La cicatriz (69 page)

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Authors: China Miéville

Tags: #Ciencia Ficción, #Fantasía

BOOK: La cicatriz
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Desde la sobreelevada cubierta del
Grande Oriente,
el hombre profiere un grito de horror que nadie escucha
.

Se pone tenso y besa su estatua con un frenesí ferviente y se prepara para plegar el espacio un poco y subir de un salto a bordo de la fragata que ve debajo de él y cuyos motores están empezando encenderse para llevársela de allí. Pero se detiene al darse cuenta de algo terrible
.

Mientras él asiste a la escena, los dos últimos colosos se estremecen bajo los ataques enemigos y disparan sus cañones. Y a pesar de que su respuesta se cobra varios barcos armadanos, las crueles explosiones que sacuden sus flancos continúan hasta que los dos naves crobuzonianas se van a pique
.

El carbón de los invasores se ha hundido. El hombre contempla lo sucedido, casi mudo. Ahora no tiene ningún sentido saltar a bordo de la fragata o nadar hacia las naves de su país natal. Aunque los armadanos no los destruyan todos, aunque uno o dos de los cruceros rápidos logren escapar, están en mitad del Océano Hinchado, en aguas que nadie ha cartografiado, a más de tres mil kilómetros de la tierra más próxima y al doble de esa distancia de su hogar. Dentro de unos pocos cientos de millas, sus calderas se apagarán y los barcos de Nueva Crobuzón se detendrán
.

No tienen velas. Se pudrirán y morirán
.

No hay esperanza para ellos
.

El rescate ha fracasado. El hombre sigue atrapado
.

Baja la mirada y se percata con sorda sorpresa de que sin darse cuenta ha vuelto a entrar en fase con el espacio de Bellis. Si ella se volviera ahora, lo vería. Vuelve a besar la estatua, medio entumecido, y desaparece
.

Cayó la noche y finalmente despegaron los dirigibles de Otoño Seco, cada uno de ellos con una tripulación de asesinos a bordo. Sobrevolaron lo que quedaba de la batalla, mientras los vampiros que venían en ellos, saboreando con las largas lenguas el aire de la noche, se preparaban para entrar en acción.

Era demasiado tarde. La lucha había terminado.

Los aeróstatos vagaban sin propósito concreto sobre las aguas manchadas de hollín y metal retorcido y ácido y petróleo y aquí y allá algún residuo resplandeciente de leche de roca, y savia, y muchos litros de sangre.

37

Al principio la ciudad parecía henchida de deleite exhausto; una especie de euforia desgarrada, herida.

Pero eso no duró mucho. Durante los siguientes días, Bellis fue cobrando aguda conciencia del silencio; reinaba una quietud constante en Armada. Había empezado tras la batalla, cuando los gritos de triunfo se apagaron y se hizo evidente la escala de la devastación.

Bellis no había dormido la noche después de la carnicería. Se levantó al amanecer, como miles de ciudadanos más y, medio aturdida, salió a pasear por la ciudad El horizonte al que se había acostumbrado se había modificado de muchas y extrañas maneras. Barcos en los que había comprado papel, o bebido té o sencillamente paseado sin pensar, un millar de veces, habían desaparecido.

El Parque Crum estaba casi intacto. El
Cromolito
, el
Tolpandy
, el propio
Grande Oriente
, estaban enteros.

En muchas ocasiones, durante los días que siguieron, Bellis doblaría un recodo en algún callejón laberíntico o cruzaría un puente de madera, o entraría en una plaza bien iluminada y vería a gente llorando a sus muertos. Algunos estaban mirando fijamente una zona dañada de la ciudad, un agujero en el que el barco que les servía de hogar había estado, un montón de añicos que había sido un mercado, una iglesia destrozada por la caída de unos mástiles…

Era injusto, pensó Bellis, que muy pocos de los lugares que ella frecuentaba hubieran sido dañados. ¿A qué derecho obedecía eso? Después de todo, a ella ni siquiera le hubiera importado.

Un número enorme de armadanos había muerto. Entre ellos se encontraban varios miembros del Consejo de Raleas y la Reina Braginod de Jhour. El Consejo eligió a sus sustitutos y el bastón de mando de Jhour pasó sin mayores aspavientos al hermano de Braginod, Dynoch. A nadie pareció importarle especialmente. Armada había dejado miles de cuerpos en el mar.

La gente contemplaba la
Sorghum
y murmuraba que no merecía la pena.

Bellis paseaba por el paisaje derruido y violentado de la ciudad como si estuviera soñando. Hasta en aquellos lugares que no habían sido castigados por la artillería enemiga, la tensión provocada por las sacudidas del mar habían provocado daños a la arquitectura. Los arcos se habían quebrado y sus piedras clave descansaban ahora en el fondo del mar. Se habían producido incendios; calles estrechas se habían hecho pedazos al moverse, tocarse y chocar entre sí las filas de casas que parecen apoyarse las unas en las otras. La ciudad había sufrido daños que hubieran sido imposibles en tierra firme.

En sus vagabundeos, Bellis escuchó miles de historias: cuentos exagerados de heroísmo y descripciones morbosas de heridas y lesiones. Poco a poco, empezó a excavar en busca de información. Movida por una curiosidad que no entendía (durante aquellas horas se sentía como una autómata, como si estuviera moviéndose sin su consentimiento), investigó lo que les había ocurrido a los demás pasajeros del
Terpsícore
.

Circulaban historias conflictivas sobre las Cardomium. Bellis oyó hablar de los tripulantes que seguían encarcelados porque su lealtad hacia Armada seguía estando en cuestión. Le contaron que al comienzo del bombardeo había estallado un gran tumulto en los barcos prisión situados en la proa de Anguilagua y que los prisioneros habían empezado a gritar a sus compatriotas que acudieran a rescatarlos.

Los invasores, por supuesto, no habían acudido y sus gritos no habían recibido respuesta.

La hermana Meriope estaba muerta. Bellis quedó conmocionada al enterarse, de una horrible manera abstracta, como si estuviera viendo un color inesperado. En medio del caos reinante, le contaron, varios prisioneros del manicomio habían escapado, entre ellos la hermana Meriope. La monja, en un estado de gestación ya muy avanzado, había llegado al extremo de proa de la ciudad y había empezado a correr hacia la fuerza de abordaje de Nueva Crobuzón, saludándolos a gritos, extasiada. La habían abatido de un tiro. Era imposible saber cuál de los bandos era el responsable.

Aquélla era la clase de historia que oía una vez tras otra: el crobuzoniano que, enfrentado de repente con lo que parecía una oportunidad inesperada para regresar a su hogar, había tratado desesperadamente de cambiar de bando en medio de la batalla y había muerto. Varios de los pasajeros del
Terpsícore
habían caído de aquella manera. Y aunque su número se exagerase, aunque los detalles hubiesen sido retorcidos para hacer de ellos una historia moral sobre la lealtad, Bellis estaba segura de que muchos debían de haber muerto de aquella manera.

Se daba cuenta —no hacía falta ser muy listo para comprenderlo— de que su seguridad hubiese estado desde luego en entredicho de haber buscado refugio entre las tropas crobuzonianas. Había decidido hacía tiempo que su regreso a casa debía ser responsabilidad suya. Sabía que su supervivencia le importaría bien poco a la ciudad. Después de todo, había huido de ella y con buenas razones.

Durante la batalla, había estado paralizada, incapaz de sentir el deseo de que uno u otro bando se alzara con la victoria. Había asistido a lo que ocurría como el espectador fortuito de un combate sangriento. Ahora que Armada había triunfado, no sentía alivio, felicidad, ni tampoco desesperación.

Después de la destrucción de los grandes acorazados, los demás barcos de Nueva Crobuzón habían huido con rumbo noroeste. Escaparon presa del pánico, demasiado aterrorizados para rendirse o para pedir cuartel a los armadanos. Escaparon pretendiendo que les quedaba alguna esperanza, que podían llegar a algún puerto. Todo el mundo sabía que sus tripulantes estaban condenados.

Tres acorazados de bolsillo y una fragata fueron capturados. Al instante se convirtieron en los barcos más avanzados de Armada, pero a pesar de ello era una magra recompensa a cambio de las docenas de embarcaciones que la ciudad había perdido. Una parte importante de su flota, dos sumergibles y la mitad de los vapores reconstruidos a toda prisa, habían sido sacrificados para hundir los acorazados. El
Tridente
y diez aeróstatos de menor tamaño se habían perdido. La enorme aeronave había empezado a descender a causa del peso de los golems que la atacaban como una jauría de ratas y había caído sobre un incendio, que había prendido su piel y quemado su esqueleto.

Los armadanos habían tardado muchas horas en regresar a la ciudad, remando en sus lanchas salvavidas, nadando o aferrados al resto de algún naufragio. Los taumaturgos e ingenieros que trabajaban en la base del
Grande Oriente
frenaron la marcha del avanc durante más de un día. La enorme criatura, ajena al caos homicida que tenía lugar sobre ella, había seguido adelante sin interrupción.

Como era de esperar, algunos de los que llegaban a la ciudad eran soldados de Nueva Crobuzón. Puede que algunos, los más emprendedores, robaran la ropa a los cadáveres armadanos y llegaran hasta Armada para empezar una nueva vida a bordo —como marineros que eran, todos ellos hablaban un sal cuanto menos pasable—. Pero la mayoría estaba demasiado traumatizada para comportarse de manera tan calculadora y así, en las horas que siguieron a la batalla, en las cubiertas de Armada empezaron a aparecer marineros crobuzonianos vestidos con uniformes empapados y destrozados, dominados por un terror miserable. Tenían más miedo de ahogarse que de la venganza de los armadanos.

En aquellos días ruinosos que siguieron a la guerra, bajo un cielo rojo y negro a causa del humo, los aterrados marineros de Nueva Crobuzón provocaron una crisis política. Por supuesto, enfurecidos por sus pérdidas, los armadanos castigaron a sus harapientos prisioneros. Los recién llegados fueron golpeados y azotados —algunos de ellos hasta la muerte— mientras sus torturadores aullaban los nombres de amigos caídos. Pero al cabo, el cansancio, la repugnancia y un cierto entumecimiento acabaron por aposentarse y los crobuzonianos fueron conducidos al
Grande Oriente
y allí confinados. Al fin y al cabo, la historia de Armada se había erigido sobre la asimilación de extraños y enemigos después de cualquier batalla, cuando cualquier embarcación era hecha prisionera.

Ésta era una circunstancia más violenta y más terrible que cualquier otra que la ciudad hubiera vivido en el pasado, pero a pesar de ello no se cuestionaba el destino de los enemigos capturados. Como había ocurrido con el
Terpsícore
, aquellos que pudieran ser asimilados se convertirían en armadanos.

Sólo que, esta vez, los Amantes no estaban de acuerdo.

Habían emergido de la batalla enfurecidos y electrizados, extasiados, con cicatrices nuevas que no se correspondían con las del otro (algo que corregirían durante las noches siguientes). Todo el paseo, toda la ciudad, quedó conmocionada cuando se supo que los Amantes pretendían expulsar a los crobuzonianos.

En una asamblea apresuradamente reunida a bordo del
Grande Oriente
, la Amante expuso su caso. En una violenta diatriba contra los prisioneros, les recordó a los ciudadanos que por su causa sus familias habían sido destruidas, la ciudad había sido arrasada y más de la mitad de sus barcos se había perdido. Ahora mismo había a bordo muchos más prisioneros de los que Anguilagua o cualquier otro paseo hubiera tenido nunca que hacerse cargo. Con la escasez de recursos, con la ciudad vulnerable, ahora que Nueva Crobuzón les había declarado la guerra, ¿cómo iban a absorber a tantos enemigos?

Pero muchos de los que ahora eran armadanos habían sido antaño enemigos. Desde que la ciudad existía, los armadanos habían aceptado la norma de que una vez que la batalla terminaba, no había ningún agravio con los soldados del enemigo. Se les daba la bienvenida y, con suerte, se les convertía en ciudadanos. Aquello, al fin y al cabo, era Armada: una colonia formada por los perdidos, los renegados, los ausentes, los derrotados.

Los prisioneros de Nueva Crobuzón tiritaban en sus celdas sin saber la controversia que habían provocado.

No sería un asesinato, arguyó la Amante. Podrían obligarlos a subir a bordo de un barco, darles provisiones e indicarles la dirección de Bered Kai Nev. No era imposible que lo lograran.

Era un argumento poco convincente.

Ella cambió de tercio y, enfurecida, empezó a decir que, con el avanc, la ciudad debía seguir su camino, que tenía el poder de llegar a lugares con los que Armada ni siquiera había soñado, de hacer cosas inimaginables y que malgastar sus recursos para sonarle los mocos a un millar de recién llegados —asesinos— llorones era una estupidez.

Pero a pesar de que las heridas seguían abiertas y frescas, a pesar de que el recuerdo de la batalla seguía dolorosamente presente, el parecer de la multitud se estaba volviendo contra ella. No lograba convencerlos. Los demás gobernantes aguardaban y observaban.

Bellis lo comprendió. No es que los allí reunidos albergaran amor, misericordia o compasión por los prisioneros. Aquello no tenía que ver con los soldados sanguinolentos y heridos que se apiñaban, agónicos y miserables, debajo de ellos. Los armadanos no estaban preocupados por ellos sino por la propia ciudad.
Esto es Armada
, estaban diciendo.
Así es como es, esto es lo que es. Si lo cambiamos, ¿cómo sabremos lo que somos? ¿Cómo sabremos lo que debemos ser?

La Amante no podía cambiar con un discurso los siglos de tradición… una tradición erigida para la supervivencia de la ciudad. Estaba sola en el escenario y estaba perdiendo la discusión, Con un acceso de duda súbito y chocante, Bellis se preguntó dónde estaría el Amante y si estaría de acuerdo con ella.

Al sentir el descontento reinante, aquellos que estaban de acuerdo con la argumentación de la Amante empezaron a gritar espontáneamente para ofrecerle su apoyo y pedir venganza contra los cautivos. Pero un número mayor de voces se alzó para oponerse a ellos y los acallaron.

Algo cambió, algo decisivo. De repente resultaba evidente que aquella multitud no permitiría que los crobuzonianos fueran asesinados, ni siquiera por medio de aquella farsa de misericordia que la Amante había sugerido. Era evidente que el largo, a veces sencillo, a veces cruel proceso de asimilación tendría que dar comienzo y que se invertirían muchos meses de esfuerzo en los hombres y mujeres que habían hecho prisioneros; que con el tiempo algunos de ellos terminarían por reconciliarse con sus nuevas vidas mientras que otros no lo harían y permanecerían encarcelados; y sólo entonces, después de mucho tiempo, después de largos esfuerzos de persuasión, se permitiría, tal vez, que fueran ejecutados.

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