La cicatriz (70 page)

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Authors: China Miéville

Tags: #Ciencia Ficción, #Fantasía

BOOK: La cicatriz
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—¿A qué coño viene tanta prisa? —gritó alguien—. Y, además, ¿adónde cojones nos estáis llevando?

La Amante cedió entonces, súbitamente, con carisma; se encogió de hombros en un exagerado gesto de humildad, se plegó y anunció que la orden quedaba rescindida. Así se ganó la ovación desigual de una audiencia que, a pesar de todo, estaba ansiosa por olvidar una mala sugerencia nacida de la cólera. No respondió a la pregunta del hombre que la había interrumpido.

Bellis recordó aquel momento más tarde y comprendió su posición clave en el curso de los acontecimientos.
Aquél fue el momento
, se diría durante las siguientes semanas,
en el que todo cambió
.

Las embarcaciones que habían quedado demasiado dañadas para navegar se amarraron a la ciudad y empezaron a ser arrastradas por el incansable avanc. Nadaba a un ritmo constante, sin capricho o tirones inesperados, a casi diez kilómetros por hora.

Hacia el norte.

Los días estaban llenos de servicios funerarios, homenajes, homilías y rezos. Empezó la reconstrucción. Las grúas trabajaban sin descanso. Por todas partes se veían las cuadrillas de obreros que trabajaban en los edificios dañados; reconstruían lo que podía ser reconstruido y cambiaban lo que no. Durante las noches, los pubs y garitos estaban llenos pero silenciosos. Durante aquellos días funestos. Armada no estaba de muy buen humor. La herida seguía sangrando, no había cicatrizado aún.

La gente empezó a hacer preguntas. Delicada, muy cuidadosamente, empezaron a sondear las heridas de sus mentes, aquellas zonas tiernas que había dejado la guerra y, al hacerlo, empezaron a surgir terribles incertidumbres.

¿Por qué han venido?
, se preguntaban los armadanos a sí y entre sí (mientras sacudían la cabeza y bajaban la mirada).
¿Y cómo es posible que nos hayan encontrado desde el otro lado del mundo?

¿Podrían volver?

Este lento y creciente espíritu de ira e inquietud planteó cuestiones de más calado que la propia guerra. Y cada cuestión planteó a su vez otras.

¿Qué es lo que hemos hecho para atraer su atención?

¿Qué estamos haciendo?

¿A dónde estamos yendo?

El entumecimiento de Bellis empezó a desvanecerse. No había visto a nadie desde la batalla. Uther Doul no la había buscado; no había dado con Carrianne o Johannes. Salvo para escarbar en los rumores que proliferaban como malas hierbas, apenas había pronunciado palabra desde hacía días.

Al segundo día tras la batalla empezó a pensar. Algo en ella despertó y contempló la ciudad dañada con la primera emoción que sentía desde hacía algún tiempo: un horror frío. Se dio cuenta, para su sorpresa, de que estaba horrorizada.

Mientras alzaba la mirada hacia el sol sintió el despertar de las emociones e incertidumbres y terribles certezas que había estado guardando.

—¡Oh!, dioses —se dijo en silencio—. ¡Oh!, dioses.

Sabía tantas cosas, pensó. Tantas cosas que ahora le resultaban evidentes, tantas y tan terribles… No podía mirarlas de frente; ahora mismo no podía pensar en ellas. Había entendimiento y conocimiento en su interior pero se apartó de ellos como lo hubiera hecho de un monstruo.

Aquel día, Bellis comió y bebió y paseó como si nada hubiera cambiado; con movimientos tan torpes y convulsos como los de todas las demás personas traumatizadas que la rodeaban. Pero de tanto en cuanto, en raras ocasiones, se encogía, parpadeaba, siseaba y rechinaba los dientes, mientras aquello que sabía se removía en su interior. Estaba embarazada de ello, un feto gordo y maligno que estaba tratando por todos los medios de ignorar.

Parte de ella sabía que no había modo de acallarlo del todo, pero no quería más que ganar algo de tiempo, sin vocalizarlo, sin ponerlo jamás en palabras, sin atreverse a aproximarse a esa comprensión que llevaba a rastras con aquella sensación enfurecida y aterrada de
aún no, aún no

Vio la puesta de sol desde el tosco rectángulo recortado que era su ventana y leyó y volvió a leer su carta mientras trataba de reunir fuerzas y resolución para escribir algo sobre la batalla, sin saber lo que hacer. A las diez en punto alguien llamó a su puerta de forma perentoria y al abrir se encontró con Tanner Sack.

Estaba de pie en la pequeña plataforma que sobresalía de la chimenea al otro lado de la puerta, en lo alto de las escaleras. Lo habían herido en la batalla. Le habían curado y cosido el rostro y tenía el ojo izquierdo completamente cerrado a causa de la hinchazón. Llevaba un vendaje en el pecho y los feos tentáculos que sobresalían de él estaban entrelazados. Empuñaba una pistola y estaba apuntándole a la cara. Su mano no temblaba.

Bellis la miró fijamente, escudriñó el agujero situado en su extremo. La gruesa y odiosa comprensión que había estado nutriendo brotó de ella, imparable. Supo la verdad y supo por qué estaba a punto de matarla Tanner Sack y, agotada por completo, supo que si él apretaba el gatillo, si ella oía la detonación, en la fracción de segundo que transcurriría antes de que la bala le atravesase el cerebro, no lo culparía por hacerlo.

38

—Jodida puta asesina.

Bellis asió el respaldo de su silla, mientras boqueaba de dolor y parpadeaba para aclararse la vista. Tanner Sack la había golpeado una vez, un bofetón con el revés de la mano que la había arrojado contra la pared. El golpe parecía haberse llevado su cólera y haberle dejado tan solo fuerzas para hablar con odio. Seguía apuntándole a la cabeza con su arma.

—No lo sabía —dijo Bellis—. Juro por Jabber que no lo
sabía
—no sentía casi miedo. Más bien era una densa vergüenza y una confusión que emborronaba sus palabras.

—Jodida mala puta —dijo Tanner sin alzar la voz—. Jodida chupasangre, puta, jodida…

—No lo sabía —repitió ella. El arma no titubeó.

Volvió a insultarla, una sucesión de invectivas lenta y cansina que ella no interrumpió. Le dejó hablar hasta que se cansó. La maldijo durante un buen rato y entonces, de improviso, cambió de tercio y empezó a hablar con un tono de voz normal.

—Todos muertos. Toda esa sangre. Yo estaba bajo el agua, ¿sabías? Estaba
nadando
en ella —susurraba las palabras—. Nadaba en la jodida sangre. Matando hombres como yo. Estúpidos niños de Nueva Crobuzón que podrían haber sido mis camaradas. Y si se me hubieran llevado, si se hubieran salido con la suya, si hubieran conseguido lo que querían, si hubieran conquistado esta maldita ciudad, entonces la matanza no habría terminado. Ahora estaría de camino a las colonias. Un esclavo Rehecho. Mi chico —dijo de repente, bajando la voz—. Shekel. Conoces a Shekel, ¿verdad? —La miró fijamente—. Te ha ayudado unas cuantas veces. Su novia, Angevine, y él se vieron atrapados en la lucha. Ange sabe cuidarse sola pero él… El muy estúpido se consiguió un rifle. Una bala acertó en la borda, justo debajo de él y las astillas se le han clavado por toda la cara. Algo horrible. Estará marcado… toda su vida. Y aquí estoy yo, pensando que si ese crobuzoniano hubiera levantado su arma un par de centímetros, un par de putos
centímetros
, Shekel estaría muerto.
Muerto
.

Bellis no podía aislarse frente a la desolación de su voz.

—Como todos los que han muerto —la voz de Tanner sonaba apagada—. ¿Y quién las ha matado, a todas esas tripulaciones muertas? ¿Quién las ha matado? Tenías que pedir ayuda, ¿no? ¿Acaso pensaste en lo que podría ocurrir? ¿Lo hiciste? ¿Te importó? ¿Te importa ahora? —Sus palabras la golpeaban como martillazos y al mismo tiempo que sacudía la cabeza,
No fue así como ocurrió
, sentía una profunda vergüenza—. Tú la mataste, puta traidora. Tú… y yo.

Su pistola se mantuvo firme pero su rostro se distorsionó.

—Yo —dijo—. ¿Por qué tuviste que meterme a

? —tenía los ojos inyectados en sangre—. Casi matas a mi chico.

Bellis parpadeó para reprimir sus propias lágrimas.

—Tanner —dijo con voz ronca—. Tanner —dijo con lentitud mientras alzaba las manos en un gesto de impotencia—. Te lo juro, te lo juro, te lo
juro
… no lo sabía.

Él debía de albergar algún vestigio de duda, se dijo, alguna incertidumbre, porque de otro modo le habría volado la cabeza sin más. Le habló durante largo rato, tropezando con sus propias palabras, tratando de encontrar la manera de expresar lo que, incluso a ella, le sonaba como algo imposible, una auténtica mentira.

Durante todo el rato que pasó hablando, la pistola no abandonó su rostro un solo instante. Mientras le contaba a Tanner lo que había comprendido, Bellis dejaba de hablar de tanto en cuanto, a medida que la verdad iba calando en su interior.

La ventana se veía sobre el hombro de Tanner Sack y su mirada estaba perdida a través de ella mientras hablaba. Así le resultaba mucho más fácil que mirándolo a los ojos. Cada vez que se volvía hacia él, algo en su interior ardía. La ira por la traición, pero por encima de todo la vergüenza, la desgarraban por dentro.

—Yo creía lo que te conté —le dijo y al recordar el baño de sangre se encogió con tal fuerza que le dolió—. También me mintió a mí.

—No sé cómo coño han conseguido encontrar Armada —dijo, un poco más tarde, aún frente a la desdeñosa y pálida incredulidad de Tanner—. No sé cómo funciona, no sé lo que hicieron, no sé qué clase de información o máquina robó para hacer que ocurriera. Debe de haber algo… debe de tener algo escondido, debe de haberles entregado algo que necesitaban, algo que les permitiera seguirnos la pista, en aquel mensaje…

—El que
me
diste —dijo Tanner y Bellis titubeó y entonces asintió.

—El que me dio a mí y yo te di.

—Estaba convencida —le dijo—. Por Jabber, Tanner, ¿por qué crees que estaba yo a bordo del
Terpsícore?
Era una jodida exiliada, Tanner —él no replicó ante esto—. Estaba escapando —continuó—. Estaba
escapando
. Y, maldita sea, no me gusta este lugar, no es mi hogar… pero estaba escapando. No hubiera llamado a esos bastardos, no confío en ellos. Estaba huyendo de allí porque temía por mi puto pellejo —él la miró con curiosidad—. Y, además… —vaciló, temiendo que pareciera que pretendía ganarse su simpatía, a pesar de que deseaba decirle la verdad—. Además… —continuó con voz calmada—, además, yo no hubiera hecho eso. No te lo haría… a ti, a ninguno de vosotros. No soy una jodida magistrada, Tanner. No quiero llevaros a ninguno de vosotros ante la justicia.

Él le devolvió la mirada con el rostro duro como la piedra.

Lo que le decidió, se dio cuenta más tarde, lo que le llevó a creerla, no fue su vergüenza ni su pena. No confiaba en ellas y nadie hubiera podido culparlo. Lo que le convenció de que estaba diciéndole la verdad y de que había sido una víctima tanto como él, fue su rabia.

Durante un momento largo, silencioso y miserable, Bellis sintió que temblaba todo su cuerpo y los nudillos se le pusieron blancos como el hueso a causa de la fuerza con la que apretaba los puños.

—Cabrón —se oyó decir a sí misma y sacudió la cabeza.

Tanner sabía que no le hablaba a él. Estaba pensando en Silas Fennec,

—Me mintió… —le espetó de repente, para su propia sorpresa—, una mentira tras otra… para poder utilizarme.

Me utilizó
, pensó,
lo mismo que ha utilizado a todos los demás. Yo le he visto en acción, sabía lo que hacía, el modo en que usa a la gente, pero

Pero no pensé que lo estuviera haciendo conmigo
.

—Te ha humillado —dijo Tanner—. A pesar de que eras especial, ¿no es así? —esbozó una sonrisa despectiva—. A pesar de que tú le entendías, ¿no? A pesar de que estabais juntos en eso, ¿no?

Ella lo miró a los ojos, blanca de rabia y llena de repugnancia hacia sí misma por haberse dejado engañar por Silas como una estúpida ingenua, como cualquiera de sus marionetas, como todos los demás.
Yo, más que todos los pobres idiotas que leían los panfletos de Simon Fench; más que cualquier estúpido desgraciado, actuando como su contacto
. Se sentía enferma por el desprecio, la facilidad con la que le había mentido.

—Pedazo de mierda —murmuró—. Te voy a destruir, cabrón.

Tanner volvió a esbozar la misma sonrisa y ella se dio cuenta de lo patética que parecía.

—¿Crees que algo de lo que te dijo era verdad? —le preguntó Tanner.

Estaban sentados, rígidos e inseguros. Tanner seguía empuñando el arma pero ahora no la apuntaba. No se habían convertido en compañeros de conspiración. La miraba con desagrado y rabia. Aunque creyera que lo que había hecho no había tenido por objeto causar daño a Armada, seguían sin ser camaradas. Ella seguía siendo la persona que lo había convencido para actuar como mensajero. Ella era quien lo había implicado en la carnicería.

Bellis sacudió la cabeza con furia parsimoniosa.

—¿Que si creo que Nueva Crobuzón está siendo atacada? —dijo con voz repugnada—. ¿Que si creo que la ciudad-estado más poderosa del mundo está siendo amenazada por unos malvados peces? ¿Que si creo que sus casi dos mil años de historia están a punto de terminar y yo soy la única que puede salvarlos?
No
, Tanner Sack, no lo creo. Creo que quería hacer llegar un mensaje a casa y eso fue todo. Creo que ese cabrón manipulador ha jugado conmigo como si fuera una imbécil. Como hace con todo el mundo. —
Es un asesino, un espía, un agente
, pensaba,
es precisamente aquello de lo que estaba huyendo. Y a pesar de eso, sola y crédula como una jodida idiota descarriada, lo creí
.

¿Por qué iban a venir a buscarlo?
, pensó entonces, de repente.
¿Por qué iban a atravesar casi siete mil kilómetros para buscar a un hombre? No ha sido por él y tampoco creo que fuera por la
Sorghum.

—Algo más está ocurriendo… —dijo con lentitud mientras trataba de darle forma a sus pensamientos—. Algo más que no vemos.

No hubieran venido hasta tan lejos, no hubieran arriesgado tanto por él. Por muy buen agente que sea
. Tiene
algo
, comprendió.
Tiene algo que ellos quieren
.

—Entonces, ¿qué vamos a hacer?

Estaba amaneciendo. Los pájaros de la ciudad cantaban. A Bellis le dolía la cabeza; estaba terriblemente cansada.

Ignoró un momento la pregunta de Tanner. Miró por la ventana y pudo ver el cielo pálido y las siluetas de los aparejos y velámenes y la arquitectura perfiladas en negro. Aún reinaba la quietud. Podía ver cómo rompían las olas contra los costados de la ciudad, podía sentir la lenta marcha de Armada hacia el norte. El aire era fresco.

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