Después de ser robada, la
Sorghum
pasó semanas perforando y ahora había grandes reservas de petróleo y leche de roca en los almacenes de Anguilagua. Pero Armada era voraz, casi tanto como Nueva Crobuzón.
Antes de que Anguilagua tuviera la
Sorghum
, los barcos de Armada habían tenido que vivir de la cuidadosa administración de los recursos que robaban. Ahora sus demandas se incrementaron en la misma medida en que lo hacía el suministro disponible. Incluso los barcos aliados a Otoño Seco y el paseo Soleado aceptaban el petróleo que Anguilagua les proporcionaba.
La leche de roca era mucho más preciosa y rara. El denso líquido descansaba en jarras dispuestas en filas en almacenes custodiados del interior del
Grande Oriente
. Estas salas estaban selladas con cuidadosos procedimientos geo-taumatúrgicos para impedir que se produjeran fugas de emanaciones peligrosas. El motor que enviaba los impulsos calmantes al cerebro del avanc funcionaba con aquel combustible y los taumaturgos y técnicos que lo supervisaban mantenían muy controladas las reservas. Sabían con exactitud cuánto necesitaban.
Tanner, Shekel y Angevine estudiaban el aire situado sobre la grúa apagada de la
Sorghum
y veían que no había emanaciones.
Estaban sentados en una cervecería del
Dover
, en una tienda sostenida por un bosque de postes cubiertos de alquitrán. El
Dover
no podía albergar construcciones más sólidas. Era el cuerpo de una ballena azul, al que se le habían limpiado las vísceras y se le había quitado la parte superior y que había sido sometido a un proceso de preservación olvidado hace ya mucho tiempo. Era duro e inflexible aunque el suelo seguía siendo perturbadoramente orgánico: restos de vasos sanguíneos y vísceras barnizados y tan sólidos como el cristal.
Tanner y Shekel visitaban el lugar con cierta frecuencia. La cerveza de la tienda era buena. Estaban sentados frente a las platijas congeladas de la ballena (que sobresalían del agua como si estuvieran a punto de zambullirse en ella y escapar nadando) y la
Sorghum
se encontraba justo delante de su campo de visión, enmarcada por los extremos puntiagudos de la cola de la ballena. La enorme y fea presencia se mecía de un lado a otro, en silencio.
Angevine estaba callada. Shekel se mostraba solícito, se aseguraba de que tuviera el vaso lleno y le susurraba en voz baja. Ella seguía un poco descolocada. Todo había cambiado desde la marcha de Tintinnabulum y aún no se había adaptado del todo.
Tanner estaba seguro de que acabaría por hacerlo. Los dioses sabían que precisamente él jamás le echaría en cara unos días de confusión. Sólo esperaba que Shekel estuviera bien. Estaba contento de poder pasar un rato con el muchacho.
¿Qué voy a hacer?
, pensaba Angevine. Seguía pensando en lo próximo que Tinnabol iba a enseñarle… y entonces, por supuesto, recordaba que se había marchado. No es que lo echase de menos. Había sido cortés y amable con ella pero no próximo. Había sido su jefe y le había dado órdenes, que ella había obedecido.
Pero hasta esto no era del todo exacto. En realidad su jefe no había sido Tintinnabulum. Su jefe era Anguilagua… los Amantes. Era el dinero de Anguilagua el que le había pagado el sueldo, el que la había contratado a los pocos días de su llegada para que trabajara con el extraño y musculoso cazador de cabello blanco. Y, tras haber desembarcado de un barco que la conducía a la esclavitud, de una ciudad en la que ser Rehecho lo privaba a uno de sus derechos y convertía el trabajo en un deber, el que le dijeran que iban a pagarle como a cualquier otro ciudadano había sido una auténtica conmoción para ella. Con eso habían comprado su lealtad.
Y ahora Tintinnabulum se había marchado y ella no estaba muy segura de lo que iba a hacer.
Resultaba duro, tras haber llegado a sentirse orgullosa de lo que hacía, que le recordaran de pronto que no importaba lo que hacía siempre que trabajara. Ocho años de su vida se habían marchado con Tintinnabulum y sus cazadores.
Era sólo un trabajo
, se decía a sí misma. Los
trabajos cambian. Es hora de seguir adelante
.
—¿Adónde vamos? —le preguntó Bellis a Uther Doul.
Finalmente se había decidido y se lo preguntó.
Como había esperado, él no respondió. Levantó la vista al escuchar su pregunta y volvió a bajarla sin decir palabra.
Estaban en el parque Crum, envueltos en la oscuridad de una noche teñida con los colores y los fuertes aromas de las flores. Cerca de ellos, en alguna parte, un ruiseñor silbaba su atenuada canción.
Quiero saberlo, Doul
, sintió Bellis que decía.
Hay fantasmas que se pegan a mí y quiero saber si los vientos de dondequiera que vayamos se los llevarán. Quiero saber en qué dirección va a virar mi vida. ¿Adónde vamos?
No dijo nada de eso. Caminaron en vez de hablar.
Se veía una vereda a la luz de la luna. Era tosca, formada por incontables pasos y no por un designio consciente. Ascendía serpenteando hasta coronar la empinada ladera de matas y árboles que se elevaba a su lado, interrumpida aquí y allá por los restos de la arquitectura: las barandillas y las escaleras, cuyas formas resultaban visibles como ilusiones ópticas bajo la superficie del jardín.
Subieron por ella hasta la plataforma elevada y situada ahora bajo la sombra de los árboles que antaño había sido el castillo de popa. Desde allí se divisaban los barcos de Raleas, iluminados con sus tradicionales linternas verdes y blancas. Bellis y Uther Doul se detuvieron bajo la sombra de los árboles. El parque se movía con sedada parsimonia debajo de ellos.
—¿Adónde vamos? —volvió a decir Bellis y de nuevo siguió un momento muy prolongado en el que sólo pudieron oír el sonido de los barcos de la ciudad—. Una vez me hablaste —continuó con voz titubeante— de tu vida en el Alto Cromlech. Me contaste que te fuiste de allí. ¿Qué pasó entonces? ¿Adónde fuiste? ¿Qué hiciste?
Doul sacudió la cabeza, casi impotente. Al cabo de un momento, Bellis señaló la vaina de su arma con un ademán.
—¿Dónde conseguiste esa espada? ¿Qué es lo que significa su nombre? —dijo.
El hombre desenvainó el arma color hueso. La levantó y la observó. Entonces se volvió hacia Bellis y volvió a asentir. Parecía complacido.
—Es parte de lo que hace que me admiren y me teman como lo hacen: la Posible Espada. —La movió con lentitud en una curva precisa—. ¿Que cómo la conseguí? Al cabo de una larga búsqueda y… después de mucho, mucho estudio. Todo está allí, en el Canon Imperial, ¿sabes? Toda la información que uno podría necesitar, si sabe cómo leerla —observaba a Bellis con calma—. El trabajo que he hecho. Las técnicas que he aprendido. Los Espectrocéfalos rasgaron el tejido del mundo con su llegada. Crearon la Tierra Fracturada con la fuerza de su aterrizaje y lo que provocaron fue algo más que daño físico. Utilizaron la fractura. Habrás oído ese refrán que dice que los Espectrocéfalos siempre estaban «cavando en busca de una oportunidad». Normalmente quiere decir que tenían una suerte extraordinaria, que se aferraban con todas sus fuerzas a la mínima oportunidad que tuvieran, por tenue que fuera. —Esbozó una sonrisa poco a poco—. ¿De veras crees que eso bastaría para controlar un continente entero? —dijo—. ¿O un mundo? ¿Para conservar un poder absoluto durante quinientos años? ¿Crees que podrían haberlo logrado con un buen olfato para las oportunidades? Era mucho más que eso. «Cavar en busca de una oportunidad» es una tosca simplificación de lo que los Espectrocéfalos hacían en realidad. Era una ciencia exacta: la minería de posibilidades.
Empezó a repetir una cita, como un cantante.
—«Hemos mellado este blando mundo con posibilidades, le hemos infligido una terrible herida, lo hemos quebrado, hemos puesto nuestra marca en la más remota de sus tierras y ahora se extiende a lo largo de miles de leguas por su mar. Y lo que hemos hecho podemos reformarlo, de modo que aquello que fracase pueda tener éxito. Hemos encontrado grandes depósitos de posibilidad y excavaremos para extraerla». Hablaban literalmente —dijo—. No era un canto de triunfo abstracto. Habían
roto
el mundo, le habían dejado una
cicatriz
. Y, al hacerlo, desencadenaron unas fuerzas que podían controlar y aprovechar. Fuerzas que les permitían cambiar la forma de las cosas, fallar y tener éxito
simultáneamente
… porque lo que extraían eran posibilidades. Semejante cataclismo, la quiebra de un mundo, la devastación que supuso… abrió una rica veta de potencialidades. Y ellos sabían cómo excavar entre aquellos podría-haber-sido y escoger los mejores y utilizarlos para darle forma al mundo. Para cada acción existe una infinidad de desenlaces posibles. Incontables trillones son posibles, muchos billones no serían insólitos, unos pocos millones podrían considerarse probables, varios se nos ocurren a los espectadores como posibilidades… y uno de ellos es el que sucede. Pero los Espectrocéfalos sabían cómo aprovechar algunos de los que podrían haber sido. Los imbuían con una especie de vida. Para utilizarlos, para introducirlos a la fuerza en una realidad que en su misma existencia negaba las de ellos, que se
define
por lo que ocurrió y la negación de lo que no. Absorbidos por las máquinas de posibilidad, sucesos que no llegaron a producirse eran dotados de vida y convertidos en reales. Si yo arrojara una moneda al suelo, lo más seguro es que aterrizara sobre una de sus dos caras; es posible, pero nada más, que cayera de canto. Pero si la hiciese parte de un circuito de posibilidad, la convertiría en lo que los Espectrocéfalos hubieran llamado una moneda de caídas posibles: una Posible Moneda. Y si arrojo
una de estas monedas
las cosas son diferentes. Una de sus caras o colas o puede que su canto quedará boca arriba, como antes, tan fuerte como siempre. Esa es la moneda-hecho. Y, a su alrededor, en diferentes grados de solidez y permanencia, dependiendo de lo posibles que fueran, habrá una colección de
casis
… posibilidades razonables convertidas en realidad. Como fantasmas. Algunas de ellas poco más débiles que la factual, otras tan tenues que apenas están allí. Posibilidades extraídas y sacadas a la luz. Que se apagan a medida que cambia el campo de posibilidad. Ésta… —volvió a señalar su espada— es una espada de golpes posibles. Una Posible Espada. Es un conductor para una forma muy rara de energía. Es un nodo en un circuito, una máquina de posibilidad. Esto… —le dio unas palmaditas al fino cinturón que llevaba alrededor de la cintura— es el dispositivo de potencia: un motor de relojería. Estos —los cables unidos a su armadura— conducen la potencia. Y la espada completa el circuito. Cuando la empuño, el motor está entero. Si el mecanismo de potencia está conectado, mi brazo y la espada empiezan a extraer las posibilidades. Por cada ataque que llevo a cabo existen miles de posibles desenlaces, fantasmas de la misma espada, y todos ellos golpean al mismo tiempo.
Doul envainó la espada y alzó la mirada hacia el negro dosel de las copas de los árboles.
—Algunos de los más probables son casi, casi reales. Otros son poco más que milagros y su poder de cortar es… débil. Existen incontables casi-espadas, de todas las posibilidades y todas ellas golpean a la vez. No existe forma de lucha que yo no haya estudiado. Sé manejar la mayoría de las armas que he visto en mi vida y puedo luchar también sin ellas. Pero lo que la mayoría de la gente no sabe es que con esta espada he aprendido a luchar dos veces. He dominado
dos
clases de técnicas. Este motor… no es muy sólido. Y además no se le puede volver a dar cuerda. La cosa no es tan sencilla. De modo que tengo que administrar con mucho cuidado los pocos segundos con que cuento. Cuando lucho, raramente recurro a la Posible Espada. En general, la utilizo como si fuera un arma normal, puramente factual: una hoja dura como el diamante y con los bordes más afilados que el metal mejor forjado. Y la utilizo con
precisión
. Cada golpe que realizo es exacto y golpea allí donde yo deseo que golpee. Para ello me he entrenado durante tantos años.
Bellis no oía orgullo en su voz.
—Pero cuando la situación es desesperada, cuando las probabilidades están en mi contra, cuando es necesario hacer una demostración o estoy en peligro… en ese momento enciendo el motor durante unos pocos segundos. Y en esta situación, la precisión es lo único que no puedo permitirme.
Guardó silencio mientras una ráfaga de viento sacudía al árbol y éste sonaba como si sus palabras le hubieran hecho estremecer.
—Un guerrero experto sabe dónde debe golpear su espada. Con toda la precisión que le permite su destreza, apunta al cuello. Restringe las posibilidades. Si estuviese utilizando una Posible Espada, la vasta mayoría de los casis existirían apenas a un centímetro del golpe factual. El hecho es éste: cuanto mejor es el espadachín, más preciso es su golpe, más constreñidas están las posibilidades, más se
desperdicia
la Posible Espada. Pero, obviamente, si pones un arma como ésta en manos de un aficionado, será tan letal para él como para su enemigo: las posibilidades que manifestará incluirán dañarse a sí mismo, perder el equilibrio, dejar caer el arma y cosas así. Es necesario un punto intermedio. Cuando ataco con un arma convencional, soy un ejecutor. La hoja golpea donde yo quiero y no a un lado o a otro. Así es cómo aprendí a luchar; utilizar la Posible Espada de este modo sería un desperdicio de energía estúpido. De modo que, cuando la encontré, tras un largo período de búsqueda, tuve que volver a aprender esgrima. De una especie muy diferente: habilidad sin precisión. Cuando luchas con una Posible Espada, nunca debes restringir las posibilidades. Debo ser un oportunista, no un planificador… debo pelear desde el corazón, no desde la mente. Con movimientos inesperados, que me sorprendan tanto a mí como a mi oponente. Repentinos, lábiles y carentes de forma. De manera que cada golpe podría ser otros mil diferentes y cada una de las casi-espadas sea fuerte. Así es como se lucha con una Posible Espada. De modo que hay en mí dos luchadores.
Cuando su hermosa voz terminó de apagarse, Bellis volvió a ser consciente del parque que los rodeaba, de la cálida oscuridad y del arrullo de las aves.
—Todo cuanto se sabe sobre la minería de posibilidades —prosiguió él— lo conozco. Así fue como supe de la espada.
Las palabras de Uther Doul estaban sacudiendo cosas en la mente de Bellis. En Nueva Crobuzón, durante el tiempo en que Isaac y ella habían sido amantes, Bellis había observado sus obsesiones y había aprendido algunas cosas.