La cicatriz (31 page)

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Authors: China Miéville

Tags: #Ciencia Ficción, #Fantasía

BOOK: La cicatriz
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—¿Quién más sabe que este libro existe? —dijo Silas y Bellis sacudió la cabeza.

—Nadie —respondió—. Sólo el muchacho, Shekel, y él no tiene la menor idea de lo que es o lo que significa.

Has hecho lo que debías al traérmelo
, le había dicho Bellis.
Averiguaré de qué se trata y se lo entregaré a Tintinnabulum en cuanto haya descubierto si sirve de algo
.

Recordaba la inquietud de Shekel, su miedo. Visitaba el barco de Tintinnabulum, el
Castor
, a menudo, para verse con Angevine. Bellis se dio cuenta, con una punzada de lástima, que no había llevado el libro directamente allí porque tenía miedo de cometer un error. Todavía era inexperto con la lectura y al encontrar algo aparentemente tan importante, su confianza lo había abandonado y se había quedado mirando la pequeña combinación de letras que rezaba
Aum
y había mirado el nombre que copiara del papel de Tintinnabulum y se había dado cuenta de que eran iguales pero, a pesar de todo, a pesar de todo…

Pero a pesar de todo, no estaba del todo seguro. No quería parecer un idiota ni hacerle perder a la gente su tiempo. Se lo había llevado a Bellis, su amiga, su maestra, para que lo comprobase, para estar seguro. Y, despiadada, ella se lo había quitado, sabiendo que le daría poder.

Los Amantes los estaban llevando en dirección sur en busca de una fisura en el lecho marino desde la que podrían convocar a un avanc. Habían reunido cuanto les hacía falta: los científicos que necesitaban, una plataforma de perforación para alimentar los hechizos… y ahora se encaminaban hacia su meta, al mismo tiempo que sus expertos trabajaban hombro con hombro para completar los cálculos, para resolver el enigma de la invocación.

Y en el mismo instante en que Silas y Bellis comprendieron todo esto, tan pronto como se percataron de que habían conseguido lo que querían, de que conocían el plan de los Amantes, que podían imaginar hacia donde se dirigía la ciudad, empezaron a hablar de forma frenética sobre la manera de utilizar este conocimiento para escapar.

¿Qué estamos haciendo?
, pensaba Bellis en silencio.
Otra noche sentados en la sala de estar de mi estúpida vivienda redonda, diciéndonos
oh dioses oh dioses,
porque hemos levantado una capa del misterio y debajo hay aún más mierda, aún más problemas sobre los que no podemos hacer nada
. Estaba tan exhausta que tenía ganas de gemir.
No quiero seguir pensando lo que voy a hacer
, se dijo.
Sólo quiero hacer algo
.

Sus dedos tamborileaban sobre el texto del libro. Un texto que sólo ella y unos pocos más podían leer.

Al mirar la arcana lengua, una sensación vaga y desagradable se apoderó de ella. Volvió a sentirse como aquella noche en el restaurante, cuando Johannes le había dicho que los Amantes estaban utilizando sus libros.

El machacón traqueteo de la flotilla de remolcadores y demás barcos que arrastraba la ciudad se había convertido en un ruido de fondo. Pero, inadvertida y olvidada, seguía con su labor. No había un solo momento del día o de la noche en que Armada no se desplazara un poco más en dirección sur. El esfuerzo era prodigioso y el ritmo al que progresaba, ridículo. La ciudad se movía más despacio que un humano reptando.

Pero los días seguían pasando a ese ritmo tortuoso y la ciudad se movía. La gente guardaba los chaquetones y pantalones de lana. Los días seguían siendo cortos pero, sin alharacas ni proclamas, Armada había penetrado en la zona templada del océano. Y continuaba su marcha hacia aguas más cálidas.

Las plantas de la ciudad —cosechas de trigo y cebada, la hierba de las cubiertas superiores, los regimientos de maleza que reclamaban la piedra y el metal antiguos— sintieron el cambio. Prisioneros de una constante necesidad de calor, extrajeron sustancia del fortuito cambio de estación y rápidamente empezaron a crecer, a florecer. El aroma de los parques se hizo más intenso, el verde empezó a verse interrumpido por pequeñas y resistentes florecillas.

Cada día se veían más pájaros en el cielo. Los barcos piratas navegaban sobre nuevos y coloridos peces de aguas cálidas. En la multitud de pequeños templos con que contaba Armada se celebraban oficios para dar la bienvenida a la última de irregulares y contingentes primaveras de la ciudad.

Tanner había visto las cadenas y, habiéndolas visto, no tardó mucho en comprender lo que le esperaba a la ciudad.

Por supuesto, no podía conocer los detalles. Pero recordaba lo que había visto a pesar de la conmoción, el miedo y el frío que se habían estado apoderando de él mientras se elevaba por el agua. Había nadado por debajo de uno de los barcos prohibidos, en pleno corazón de un encantamiento de ocultación. La escala de lo que había encontrado allí lo había confundido en un principio pero entonces todo había cobrado sentido y se había dado cuenta de que era el eslabón de una cadena, de casi veinte metros de longitud.

El
Grande Oriente
se extendía sobre él como una nube ominosa. En su parte exterior, el metal estaba ribeteado con antiguos remaches más grandes que un hombre. A través de los siglos de sedimentos que cubrían el casco del barco, Tanner se dio cuenta de que otro eslabón se unía al primero, un resplandor recortado contra la quilla del vapor. Más allá, la maleza acuática y el agua encantada oscurecían su visión.

Había grandes cadenas bajo la ciudad y, sabiéndolo, no tardó mucho en imaginar lo que estaban planeando. Con una sorpresa casi arrepentida, Tanner Sack se dio cuenta de que por fin conocía el secreto que siempre parecía rondar en las márgenes de las conversaciones de los muelles. La fuente de la inquietud, de los guiños y las miradas de complicidad, el proyecto del que nadie hablaba pero que daba forma a todos sus esfuerzos.

Vamos a sacar algo del mar
, pensó con calma.
¿Un monstruo? ¿Vamos a atrapar a una serpiente marina o un calamar gigante o Jabber sabe qué y… entonces qué? ¿Lo pondrán a tirar de Armada? ¿Como hacen las sierpes de mar con los barcos-carroza?

Eso tendría sentido
, pensó, asombrado por la escala de la cosa, fuera lo que fuese, pero no asustado ni decepcionado.

¿Por qué se lo ocultarían a alguien como yo?
, pensó.
Como si no fuera leal
.

Tardó varios días en recuperarse del ataque del dinichtys. Dormía mal; despertaba empapado en sudor. Recordaba la sensación de las entrañas reventadas del hombre en su mano y aunque ya antes se había enfrentado a la muerte y había soportado su presencia, había una sombra de terror en los ojos del cadáver que aún seguía intranquilizándolo días más tarde. No podía quitarse de encima el recuerdo del ictihueso abalanzándose sobre él, tan implacable como un acontecimiento geológico.

Sus compañeros de trabajo lo trataban con respeto.

—Al menos lo intentaste, Tanner, tío —le decían.

Transcurridos dos días, regresó al estanque entre Anguilagua y Jhour para darse un baño y aliviar la quemazón de su piel agrietada. Observó a los hombres y mujeres que había en el agua; con la mejora de las temperaturas, su número había aumentado un poco. Otros ciudadanos piratas observaban desde el borde, maravillados por la esotérica habilidad de la natación.

Tanner vio las gotas temblorosas que levantaba el inexperto chapoteo de brazos y piernas y la superficie fracturada del agua y se dio cuenta de que se revolvía, inquieto, cada vez que un nadador se sumergía a su lado y desaparecía en las aguas profundas. No podía verlos ni podía ver lo que había debajo de ellos. Se adelantaba, se preparaba para saltar y sentía que el estómago se le encogía.

Tenía miedo.

Demasiado tarde
, se decía a sí mismo con un atisbo de histeria.
¡Ahora es demasiado tarde, hombre! ¡Te han Rehecho para esto! Vives en el agua, maldita sea, y nunca podrás cambiarlo
.

Se sentía doblemente asustado: por causa del mar y de su propio miedo, que amenazaba con dejarlo varado en tierra firme, convertido en un monstruo de feria, con branquias y membranas pero terrestre, cuya piel se iba pelando y cuyas agallas se iban secando dolorosamente, cuyos tentáculos se iban pudriendo mientas él estaba demasiado asustado para nadar, Así que se obligó a sumergirse y la sal lo alivió y le proporcionó algo de paz.

Fue terriblemente duro, obligarse a abrir los ojos y a enfocar la mirada en la difusa oscuridad teñida de azul por los rayos de sol que se abría bajo sus pies, sabiendo que era muy posible que no volviera jamás a ver roca bajo el agua, sino sólo aquel interminable abismo en el que los depredadores daban latigazos con la cola y se escabullían fuera de la vista de todos.

Fue espantosamente difícil, pero nadó y se sintió mejor al hacerlo.

Para acallar la insistencia de Shekel, Angevine dejó que Tanner revolviese en sus entrañas metálicas. Todavía no se sentía muy cómoda con ello. Para que pudiera hacerlo, tenía que quitarle el motor, lo que la dejaba inmovilizada. Era la primera vez desde hacía años que permitía que tal cosa ocurriera. Vivía presa del temor a que el fuego se apagara.

La revisó como hubiera hecho con cualquier máquina, dando golpecitos a las tuberías y manejando la llave inglesa sin contemplaciones hasta que levantó la mirada y vio que los nudillos de ella estaban blancos mientras se aferraba a la mano de Shekel.

La última vez que alguien le había puesto las manos encima de aquella manera, se dio cuenta Tanner, debía de haber sido cuando la convirtieron en Rehecha. A partir de entonces fue más cuidadoso.

Como había esperado, el motor que la impulsaba era viejo e ineficiente. Necesitaba una reconstrucción y, tras una seca advertencia a Angevine y haciendo oídos sordos a los horrorizados chillidos de ésta, empezó a desmontarlo.

Al cabo de un rato, ella terminó por calmarse (en cualquier caso era demasiado tarde para echarse atrás, le explicó con cierta rudeza: si la dejaba así nunca volvería a moverse). Y cuando, tras varias horas de trabajo, hubo terminado y salió de debajo de ella, sudando y cubierto de aceite de motor y empezó a encender el combustible en su caldera reconfigurada, ella notó la diferencia de inmediato.

Los dos estaban cansados y avergonzados. Cuando la presión se hubo formado en el motor y Angevine empezó a moverse, a sentir las nuevas reservas de energía que él le había proporcionado, a comprobar el estado del fuego y darse cuenta de lo mucho que duraba ahora el coque, reconoció cuánto había hecho por ella. Pero Tanner no se sentía más cómodo aceptando sus agradecimientos que ella ofreciéndoselos, de modo que hubo poco más que murmullos atropellados por ambas partes.

Más tarde, Tanner se metió en su bañera de agua salada y pensó en lo que había hecho. Ella ya no tendría que andar mendigando combustible a todas horas. Su mente se había liberado: ya no tendría que estar pensando constantemente en la caldera, ya no tendría que despertarse en mitad de la noche para alimentar su fuego.

Sonrió.

Al levantarse, había reparado en una muesca que le había hecho en el chasis con la punta de la llave o el destornillador. Le había hecho una herida en el hierro manchado. Angevine siempre se esforzaba por mantener limpias sus partes metálicas así que la marca de Tanner saltaba a la vista. Se había agitado, incómodo.

Cuando ella la había visto, el rostro y la boca se le habían tensado de cólera. Pero conforme pasaban los minutos y empezaba a balancearse al sentir el vapor, su expresión había cambiado. Y al marcharse, mientras Shekel la esperaba en la puerta, se había dado la vuelta y le había hablado en voz baja.

—No te preocupes por el arañazo, ¿eh? —le había dicho—. Has hecho un gran trabajo, Tanner. Y esa marca… bueno, forma parte de la reconstrucción, ¿eh? Parte de lo nuevo —había esbozado una sonrisa fugaz y se había marchado sin mirar atrás.

—Oh, de nada, de nada, por el amor de Jabber —murmuró Tanner en voz alta al recordarlo, complacido y avergonzado. Se reclinó en la bañera—. Lo he hecho por el muchacho, en realidad. Por el bien del muchacho.

Sólo diez embarcaciones de diferentes tamaños formaban el barrio maldito de Armada, encajonado en el extremo de babor de la ciudad y lindante con Otoño Seco y el Vos-y-los-Vuestros del Rey Federico.

Los súbditos del violento gobierno mercantil de Federico ignoraban en su mayor parte las espeluznantes formas de los barcos que se unían con su paseo y preferían concentrarse en sus bazares, sus circos y sus prestamistas. En Otoño seco, sin embargo, la funesta influencia del barrio maldito reptaba sobre la pequeña franja de mar que hacía las veces de frontera y mancillaba el paseo del Brucolaco. Allí donde Otoño Seco lindaba con los barcos desiertos, sus propias embarcaciones parecían acobardadas e incómodas.

Quizá era la presencia del Brucolaco y sus lugartenientes vampiros en el propio Otoño Seco la que afinaba la sensibilidad de sus habitantes frente a los muertos y los casi-muertos. Quizá ésa era la razón de que, a diferencia de lo que ocurría en Vos-y-los-Vuestros, los ciudadanos de Otoño Seco no pudieran ignorar la proximidad del temible barrio maldito.

Extraños sonidos emanaban de su interior: murmullos que arrastraba el viento; el tenue traqueteo de los motores; cosas que chirriaban contra otras. Algunos aseguraban que los sonidos eran ilusorios, producto del viento y de la extraña arquitectura de los antiquísimos barcos. Muy pocos lo creían. Algunas veces, un grupo de insensatos (formado invariablemente por recién llegados) se aventuraba en aquellas embarcaciones… y regresaban varias horas más tarde, con la boca cerrada, pálidos y sin querer hablar. Y en ocasiones, por supuesto, no regresaban.

Según aseguraban los rumores, se había llevado a cabo toda clase de intentos por separar los barcos de la ciudad, por hundirlos y por borrar el barrio maldito del mapa de Armada y todos ellos habían fracasado de manera alarmante. La mayoría de los ciudadanos se mostraba muy supersticiosa frente a aquel lugar silencioso: por mucho que los aterrara, se hubieran opuesto resueltamente a cualquier intento por eliminarla.

Los pájaros no se posaban sobre los barcos encantados. Su horizonte de mástiles y tocones de viejos mástiles, sus carcasas bituminosas y cubiertas de moho y sus velas desgarradas estaban desiertas.

La frontera entre Otoño Seco y el barrio maldito era el lugar al que uno debía ir si no quería que lo molestaran.

Dos hombres se encontraban allí, bajo la fría llovizna de la noche. Estaban a solas sobre la cubierta de un clíper.

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