miedo ni parecían sentir pesar: parecían ansiosos por separarse para poder volver a reunirse de nuevo.
Los observó con la repugnada fascinación que siempre le inspiraban. Sus cicatrices se retorcían como pequeñas serpientes mientras sus rostros se movían el uno junto al otro.
Los barcos de Nueva Crobuzón se encontraban a menos de quince kilómetros de distancia.
—Algunos de ellos lograrán pasar, Uther —dijo la Amante mientras se volvía hacia Doul—. Podemos permitirnos la pérdida de barcos, aeronaves, sumergibles, ciudadanos… Lo que no podemos permitirnos perder es la ciudad y te necesitamos aquí para protegerla. Como nuestra… última línea de defensa. Y, Doul —dijo por fin—, tampoco podemos permitirnos perderte a ti. Te necesitamos, Doul. Tú sabes lo que debe hacerse. Cuando lleguemos a la Cicatriz.
Bellis no sabía si la Amante había hablado tan abiertamente porque había olvidado que se encontraba presente o porque ya no le importaba.
El último dirigible había partido para llevar a los Amantes a sus puestos. Habían tirado de las riendas del avanc y la ciudad había frenado. Doul y Bellis se habían quedado solos. Por debajo de ellos, en la amplia cubierta del
Grande Oriente
, los hombres y las mujeres se armaban.
Doul no miró a Bellis ni le habló. Su vista estaba fija más allá de la
Sorghum
. Menos de ocho kilómetros separaban ahora a la marina armadana de la punta de flecha de acorazados de morro chato enviados por Nueva Crobuzón. La distancia se estaba reduciendo.
Por fin, Doul se volvió hacia ella. Tenía las mandíbulas muy tensas y los ojos un poco más abiertos de lo normal. Le tendió una pistola. Ella esperaba que le dijera que se marchara abajo o se quitara de en medio pero no lo hizo. Permanecieron juntos, observando cómo se iban aproximando los acorazados.
El hombre besa su estatua y pasea invisible tras Bellis y Uther Doul
.
Su corazón está latiendo muy deprisa. Está preparado, lleva todo cuanto posee en los bolsillos y las manos. Siente cierta decepción pero ninguna sorpresa por la negativa de Armada a parlamentar. De este modo será más lento… aunque quizá, supone, al final no menos sangriento
.
Tan cerca, tan cerca. Casi puede llegar de una zancada a la cubierta del
Caminante de la Mañana.
Pero aún no. Aún debe acercarse unos pocos kilómetros más
. Enviarán un bote a buscarme,
piensa y se prepara para recibirlos
. Les dije dónde estaría.
Uther Doul está hablando ahora con Bellis y señala la frenética muchedumbre que se apiña allá abajo. Se está despidiendo de ella, abandona el tejadillo y baja para reunirse con sus tropas y ella lo observa mientras sopesa el arma, no aparta los ojos de Doul mientras éste desciende
.
El hombre sabe que los que están llegando, sus compatriotas, no tendrán dificultades para encontrarlo. Sus descripciones fueron muy claras. El
Grande Oriente
es inconfundible
.
Separadas por cinco kilómetros de mar, las dos flotas se encontraban cara a cara. Los armadanos, una masa mestiza de embarcaciones de todos los diseños y colores imaginables, velas y humo que se ensortijaba sobre incontables cubiertas. Frente a ellos, el
Caminante de la Mañana
y sus colosales hermanos, en formación, de gris y madera oscura, erizados de cañones de gran calibre.
Un enjambre de dirigibles se aproximaba a los navíos crobuzonianos: guerreros y exploradores y aerotaxis cargados hasta los topes con rifles y barriles de pólvora negra. El aire estaba en calma y avanzaban deprisa. Al frente de la variopinta fuerza aérea venía el
Tridente
, rodeado por naves más pequeñas y aeronautas en arneses individuales que se mecían bajo sus pequeños globos.
Los capitanes armadanos sabían que su artillería era inferior. Sus navíos estaban a más de tres kilómetros del enemigo cuando los barcos de Nueva Crobuzón abrieron fuego.
Hubo un estallido de calor y ruido sobre el mar. Una sucesión de explosiones seguida por oleadas de aire hirviente que avanzaban frente al
Caminante de la Mañana
, como una escolta de motociclistas. Los barcos armadanos estaban preparados para abrir fuego pero permanecieron mudos. Sus tripulaciones no podían hacer otra cosa que tratar de avanzar lo más deprisa en medio de la carnicería, esperar a que sus enemigos estuvieran al alcance de sus cañones. Tendrían que atravesar más de mil metros de fuego antes de poder responder y se precipitaron con sombrío valor a la desequilibrada batalla. El tiempo cambió.
El metal se encuentra con el metal y la pólvora negra se enciende y el combustible arde y la carne estalla y se quema.
Bajo el agua, Tanner se balancea violentamente, aturdido por las ondas de presión. Sufre una hemorragia, está sangrando por las agallas.
Sobre él, los barcos armadanos son sombras en el agua iluminada. Sus formaciones se están deshaciendo en el caos. Algunos de ellos se arremolinan en confusión y
(Jabber)
se están partiendo
(Jabber nos ayude)
, se parten en dos o tres pedazos y empiezan a acercarse, más grandes conforme descienden hacia él con la lentitud de una nevada, tan lentos que lo está imaginando pero entonces a su alrededor los tritones se dispersan y
(esputos divinos)
caen pedazos de metal como cometas con una estela de grasa, aceite, mugre, metralla y sangre.
La lluvia de barcos despedazados pasa aullando a su lado escupiendo burbujas y cuerpos y desaparece en la oscuridad.
Desde las aeronaves, la carnicería parece distante y muda: pequeños estallidos distantes y contenidos y los resplandores envueltos en negro de los incendios de petróleo y los barcos que están allí y de pronto no lo están. La flota armadana continúa su avance como una jauría de perros ciegos y estúpidos en medio de aquella matanza inmisericorde, cada vez más menguada, hasta que al fin los barcos de Nueva Crobuzón están al alcance de sus cañones.
Contemplada desde decenas de metros de altura, la guerra es como un diorama. Se diría una reconstrucción. No parece real.