La casa Rusia (49 page)

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Authors: John le Carré

Tags: #Espionaje

BOOK: La casa Rusia
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¿Por qué?

Él siempre dice que en Rusia el único éxito es no ganar. Es una broma que tenemos. Hablaba deliberadamente contra nuestra broma. Me estaba diciendo que estamos muertos.

Barley fue hasta la ventana y miró verticalmente hacia la multitud y la calle. Todo el oscuro mundo de su interior había quedado en silencio. Nada se movía, nada respiraba. Pero estaba preparado. Había estado preparado toda su vida, y nunca lo había sabido. Ella es la mujer de Goethe y, por lo tanto, está tan muerta como él. Todavía no, porque hasta ahora Goethe la ha protegido con la última brizna de valor que le queda. Pero tan muerta como pueden estado los muertos, en cuanto quieran extender su largo brazo y separarla del árbol.

Durante quizás una hora, permaneció allí, junto a la ventana, antes de regresar a la cama. Ella estaba tendida de costado, con los ojos abiertos y las rodillas encogidas. La rodeó con su brazo y la atrajo hacia sí y sintió que su cuerpo se quebraba dentro de su abrazo al tiempo que empezaba a sollozar en espasmos convulsivos y silenciosos, como si tuviera miedo incluso de llorar dentro del alcance de los micrófonos.

Barley empezó a escribir de nuevo, con grandes letras mayúsculas: PRÉSTAME ATENCIÓN.

Las pantallas parpadeaban cada pocos minutos. Barley ha salido del «Mezh». Más. Han llegado a la estación del Metro. Más. Han salido del hospital. Katya del brazo de Barley. Más. Los hombres mienten, pero el ordenador es infalible. Más.

—¿Por qué diablos conduce él? —preguntó Ned al leer esto. Sheriton estaba demasiado absorto para contestar, pero Bob se hallaba detrás de él y fue quien recogió la pregunta.

—A los hombres les gusta conducir a las mujeres, Ned. Los tiempos son chauvinistas todavía.

—Gracias —dijo cortésmente Ned.

Clive sonreía aprobadoramente.

Intermedio. Las pantallas abandonan la secuencia mientras Anastasia reanuda el relato. Anastasia es una colérica vieja letona de sesenta años que durante veinte ha estado en los libros de la Casa Rusia. Solamente a Anastasia se le ha permitido cubrir el vestíbulo.

El texto dice:

Pasó dos veces, primero al lavabo, luego de nuevo a la sala de espera.

La primera vez, Barley y Katya estaban sentados en un banco, esperando.

La segunda, Barley y Katya estaban de pie junto al teléfono y parecían estar abrazándose. Barley tenía una mano junto a la cara de ella. Katya tenía también levantada una mano, con la otra colgando a un costado.

¿Había llegado ya para entonces la llamada de «Pájaro Azul»?

Anastasia no lo sabía. Aunque había estado en su cubículo del lavabo escuchando tan intensamente como podía, no había oído el timbre del teléfono. Así que, o bien no se había producido la llamada, o había terminado ya para cuando pasó por segunda vez.

—¿Por qué diablos iba a estar abrazándola? —dijo Ned.

—Quizá tenía ella una mosca en el ojo —respondió ásperamente Sheriton, sin dejar de mirar a la pantalla.

Conducía él —insistió Ned—. No tiene permitido conducir allí, pero conducía. Le dejó conducir a ella todo el camino al campo y vuelta. Ella condujo cuando fueron al hospital. Y luego, de pronto, va y coge el volante él. ¿Por qué?

Sheriton dejó su lápiz y se pasó el dedo índice por el interior del cuello de la camisa.

—¿Y eso qué importa, Ned? ¿Hizo «Pájaro Azul» su llamada o no? Ésa es la cuestión.

Ned tuvo todavía la decencia de meditar la pregunta.

—Presumiblemente, la hizo. En otro caso, habrían continuado esperando.

—Quizás oyó algo que no le gustó. Alguna mala noticia o algo —sugirió Sheriton.

Las pantallas se habían apagado, dejando en penumbra la sala.

Sheriton tenía un despacho separado, con muebles de palisandro y arte instantáneo. Nos fuimos allí, nos servimos café y permanecimos en el recinto.

—¿Qué diablos está haciendo él en su piso tanto tiempo? —me preguntó Ned, llevándome aparte—. Lo único que tiene que hacer es obtener de ella la hora y el lugar de la entrevista. Eso podía haberlo hecho hace dos horas.

—Quizás están teniendo unos momentos de ternura —dije.

—Me sentiría mejor si fuese así.

—Quizás esté comprando otro sombrero —dijo desabridamente Johnny, que nos había oído.

—Jerónimo —exclamó Sheriton cuando sonó el timbre, y regresamos en tropel a la sala de situación.

Un plano iluminado de la ciudad nos mostró el apartamento de Katya señalado por una lucecita roja. El punto de recogida se hallaba a trescientos metros al este de él, en la esquina sudeste de dos calles principales señaladas en verde. Barley debía ahora estar caminando a lo largo de la acera sur, manteniéndose junto al bordillo. Al llegar al punto de recogida, debía aparentar reducir la marcha como si buscase un taxi. El coche de seguridad se detendría junto a él. Se había instruido a Barley en el sentido de que diera al conductor el nombre de su hotel en voz bien alta y que negociara un precio con las manos.

En el segundo cruce, el coche tomaría un desvío lateral y entraría en un solar en que se hallaba aparcado el camión de seguridad, con su conductor dormitando aparentemente en la cabina. Si la antena del camión estaba desplegada, el coche describiría un círculo a la derecha y volvería al camión.

Si no, fracaso.

El informe de Paddy llegó a las pantallas a la una de la madrugada, hora de Moscú. Menos de una hora después, las cintas estaban disponibles para nosotros, lanzadas desde el tejado de la Embajada de los Estados Unidos. El informe ha sido desmenuzado desde entonces de todas las maneras imaginables. Para mí, sigue siendo un modelo de información objetiva suministrada desde el terreno.

Naturalmente, el escritor necesita ser conocido, pues cualquier escritor bajo el sol tiene sus limitaciones. Paddy no era un adivinador del pensamiento, pero era muchas otras cosas, un antiguo gurkha convertido en miembro de las fuerzas especiales, convertido en oficial del servicio de información, lingüista, planificador e improvisador conforme al modelo favorito de Ned.

Para su personalidad exterior había adoptado una apariencia de estupidez inglesa tal que los no iniciados lo tomaban a chacota cuando se lo describían unos a otros: sus pantalones cortos hasta las rodillas en verano, cuando practicaba sus excursiones por los bosques de Moscú; su estrafalario atuendo en invierno, cuando cargaba su «Volvo» con viejos esquíes y pértigas de bambú y raciones de supervivencia y, finalmente, su propia egregia persona, tocada con un gorro de piel que parecía como si hubiera sido tomado de los convoyes árticos. Pero hay que ser un hombre inteligente para fingirse tonto y salir con bien durante mucho tiempo, y Paddy era un hombre inteligente, por conveniente que más tarde resultara tomar como auténticas sus excentricidades.

También al controlar su abigarrada mezcla de seudoestudiantes de idiomas, comisionistas, pequeños comerciantes y nacionales de terceros países, Paddy era un primera clase. Ni el propio Ned hubiera podido superarle. Los cuidaba como un prudente cura párroco, y cada uno de ellos, a su solitaria manera, estaba a su altura. No era culpa suya si las cualidades que hacían que los hombres acudieran a él le hacían también vulnerable al engaño.

Así también con el informe de Paddy. Le llamó primero la atención la precisión con que Barley presentaba su relato, y la cinta así lo confirma. La voz de Barley es más firme y segura que en cualquier grabación anterior.

Paddy se sentía impresionado por la decisión de Barley y por su entrega a su misión. Comparaba el Barley que veía delante de sí en el camión, con el Barley a quien había dado instrucciones para su viaje a Leningrado y se congratulaba de la mejora. Tenía razón. Barley era un hombre ampliado y transformado.

El relato que Barley hizo a Paddy concordaba también con todos los hechos comprobables a disposición de Paddy, desde la recogida en el Metro y el viaje al hospital hasta la espera en el banco y el sofocado timbrazo. Katya había estado inclinada sobre el teléfono cuando sonó, dijo Barley. El propio Barley apenas si lo había oído. No era extraño que tampoco lo hubiera oído Anastasia, razonaba Paddy. Katya debía de haberlo cogido con la rapidez del rayo.

La conversación entre Katya y «Pájaro Azul» había sido breve, dos minutos a lo sumo, dijo Barley. Otra cosa que encajaba. Se sabía que a Goethe le asustaban las conversaciones telefónicas largas.

Por consiguiente, con tantos elementos adicionales de control a su alcance, y superándolos Barley todos perfectamente, ¿cómo diablos puede nadie sostener después que Paddy hubiera debido llevar a Barley directamente a la Embajada y expedirlo, atado y amordazado, a Londres? Pero, desde luego, eso era exactamente lo que sostenía Clive, y no era el único.

Y lo mismo respecto a los tres misterios que obsesionaban ya a Ned, el abrazo, el trayecto desde el hospital con Barley al volante, las dos horas que pasaron juntos en el piso. Por las respuestas de Barley, debemos verle tal como le vio Paddy, inclinado a la débil luz que brillaba sobre la mesa en el camión y con la cara reluciente por efecto del calor. Se oye al fondo el zumbido de los aisladores. Los dos hombres llevan auriculares y entre ellos hay un micrófono de circuito cerrado. Barley susurra su historia, medio al micrófono, medio a su jefe de puesto. Ni todas las noches de aventuras pasadas por Paddy en la frontera del Noroeste habrían podido proporcionar una atmósfera más dramática.

Cy permanece sentado en la sombra con un tercer par de auriculares. Es el camión de Cy, pero tiene órdenes de dejarle a Paddy el papel de anfitrión.

—Y entonces va ella y se pone melancólica —dijo Barley, con suficiente tono de camaradería masculina en su voz como para hacer sonreír a Paddy—. Se había estado preparando toda la semana para su llamada, y de pronto todo había terminado, y ella se derrumbó. Probablemente, no le favoreció el hecho de que yo estuviese allí. Supongo que en otro caso habría aguantado hasta llegar a su casa.

—Muy probablemente —asiente Paddy, con tono comprensivo.

—Fue demasiado para ella. Oír su voz, oír que dentro de un par de días estará en la ciudad, sus preocupaciones por los niños… y por él, y por sí misma también…, todo eso fue demasiado para ella.

Paddy comprendía perfectamente. En sus tiempos, había conocido mujeres emocionales, y tenía experiencia en la clase de cosas que las alteraban.

A partir de ahí, todo se deslizó con naturalidad. El engaño se convirtió en una sinfonía. Barley había hecho cuanto había podido por consolarla, dijo, pero estaba muy afectada, así que la rodeó con el brazo, la llevó hasta el coche y la condujo a su casa.

En el coche, ella lloró otro poco más, pero estaba ya repuesta cuando llegaron al piso. Barley le preparó una taza de té y le acarició la mano hasta que tuvo la seguridad de que ella sabía hacer frente a la situación.

—Bien hecho —dijo Paddy. Y si, al decirlo, parece un oficial del ejército indio del siglo XIX felicitando a sus hombres después de una vana carga de caballería, es sólo porque se halla impresionado y tiene la boca demasiado cerca del micrófono.

Está finalmente la pregunta de Barley, que es donde intervino Cy. Al considerarla retrospectivamente, es indudable que suena como una clara manifestación de perversas intenciones. Pero Cy no la oyó así, y tampoco Paddy. Y, de hecho, tampoco nadie en Londres, a excepción de Ned, cuya impotencia resultaba ya desalentadora. Ned estaba convirtiéndose en el paria de la sala de situación.

—¡Oh! Sí…, esto…, ¿qué hay de la lista de compras? —dice Barley mientras se dispone a marcharse. La pregunta surge como una de varias pequeñas cuestiones administrativas, sin especial importancia—. ¿Cuándo me van a poner en la mano la lista de compras? —pregunta repetitivamente.

—¿Por qué? —dice Cy desde las sombras.

—Bueno, no sé. ¿No debería yo estudiarla antes un poco o algo?

—No hay nada que estudiar —replica Cy—. Son preguntas escritas, con respuestas de sí o no, y es positivamente importante que usted no conozca ninguna de ellas, gracias.

—Entonces, ¿cuándo la tendré?

—Haremos la lista de compra lo más tarde posible —responde Cy.

De la propia opinión de Cy sobre Barley ha quedado registrada una auténtica perla. «Con los ingleses —se dice que comentó—, nunca sabe uno qué infiernos están pensando».

Esa noche por lo menos, Cy tenía una cierta justicia de su parte.

—No había ninguna mala noticia —insistió Ned, mientras Brock reproducía las cintas del camión por tercera o trigésima vez.

Estábamos de nuevo en nuestra Casa Rusia. Nos habíamos refugiado allí. Era otra vez como en los viejos tiempos. Comenzaba a amanecer, pero estábamos demasiado despiertos como para acordarnos de dormir.

—No había ninguna
mala
noticia —repitió Ned—. Todo eran
buenas
noticias. «Estoy bien. Estoy sin novedad. Di una conferencia magnífica. Vaya coger el avión. Te veré el viernes. Te quiero». Y ella se echa a llorar.

—¡Oh! No sé —dije, hablando en contra de mi propia inclinación—. ¿Tú no has llorado nunca de felicidad?

—Llora tanto que él tiene que llevarla por el pasillo del hospital. Llora tanto que no puede conducir. Cuando llegan a su apartamento, ella se adelanta corriendo hasta la puerta como si Barley no existiese, porque se siente muy
feliz
de que «Pájaro Azul» vaya a llegar puntualmente. Y él la consuela. De todas las buenas noticias que ha recibido. —La voz grabada de Barley había vuelto a sonar—. Y él está tranquilo. Completamente tranquilo. Ni una preocupación en el mundo. «Estamos justo sobre el objetivo, Paddy. Todo va perfectamente. Por eso es por lo que está llorando». Claro que sí.

Se recostó en su asiento y cerró los ojos, mientras la fiable voz de Barley continuaba hablándole desde el magnetófono.

—Él ya no nos pertenece —dijo Ned—. Se ha ido.

Como también, en un sentido diferente, se había ido Ned. Había desencadenado una gran operación. Ahora, todo lo que podía hacer por sí mismo era ver cómo iba quedando fuera de control. Jamás en toda mi vida vi un hombre tan solo, con la posible excepción de mí mismo.

Espiar es esperar.

Espiar es preocuparse.

Espiar es ser uno mismo pero más aún.

Las fórmulas del extinto Walter y del viviente Ned resonaban en los oídos de Barley. El aprendiz se había convertido en heredero de los hechizos de sus maestros, pero su magia era ahora más potente de lo que jamás había sido la de ellos.

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