La cicatriz (61 page)

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Authors: China Miéville

Tags: #Ciencia Ficción, #Fantasía

BOOK: La cicatriz
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Y ahora el
Corazón Polvoriento de Tetneghi
repta en dirección al Gran Alquitrán. Las ostentosas, doradas y elegantes curvas del galeón parecen apagadas bajo aquella primavera brutal que asombra a los cactos, cuya chillona estética sureña resulta absurda al lado de los oscuros colores pardos, negros y verdes de las islas junto a las que navegan.

Llegan azotados por el clima, desesperados. La tripulación está impaciente. Sengka acaricia la bolsa sellada.

Ya no queda mucho. Están cerca de la bahía y el río, los ladrillos y los puentes. Cada vez se ven más rocas a su alrededor. La profundidad del canal está menguando. La costa está muy próxima.

El capitán Sengka mira fijamente el sello de Nueva Crobuzón que va a entregar como parte del cargamento recibido. Lo tiene todo entre las enormes manos: el cuero, la bolsa sellada con cera; la oferta de una recompensa que Nueva Crobuzón honrará; la carta de advertencia, con su melodramática advertencia de guerra en un código absurdo, oscuro, bastante extraño; el tosco colgante sin valor que justifica el joyero; y bajo el acolchado de seda de la caja, oculto en un doble fondo y envuelto en serrín, un pesado disco del tamaño de un reloj grande y un largo despacho escrito en una caligrafía diminuta.

El regalo secreto del procurador Fennec a Nueva Crobuzón y su auténtico mensaje.

Octavo interludio
En otro lugar

Se ha producido una asombrosa irrupción en el mundo. El mar sabe a algo nuevo.

¿Qué es?

Ninguno de los cazadores lo sabe.

¿Qué ha sido esa ruptura, esa repentina trepidación, la abertura, la intrusión, la aparición, la llegada? ¿Qué es lo que ha venido?

Ninguno de los cazadores lo sabe. Sólo saben que el mar ha cambiado.

Los signos están por todas partes. Las corrientes parecen indecisas, cambian constante y levemente de dirección, como si hubiese aparecido un nuevo obstáculo en su camino que no supieran cómo evitar. Las salinas chillan y gimen, desesperadas por comunicar lo que saben.

Incluso una presencia tan colosal como aquella representa un cambio diminuto a escala mundial. Casi infinitamente pequeña. Pero los cazadores son sensibles al agua a un nivel más pequeño que el de los átomos y saben que algo ha ocurrido.

La nueva cosa tiene su propio aroma, pero es un rastro de partículas y desechos y sabor que no opera de acuerdo a la física de Bas-Lag. La existencia física no funciona del todo como debiera en las inmediaciones del intruso. Los cazadores perciben su sabor pero no pueden encontrar su rastro.

Sin embargo no dejan de intentarlo. Porque resulta evidente que aquello es obra de la ciudad flotante y si consiguen encontrar a la lenta y enorme cosa, encontrarán a su presa.

El tiempo se mueve deprisa.

Hay burbujas de agua, nuevas y saladas. Son expulsadas por sus hermanos a muchos kilómetros de distancia, no se disuelven aun en medio de su propia sustancia, se deslizan a través de los canales taumatúrgicos y son desplazadas, y continúan su movimiento ascendente sin interrupción, muy lejos de su punto de partida. Estallan junto a los oídos de los cazadores, llevando mensajes de su hogar. Rumores e historias, pronunciadas por el agua. De los groac'h y los magos en Las Gengris y los espías en la Bahía de Hierro.

Oímos cosas
, dice una de las voces.

Los cazadores se reúnen y conversan y vierten sus energías, trémulas y densas de poder y esfuerzo, utilizando los focos, las reliquias de sus muertos, y sus líderes susurran sus respuestas y sus propias burbujas cruzan los mares hasta su hogar llevando su voz.

Algo nuevo ha entrado en el mar
, dicen.

Y cuando la conversación ha terminado, los magos, silenciosos en la oscuridad que se extiende muy por debajo de la superficie del Océano Hinchado, a seis mil kilómetros de su hogar, parpadean y sacuden la cabeza y el sonido que les ha llegado desde el otro lado del mundo se disipa con el agua que lo ha traído.

Se acercan barcos
, le dicen a los cazadores.
Muchos. Deprisa. Desde la Bahía de Hierro. Buscando, como nosotros. Cruzando los mares. Nuestros hermanos y hermanas están con ellos, se aferran a ellos como rémoras, nos cantan. Podemos encontrarlos con facilidad
.

Los barcos. Los barcos buscan lo mismo que nosotros. Saben adónde vamos. Tienen máquinas para encontrarlo.

Seguiremos su rastro y ellos seguirán para nosotros el de aquello que buscamos
.

Los cazadores sonríen con sus muy largos dientes y emiten los ladridos borboteantes de agua que son sus risas, mientras pliegan sus extremidades en formas aerodinámicas y parten en dirección norte, en la dirección que se les ha dado, hacia la flotilla de Nueva Crobuzón. Para poder interceptarla, unirse al resto de sus tropas y encontrar al fin su presa.

Sexta Parte
El caminante de la mañana
33

El avanc, y Armada tras él, mantenían una velocidad constante, siempre en dirección norte. No tanta como la que podría desarrollar un barco, pero muy superior a la que la ciudad hubiera alcanzado hasta entonces.

Los barcos armadanos regresaban cada día. Sus mecanismos secretos les habían mostrado el avance sin precedentes de su ciudad nativa y navegaban de regreso a ella a toda velocidad, presa del pánico o del júbilo, con las bodegas llenas de joyas y comida y libros y tierra.

Al volver, los marineros se encontraban con una visión asombrosa. Rodeada por la flota de remolcadores y vapores que siempre habían tirado de ella pero que ahora la seguían formando una masa dispar y enorme semejante a una segunda ciudad en plena desintegración, leal pero inútil, Armada avanzaba lentamente por sí misma.

Algunos de los barcos que ya no eran necesarios estaban siendo integrados en la sustancia de la ciudad, amarrados y acoplados en el lugar que se les había buscado, desguazados en parte y reformados al mismo tiempo que empezaba a construirse sobre ellos. Otros eran convertidos en barcos pirata, dotados de blindaje y armados con cañones de cien tipos diferentes. Eran criaturas mestizas, erizadas de artillería fortuita.

La ciudad navegaba con rumbo norte-noreste, pero de tanto en cuanto se desviaba para evitar una isla o tormenta o alguna irregularidad del lecho oceánico que sus habitantes no podían ver.

Los pilotos del
Grande Oriente
estaban equipados con un juego de bengalas pirotécnicas de variados colores. Cuando el curso del avanc necesitaba una corrección, disparaban una serie predeterminada de ellas. Los ingenieros de los paseos respondían accionando las inmensas grúas que tensarían una u otra de las cadenas sumergidas.

El avanc respondía, apacible y manso como una vaca. Alteraba su curso
(con un movimiento de sus aletas o filamentos o garras o los dioses sabían qué)
en respuesta al leve tirón. Se dejaba gobernar.

En la última cubierta del
Grande Oriente
, el trabajo no tardó en convertirse en una rutina. Cada día se alimentaban las calderas con una pequeña cantidad de la leche de roca que había recolectado la
Sorghum
y éstas enviaban un impulso constante de energía apaciguadora por las cadenas y las espinas hasta lo que debía de ser el córtex del avanc.

La enorme criatura estaba drogada, dormitaba un sopor deleitado, imbécil como un renacuajo.

Al principio, después de la invocación del avanc, cuando se hizo evidente que la taumaturgia, la caza, habían tenido éxito, que la bestia de leyenda había entrado en Bas-Lag, la ciudadanía de Armada estaba histérica de excitación.

La primera noche se había celebrado una fiesta espontánea. Volvieron a sacarse los adornos usados en la del fin de Cuarto y por toda la ciudad los bulevares y plazas se llenaron de gente que bailaba, hombres y mujeres, khepri y cactos y costrosos y otros, que llevaban una inmensa variedad de modelos en papel maché del avanc, tan absurdos como inconsistentes.

Bellis pasó la noche en un pub con Carrianne, animada por el entusiasmo reinante a pesar de sí misma. Al día siguiente estaba cansada y abatida. Era Dimarkin 3 del Cuarto de Carne y Bellis consultó el calendario de Nueva Crobuzón que había elaborado por sí misma y descubrió que era 15 de Swiven: la Noche de la Mala Botavara. Esto la deprimió. No es que pensara que la funesta influencia de la fiesta fuera a extenderse hasta allí pero la coincidencia casi exacta de la llegada del avanc con aquella noche señalada resultaba inquietante.

Conforme los días iban pasando, incluso con la excitación todavía fresca, incluso con el asombro que suponía levantarse cada día y encontrarse rodeada por un mar que rompía contra una ciudad en movimiento, Bellis se percató de que una sensación de ansiedad iba apoderándose de Armada. La razón principal era que la gente empezaba a darse cuenta de que los Amantes de Anguilagua, que controlaban al avanc, se estaban dirigiendo hacia el norte y no decían por qué.

Las discusiones sobre lo que supondría para la ciudad la llegada del avanc se habían producido hasta el momento en términos generales y nebulosos. Los representantes de Anguilagua no habían dejado de recalcar la potencia y velocidad de la criatura, su facilidad para escapar de las tormentas y mares en calma, para seguir al buen tiempo, donde las cosechas florecerían. Muchos ciudadanos habían asumido que la ciudad se dirigiría a aguas más cálidas, donde había menos potencias navales, donde podían saquearse bienes y libros y tierra de las costas con facilidad. El Kudrik meridional o quizá el Mar del Códice. Algo por el estilo.

Pero a medida que pasaban los días la ciudad no cambió de rumbo ni frenó su marcha. Armada se dirigía a algún punto decidido por los Amantes y nadie estaba dando explicaciones.

—No tardaremos en averiguarlo —era lo que decían los leales en los pubs de los muelles—. No nos esconden nada.

Pero cuando al fin las hojas de noticias y los periódicos, los charlatanes callejeros y los polemistas recuperaron la compostura lo bastante como para formular las preguntas que estaban en la mente de todos, siguió sin haber respuesta. Después de una semana, la portada de
La Bandera
consistía en tres enormes palabras: ¿ADÓNDE NOS DIRIGIMOS?

Siguió sin haber respuesta.

Había algunos a quienes este silencio no les importaba. Lo que importaba era que Armada era una gran potencia que controlaba algo más asombroso de lo que jamás hubieran podido imaginar. Los detalles de su travesía no les importaban más de lo que lo habían hecho hasta entonces.

—Siempre hemos dejado que ellos tomaran las decisiones —decían.

Pero hasta entonces nunca habían tenido que tomarse decisiones realmente importantes, sólo el acuerdo tácito de que los vapores tendrían que tirar en esta o aquella dirección con la esperanza de que, en uno o dos años —si las corrientes, las mareas y la Torsión lo permitían— la ciudad podría llegar a aguas más apacibles. Ahora, con el avanc había llegado una clase nueva de potencia y algunos se daban cuenta de que todo había cambiado. De que había decisiones importantes que tomar y de que eran los Amantes los que las estaban tomando.

A falta de información, empezaron a circular los rumores. Armada se dirigía al Mar Muerto de Gironella, donde el agua se osificaba y atrapaba a toda la vida marina. Se dirigía al Maelstrón, en el fin del mundo. Se dirigía a una mancha cacotópica. Se dirigía a una tierra de espectros, de lobos parlantes, o de hombres y mujeres con joyas por ojos, o con dientes como el carbón pulido o una tierra de coral inteligente, o un imperio de hongos o hacia cualquier otro lugar, quizá.

El Dilibro 3 del cuarto, Tintinnabulum y su tripulación abandonaron Armada.

Durante la mayor parte de la década, el
Castor
había estado encajado cerca del extremo de proa de Anguilagua, donde el paseo se unía a Sombras. Amarrado junto al
Tolpandy
, había descansado durante largo tiempo junto a un acorazado convertido en un barrio de tiendas, cuyo gris militar estaba cubierto por los colores de los comercios y entre cuyos cañones, mudos desde hacía años, discurrían callejuelas llenas de puestecillos.

La gente había olvidado que el
Castor
no era parte permanente de la ciudad. Habían tendido puentes para unirlo a los barcos circundantes y lo habían amarrado con cadenas, cabos y cojinetes. Todos esos lazos fueron cortados, uno por uno.

Bajo un sol ardiente, los cazadores empuñaron machetes y se sajaron a sí mismos de la carne de Armada hasta que volvieron a flotar libremente, convertidos en un cuerpo extraño. Se abrió un canal ente el
Castor
y mar abierto. Se separaron los puentes, se cortaron las amarras, en una ruta que pasaba junto a la barcaza
Malamarca
antes de entrar en Sombras, luego junto al
Preocupación de Darioch
, con sus casas baratas y su escandalosa industria; más allá del
Queridísimo
, un submarino confinado a la superficie desde hacía muchísimo tiempo; que serpenteaba a estribor entre una antigua cárnica mercante y un gran barco-carroza cuyas riendas habían sido remozadas para sostener luces de colores; y por fin, tras una franja de mar abierta, alcanzaba el jardín de las esculturas de Sombras, a bordo del
Thaladin
, el extremo de Armada.

Más allá, el mar.

Las embarcaciones situadas a ambos lados del canal estaban abarrotadas de gente que despedía al
Castor
a gritos. Alguaciles y guardias de Sombras mantenían el canal libre de tráfico. El mar estaba en calma y la marcha del avanc seguía siendo regular.

Cuando el primero de los relojes de la ciudad empezó a señalar la llegada del mediodía, el
Castor
encendió sus motores, para entusiasmo de la multitud. Estallaron en gritos de júbilo mientras el barco, con sus poco más de treinta metros de eslora y la absurdamente alta torre que lo coronaba, empezaba a avanzar.

Los puentes, pasos y cadenas volvían a ser tendidos entre los barcos tras su paso. El
Castor
salía como una espina de la carne de la ciudad, que volvía a cerrarse tras él.

En muchos puntos, la ruta era sólo un poco más ancha que el propio barco y éste chocaba contra sus vecinos. El revestimiento de cuerda y goma absorbía los impactos. Progresaba con lentitud y con el sordo retumbar de sus motores en dirección al mar. Tras él, las multitudes gritaban y agitaban los brazos, triunfantes como si hubiesen liberado a los cazadores tras años de cautiverio.

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