—Me cago en la leche —maldijo Palermo.
Miraba a Kiskoros como si estuviera hipnotizado. La realidad acudía por fin de modo coherente a su cabeza. Y a medida que las piezas ensamblaban, su expresión iba desencajándose más y más.
—Trabajas para ella —dijo.
Parecía más atónito que indignado; como si el principal reproche a formular fuera su propia estupidez. Siempre silencioso e inmóvil, Kiskoros dejó que la pistola que seguía apuntando al gibraltareño confirmase la cuestión.
—¿Desde cuándo? —quiso saber Palermo.
Se lo preguntó a Tánger, que bajo la luz rojiza del farol parecía a punto de esfumarse en las sombras. Coy la vio iniciar un gesto vago, como si la fecha en que el argentino había decidido cambiar de bando no tuviese importancia. Consultaba otra vez el reloj.
—Deme ocho horas —le dijo a Kiskoros, neutra.
El otro asintió, sin dejar de vigilar a Palermo; pero cuando el Piloto hizo un movimiento casual, la pistola se movió, apuntándole también. El marino miró a Coy, estupefacto, y éste se encogió de hombros. Para él, hacía rato que la línea que dividía cada bando estaba clara. Y, acuclillado en el rincón, pensó en sí mismo. Para su sorpresa, no sentía furia, ni amargura. Lo suyo era la materialización de una certeza muchas veces intuida y olvidada; igual a una corriente de agua fría que hubiera ido penetrando en su corazón y empezara a solidificarse en placas de escarcha. Todo había estado allí, comprendió. Todo estuvo claro desde el principio, en señales sobre la extraña carta náutica de las últimas semanas: sondas, perfiles de costa, bajos, escollos. Ella misma había suministrado cuanta información debió prevenirlo; pero él no supo, o no quiso interpretar los indicios. Ahora anochecía con la costa a sotavento, y nada iba a sacarlo de allí.
—Dime una cosa —seguía acuclillado contra el mamparo, ajeno a los otros, mirando a Tánger—. Dime sólo una cosa.
Lo planteaba con una serenidad de la que él mismo se sorprendió. Tánger, que ya hacía ademán de subir por la escalerilla, se detuvo, vuelta hacia él.
—Sólo una —concedió.
Quizá te deba al menos esa respuesta, apuntaba su gesto. He pagado de otras maneras, marinero. Pero puede que te deba eso. Luego subiré por la escala, y todo seguirá su curso, y estaremos en paz.
Coy señaló a Kiskoros.
—¿Ya trabajaba para ti cuando mató a
Zas
?
Lo observó en silencio, fijamente. La luz de petróleo proyectaba trazos sombríos en la piel moteada. Se volvió hacia arriba, como si se dispusiera a subir por la escala sin responder; pero al fin pareció cambiar de idea:
—¿Ya tienes la respuesta al problema de los caballeros y los escuderos?
—Sí —admitió él—. En la isla no hay caballeros. Todos mienten.
Tánger meditó un instante. Nunca la había visto sonreír de aquel modo tan extraño.
—Quizá llegaste a esa isla demasiado tarde.
Después subió por la escala y se perdió arriba, en las sombras. Y Coy supo que había vivido ya esa escena antes. Un rayo de sol y una gota de ámbar, recordó. Miró la pistola de Kiskoros, la expresión desolada de Palermo, la taciturna inmovilidad del Piloto, antes de recostar la cabeza contra el mamparo de hierro. Ahora su certeza y su soledad eran tan intensas que parecían perfectas. Tal vez, reflexionó, después de todo, él estaba en un error, y no eran tan evidentes los límites entre caballeros y escuderos. Tal vez, a su manera, ella había estado todo el tiempo susurrándole la verdad.
Bien considerado, la traición tenía un gusto singular para la víctima. Uno ahondaba en su herida, gozando de la propia agonía. Y como los celos, podía ser más intensamente saboreada por quien sufría las consecuencias que por el responsable del acto en sí. Había algo perversamente grato en la extraña liberación moral que de ello resultaba; en la dolorida expectativa de advertir indicios, o la satisfacción pérfida de confirmar sospechas. Y Coy, que acababa de descubrir todo eso, pensó mucho aquella noche, sentado con la espalda contra el mamparo, en la bodega del bulkcarrier medio desguazado, junto al Piloto y Nino Palermo, frente a la pistola de Horacio Kiskoros.
—Es cuestión de paciencia —comentaba el argentino—. Como dijo un poeta compatriota mío: cuando amanezca, cada ladrón con su anciana madre.
Había transcurrido casi una hora, y Kiskoros terminó mostrándose moderadamente locuaz. Cuando su antiguo jefe hubo terminado de insultarlo y de reprocharle su cambio de chaqueta, el héroe de Malvinas fue relajándose un poco; y tal vez en memoria de los viejos tiempos insinuó algunas confidencias en voz baja, facilitadas por la penumbra del farol de petróleo, el lugar y la larga espera. No era, comprobó Coy, muy hablador; pero tenía como todo el mundo cierta necesidad de justificarse. Supieron de ese modo cómo Kiskoros se había acercado la primera vez a Tánger con un mensaje de Palermo; y cómo ella, con admirable habilidad y buenos reflejos, había cambiado el panorama de sus lealtades durante una larga conversación —de hombre a hombre, matizó Kiskoros donde expuso las ventajas de una asociación mutua: con Palermo al margen, e incluidos el treinta por ciento de los beneficios de la empresa para el argentino, si se avenía a oficiar de agente doble. Porque, como puntualizó Kiskoros, la vida era un cambalache, etcétera. Y sobre todo porque la guita era la guita. Aparte que la mina, subrayó, era toda una dama. Le recordaba a otra montonera que conoció en 1976, allá en el barrio plateado por la luna de la ESMA: después de una semana de picana, todavía no habían logrado sacarle el segundo apellido. Coy no tuvo difícil imaginarlo, mientras el mostacho castrense del ex suboficial Kiskoros se torcía en una mueca de nostalgia, donde el olor de carne electrocutada se mezclaba con el aroma de los bifes vuelta y vuelta de la Costanera, la música del Viejo Almacén y las chicas de la calle Florida. Cache Florida, pronunciaba Kiskoros tocándose melancólico los tirantes. Pero ésas, se interrumpió casi con esfuerzo, eran otras historias. Así que volviendo a Tánger —a la dama, insistía—, cada vez que Nino Palermo lo enviaba a vigilar o presionarla, lo que él hacía era facilitarle a ella la información. De cabo a rabo, con sujeto, verbo y predicado. Y eso incluía Barcelona, Madrid, Cádiz, Gibraltar y Cartagena. Tánger estuvo siempre al tanto de su proximidad, y Kiskoros puntualmente informado de cada uno de sus pasos junto a Coy —o de casi todos, matizó con delicadeza el argentino—. En cuanto a Palermo, su supuesto sicario lo había intoxicado todo el tiempo con información limitada; hasta que el gibraltareño, harto de milongas pamperas, decidió echar un vistazo. Eso estuvo a punto de estropearlo todo; pero por fortuna para Tánger las esmeraldas ya estaban a bordo del
Carpanta
. Kiskoros no tuvo otra alternativa que seguirle la corriente a Palermo. La diferencia era que, en vez de hallarse Coy y el Piloto solos en aquella bodega, el cazador de tesoros estaba haciéndoles compañía. Tres pájaros de un tiro. Aunque, respecto a ese tiro, Kiskoros confiaba en no tener que dispararlo.
—Esto no quedará así —decía Palermo—. Te encontraré donde… Maldita sea. Donde vayas. La encontraré a ella y te encontraré a ti.
Kiskoros no pareció inquietarse en exceso.
—La dama es bien piola y sabe cuidarse —repuso—. Y yo pienso irme lejos… Igual vuelvo a la patria con la frente marchita y me compro una estancia en Río Gallegos.
—¿Para qué quiere ella ocho horas?
—Obvio. Para poner las piedras en lugar seguro.
—Y dejarte tirado, como a todos.
—No —Kiskoros negaba con el cañón de la pistola—. Lo nuestro está claro. Me necesita.
—Esa zorra no necesita a nadie.
El argentino se había incorporado, arrugado el entrecejo. Sus ojillos saltones fulminaban a Palermo.
—No hable así de ella.
El gibraltareño se lo quedó mirando como quien mira a un marciano verde.
—No me jodas, Horacio. No me… Venga. No me digas que también te ha sorbido el cerebro.
—Cállese.
—Tiene huevos la cosa.
Kiskoros dio un paso adelante. La pistola apuntaba directamente a la cabeza de su ex jefe.
—Le he dicho que se calle. Ella es toda una dama.
Haciendo caso omiso del arma, el cazador de tesoros le dirigió a Coy una ojeada sarcástica.
—Hay que reconocer —dijo— que esa tía tiene… Vaya. Mucha casta. Liarte a ti y a tu amigo, supongo, no era difícil. En cuanto a mí… Por Dios. Eso tiene más mérito. Pero comerle el tarro al hijo de puta de Horacio… ¿Comprendes?… Eso ya es encaje de bolillos.
Suspiró, admirado. Después alargó la mano hasta su chaqueta y sacó el paquete de cigarrillos. Tras ponerse uno en la boca se quedó pensativo:
—Empiezo a creer que merece de veras las esmeraldas.
Buscaba el mechero, absorto en sus pensamientos. Sonrió, burlón:
—Somos idiotas.
—No pluralice —exigió Kiskoros.
—Bueno. Rectifico. Estos dos y yo somos bobos. Tú eres idiota.
En ese momento, la sirena de un barco que cruzaba la bocana llegó a través de los mamparos: un pitido ronco, breve, con el que desde el puente advertían a una embarcación menor que dejara el paso franco. Y como si ese pitido fuese la culminación de un largo proceso de reflexiones que había tenido ocupado a Coy en la última hora —en realidad, de modo inconsciente, llevaba dedicado a ello mucho más tiempo vio desplegado ante sus ojos todo el resto de la jugada, hasta el final. Lo vio con tanto detalle que abrió la boca, casi a punto de proferir una exclamación. Cada uno de los indicios, sospechas, interrogantes, que había advertido en los últimos días, cobró de golpe un significado. Hasta el papel que en ese momento desempeñaba Kiskoros, incluidas las ocho horas de plazo y la elección de aquella bodega como calabozo temporal, podían explicarse en dos palabras. Tánger se disponía a abandonar la isla, y ellos, escuderos engañados, quedaban abandonados allí:
—Se larga —dijo en voz alta.
Todos lo miraron. No había abierto los labios desde que Tánger desapareció por la escotilla de cubierta.
—Y te deja tirado —añadió en honor de Kiskoros— como a nosotros.
El argentino se lo quedó estudiando un rato largo. Luego sonrió, escéptico. Una ranita engominada y pulcra. Autosuficiente. Bacán.
—No digás boludeces.
—Acabo de comprenderlo. Tánger te ha pedido que nos retengas hasta que se haga de día, ¿no es cierto?… Después cierras la escotilla, nos dejas aquí y te reúnes con ella, ¿verdad? A las siete o a las ocho de la mañana en tal sitio. Dime si voy bien —el silencio y la mirada del argentino revelaron que, en efecto, iba bien—. Pero tiene razón Palermo; ella no va a ir. Y voy a decirte por qué no: porque a esa hora estará en otro sitio.
Aquello no le gustó a Kiskoros. Su expresión era tan sombría como el agujero negro de la pistola.
—Te creés muy listo, ¿verdad?… Pues no lo has sido mucho hasta ahora.
Coy encogió los hombros.
—Puede —concedió—. Pero incluso un tonto comprende que un periódico abierto por tal o cual página, cierto tipo de preguntas, una postal, un par de visitas, una carterita de fósforos y una información suministrada hace tiempo, de modo casual, por Palermo en Gibraltar, conducen a un sitio determinado… ¿Quieres que te lo cuente, o me callo y esperamos a que lo descubras solo?
Kiskoros jugaba con el seguro de la pistola, pero era evidente que tenía el pensamiento en otro sitio. Fruncía la boca, indeciso.
—Decí.
Sin dejar de mirarlo, Coy apoyó de nuevo la cabeza en el mamparo.
—Partimos del hecho —dijo— de que Tánger no te necesita ya. Tu misión, jugar el doble juego, controlar a Palermo, convencerme a mí de que ella estaba desvalida y en peligro, concluye esta noche, reteniéndonos mientras se va. Ya nada puede obtener de ti. Y ¿qué crees que hace?… ¿Cómo va a irse con un bloque de esmeraldas?… En los aeropuertos miran el equipaje de mano con rayos X, y no puede arriesgarse a facturar esa fortuna tan frágil en una maleta. Un coche de alquiler deja pistas peligrosas. Un tren significa fronteras y molestos transbordos… ¿Se te ocurre alguna alternativa?
Se quedó callado, aguardando una respuesta. Decir todo aquello en voz alta le hacía experimentar un extraño alivio; como si compartiese la vergüenza y la hiel que sentía reventarle dentro. Esta noche hay para todos, pensó. Para tu jefe. Para el pobre Piloto. Para mí. Y tú no vas a irte de rositas, subnormal.
Pero la conclusión vino de Palermo antes que de Kiskoros. El gibraltareño acababa de darse una palmada en el muslo:
—Claro. Un barco… ¡Un maldito barco!
—Exacto.
—Rediós. Vaya tía lista.
—Ésa es mi chica.
De pie junto a la escala, aturdido, Kiskoros intentaba digerir el asunto. Sus ojillos de batracio iban del uno al otro, oscilando entre el desdén, la suspicacia y la duda razonable.
—Son demasiadas suposiciones —opuso por fin—. Te creés muy inteligente, pero todo lo basás en conjeturas: no hay nada que confirme ese quilombo… No hay pruebas. No hay un dato preciso al que atenerse.
—Te equivocas. Sí lo hay —Coy miró su reloj: estaba parado. Se volvió al Piloto, que seguía inmóvil y atento en su rincón—. ¿Qué hora es?
—Las once y media.
Observó a Kiskoros con mucha guasa. Reía entre dientes al hacerlo; y al argentino, ignorante de que en realidad Coy se estaba riendo de sí mismo, no pareció gustarle aquella risa. Había dejado de manosear el seguro y ahora le apuntaba a él.
—A la una de la madrugada —informó Coy— zarpa el carguero
Felix von Luckner
de la Zeeland Ship. Bandera belga. Dos viajes al mes entre Cartagena y Amberes, con carga de cítricos, creo. Admite pasaje.
—Joder —murmuró Palermo.
—Antes de una semana —Coy no le quitaba ojo a Kiskoros—, ella venderá las esmeraldas en cierto lugar de la Rubenstraat que puede confirmar tu antiguo jefe —invitó a Palermo con un movimiento de cabeza—… Dígaselo.
—Es verdad —admitió el otro.
—Ya ves —Coy volvió a reír de aquel modo desagradable—. Igual tiene el detalle de mandarte una postal.
Esta vez Kiskoros acusó el golpe. Su nuez bajaba y subía en la confusión de retorcidas lealtades. También los canallas, pensó Coy, tienen su corazoncito.
—Ella nunca habló de eso —Kiskoros miraba fijo, como si lo culpara—. Íbamos…
—Claro que no te habló —Palermo intentaba encender el cigarrillo que tenía en la boca—. Cretino.