No comprendía su actitud, ni el temblor, ni el repentino interés de Tánger por las langostas. Incluso era uno de los platos que figuraban en la carta del restaurante, y la habían visto pasar sobre él con indiferencia.
Ella reía. De un modo singular, quedo. Reía entre dientes, inesperadamente sarcástica, moviendo la cabeza como si la regocijase un chiste que hubiera contado ella misma. Se había llevado las manos a las sienes como si de pronto le dolieran, y miraba el agua de la bahía que ya era gris, clareada por la espuma de olas cortas levantadas en las incesantes rachas. La luz tamizada del exterior acentuaba el metal pavonado de sus ojos absortos. O estupefactos.
—Langostas —murmuró—… Langostas verdes.
Ahora se estremecía, con la risa demasiado próxima a un sollozo. Tras un nuevo intento, había derramado su vaso de vino sobre el mantel. Y espero que no se haya vuelto loca, pensó alarmado Coy. Espero que no se haya vuelto majareta con toda esta mierda, y que en vez de llevarla al
Dei Gloria
no terminemos llevándola a un manicomio. Secó un poco el vino con la servilleta. Después puso una mano en su hombro, y al tocarla sintió el temblor.
—Tranquilízate —susurró.
—Estoy muy tranquila —dijo ella—. Nunca he estado más tranquila en mi vida.
—¿Qué diablos pasa?
Había dejado de reír, o de sollozar, o de lo que fuera, y continuaba observando el mar. Al fin dejó de temblar, suspiró hondo y miró al Piloto con una extraña expresión antes de inclinarse sobre la mesa e imprimir un beso en la cara del azarado marino. Ahora sonreía, radiante, cuando se volvió hacia Coy.
—Pasa que es ahí donde está el
Dei Gloria
. Donde las langostas verdes.
Mar rizada, casi llana, y brisa suave. Ni una nube en el cielo, y el
Carpanta
balanceándose suavemente a dos millas y media de la costa con la cadena del fondeo cayendo vertical desde la roldana: cabo de Agua por el través, y el Junco Grande arriba, diez grados al nordeste. El sol todavía no estaba alto, pero ya picaba en la espalda de Coy cuando se inclinó para comprobar el manómetro de la bibotella: dieciséis litros de aire comprimido, la reserva arriba, los atalajes listos. Comprobó la frisa, y después encajó sobre ella la reductora que había de suministrarle aire a una presión que iría variando con la profundidad, para compensar el aumento de las atmósferas sobre su cuerpo: sin ese aparato para equilibrar la presión interna, un buceador quedaría aplastado o estallaría como un globo hinchado en exceso. Abrió la llave a tope y luego la cerró tres cuartos de vuelta. La boquilla era una vieja Nemrod; sabía a caucho y a polvos de talco cuando se la puso en la boca para comprobar el funcionamiento. El aire circuló ruidosamente por las membranas. Todo en orden.
—Media hora a veinte metros —le recordó el Piloto.
Asintió mientras se ponía la chaquetilla de neopreno, el cinturón de lastre y el chaleco salvavidas de emergencia. Tánger estaba de pie frente a él, sujeta con una mano al baquestay, mirándolo en silencio. Vestía su bañador negro de nadadora olímpica, y a los pies tenía unas aletas, una máscara de buceo y un tubo respirador. Había pasado casi toda la tarde y parte de la noche explicándoles lo de las langostas verdes. Lo expuso una y otra vez del derecho y del revés, tras interrogar al Piloto hasta el mínimo detalle, haciendo croquis con lápiz y papel, calculando distancias y profundidades. El caparazón de las langostas, había dicho, posee facultades miméticas: igual que a muchas otras especies, la naturaleza proporciona a esos crustáceos la capacidad del camuflaje como medio de defensa. De ese modo se adaptan a los fondos en que viven. Estaba comprobado que langostas que habitaban en barcos de hierro hundidos adquirían a menudo el tono rojizo del óxido de las planchas en descomposición. Y el color verde mohoso descrito por el Piloto coincidía exactamente con la tonalidad que el bronce adquiere tras largas inmersiones bajo el mar.
—¿Qué bronce? —había preguntado Coy.
—El de los cañones.
Coy tenía sus reservas. Todo aquello le sonaba demasiado a Cangrejo de las Pinzas de Oro, o a cualquier otra aventura semejante. Pero no habitaban un álbum de Tintín. Por lo menos, no él.
—Tú misma has dicho, y lo comprobamos bien, que los cañones del
Dei Gloria
eran de hierro… No había grandes cantidades de bronce a bordo del bergantín.
Ella lo miró tranquila y superior; como esas otras veces en que parecía darle a entender que llevaba la bragueta abierta, o que era imbécil.
—Los del
Dei Gloria
, sí —puntualizó—; pero no los del
Chergui
. El jabeque llevaba doce cañones: cuatro largos de seis libras, ocho de a cuatro, y además cuatro pedreros, ¿recuerdas?… Procedentes de una vieja corbeta francesa artillada, la
Flamme
. Y al menos los cañones de seis y los de a cuatro eran de bronce —había despegado del mamparo el plano del jabeque, para tirarlo sobre la mesa delante de Coy—. Así figura en la documentación que nos dio Lucio Gamboa en Cádiz. Hay casi quince toneladas de bronce ahí abajo.
Coy cambió otra mirada con el Piloto, que se limitaba a escuchar en silencio, y no puso más objeciones. Todo lo demás, había seguido explicando Tánger, era obvio. Los dos barcos se hundieron muy cerca uno del otro. Lo más probable, debido a la explosión que acabó con el
Chergui
, era que los restos del corsario estuviesen dispersos alrededor del pecio principal. Al sulfatarse uno de sus elementos, el cobre, el bronce había ido adquiriendo aquella coloración característica bajo el mar, adoptada por las langostas que sin duda hicieron sus viviendas en los restos del naufragio y en las bocas de los cañones. Y se daba, además, una circunstancia complementaria y alentadora: lo más importante. Si las langostas habían estado en contacto con el bronce, eso significaba que el área de dispersión no era muy grande, y que los restos no estaban cubiertos por el fango o la arena.
Escuchó un chapuzón y vio que Tánger ya no estaba junto al baquestay. Se había tirado al mar y nadaba alrededor de la popa del
Carpanta
, con la máscara submarina y el respirador puestos, aguardando. No iba a bajar con él, pero sí a quedarse en la superficie, vigilando sus burbujas para tenerlo localizado: el radio en que se movería hacía difícil mantenerlo atado al barco con un cabo de seguridad. Coy se sujetó el cuchillo en la pantorrilla derecha, el profundímetro y el reloj en una muñeca y la brújula en la otra, y anduvo hasta el borde del peldaño de popa. Allí, sentado y con los pies en el agua, se calzó las aletas, escupió en el cristal de la máscara y se la puso después de enjuagarla en el mar. Luego alzó los brazos para que el Piloto le colocara la botella de aire comprimido a la espalda. Ajustó las cinchas y se llevó la boquilla a la boca. El aire resonó en sus oídos al circular por la reductora. Giró sobre un costado, protegió con una mano el cristal de la máscara, y aprovechando el peso de la botella se dejó caer de espaldas en el mar.
El agua estaba muy fría; demasiado para la época del año. Los mapas de corrientes indicaban allí un suave flujo de nordeste a sudoeste, con diferencia de cinco a seis grados respecto a la temperatura mínima general. Sintió erizársele la piel con la desagradable sensación del agua penetrando bajo la chaquetilla de neopreno; tardaría un par de minutos en entibiarse con el calor del cuerpo. Respiró lenta y profundamente un par de veces, para comprobar la reductora; y con la cabeza medio fuera del agua vio casi encima la popa del
Carpanta
y al Piloto de pie en ella. Luego se sumergió un poco, mirando alrededor en el panorama azul que lo circundaba. Cerca de la superficie, con los rayos del sol aclarando el agua limpia y quieta, había buena visibilidad. Unos diez metros en horizontal, calculó. Podía ver la quilla negra del velero con la pala del timón girada a babor y la cadena del fondeo descendiendo vertical hacia las profundidades, las piernas de Tánger nadando cerca, a suaves impulsos de sus aletas de plástico naranja. Dejó de pensar en ella para concentrarse en lo que hacía. Miró abajo, donde el azul se volvía más oscuro e intenso, comprobó la posición de las manecillas del reloj y empezó a dejarse caer lentamente hacia el fondo. Ahora el ruido del aire al aspirarlo a través de la reductora era muy fuerte, ensordecedor; y cuando la aguja del profundímetro llegó a los cinco metros, se detuvo para llevarse los dedos a la nariz, bajo la máscara, y compensar el aumento de presión en sus oídos. Cluc. Cluc. Al hacerlo alzó el rostro, aliviado, y vio las burbujas ascendentes de su última espiración, la superficie del mar que el sol convertía en un techo de plata esmerilada, el casco negro del
Carpanta
allá arriba, y a Tánger que se había sumergido un poco y nadaba junto a él, mirándolo detrás de su máscara de buceo, el pelo rubio agitándose en el agua, las piernas esbeltas, prolongadas por las aletas, moviéndose despacio para mantener la profundidad cerca de Coy. Respiró de nuevo y otro penacho de burbujas ascendió hacia ella, que movió la mano a modo de saludo. Luego Coy miró hacia abajo y prosiguió el lento descenso a través de la esfera azul que se cerraba sobre su cabeza, oscureciéndose a medida que se aproximaba al fondo. El segundo alto para compensar lo hizo cuando el profundímetro marcaba catorce metros; y el agua era ya una esfera traslúcida que extinguía todos los colores excepto el verde. Estaba en ese punto intermedio donde a veces los buceadores, sin referencias, pierden la orientación y el sentido del arriba y abajo, y de pronto se ven contemplando unas burbujas que parecen descender en vez de subir; y sólo la lógica, si es que la conservan, recuerda que, en cualquier circunstancia, una burbuja de aire siempre va hacia arriba. Pero no llegó a ese extremo. La penumbra del fondo empezó a dibujar formas, y momentos después Coy se dejaba caer muy despacio sobre un lecho de arena pálida y fría, cerca de una espesa pradera de anémonas, posidonias y algas filamentosas entre las que nadaban pequeños bancos de peces. El profundímetro indicaba dieciocho metros. Coy miró en torno, a través de la semiclaridad que lo circundaba: la visión era buena, y la suave corriente que sentía limpiaba el agua; en un radio de cinco a siete metros podía distinguir bien el paisaje, las estrellas de mar, las conchas vacías, las grandes bivalvas en forma de pala clavadas verticales en la arena, las crestas de piedra con rudimentarias formaciones de coral que marcaban el límite de la pradera submarina. Pequeños microorganismos arrastrados por la corriente derivaban flotando a su alrededor. Sabía que si encendía una linterna, la luz devolvería sus colores naturales a todos aquellos objetos de monótona apariencia verde, aumentados de tamaño a través del vidrio inastillable de la máscara. Respiró varias veces pausadamente para adaptar sus pulmones a la presión y oxigenar la sangre, y se orientó consultando la brújula. Su plan era alejarse quince o veinte metros hacia el sur y luego describir un círculo alrededor del fondeo del
Carpanta
, que había quedado al norte y atrás. Empezó a nadar despacio, con las manos a los costados y suaves movimientos de las piernas y las aletas, manteniéndose a un metro del fondo. Observaba la arena con mucha atención, pendiente de cualquier indicio de algo enterrado debajo; aunque los cañones de bronce, había insistido Tánger, tenían que estar a la vista. Fue hasta el borde de la pradera y echó una ojeada entre las algas y los filamentos ondulantes. Si había algo en aquella espesura iba a ser difícil dar con ello, así que decidió seguir explorando la parte de arena desnuda; que pese a parecer llana, descendía en suave declive hacia el sudoeste, según comprobó con el profundímetro y la brújula. El ruido del aire lo acompañaba con una inspiración y una espiración aproximadamente cada cinco segundos, entre intervalos de absoluto silencio. Procuraba moverse despacio, reduciendo al mínimo el esfuerzo físico. A menos fatiga, rezaba la vieja regla del buceo, menos ritmo de respiración, menos consumo de aire y más reservas disponibles. Y aquello iba a ser largo. Con langostas o sin ellas, una aguja en un pajar.
Había unas manchas oscuras en la arena, y Coy se acercó a echarles un vistazo: cascajo y piedras semienterradas con pequeñas algas encima. Algo más lejos encontró el primer objeto relacionado con la vida en la superficie: una lata de conservas oxidada. Prosiguió sin prisa, moviendo la cabeza para mirar a un lado y a otro, y se detuvo cuando calculó que había alcanzado el extremo del radio de la circunferencia que tenía previsto describir sobre el fondo. Entonces se orientó de nuevo y empezó a nadar en arco hacia la derecha. Estaba a punto de pasar del lecho de arena a las rocas que marcaban el límite de la pradera de algas cuando distinguió una sombra algo más lejos, casi al final de su campo de visión. Fue hasta allí y comprobó, decepcionado, que se trataba de una piedra circular recubierta de formaciones calcáreas. Demasiado circular y demasiado perfecta, pensó de pronto. La movió un poco, levantando arena del fondo, y la piedra se reveló sorprendentemente ligera al rompérsele entre las manos, descubriendo dentro una materia verdegris semejante a madera podrida. Atónito, Coy tardó un poco en comprender que se trataba exactamente de eso: madera vieja y podrida. Tal vez la rueda de una cureña. Sintió latir más aprisa su corazón bajo el neopreno. La respiración ya no era tranquila, sino que había subido a tres bocanadas cada cinco segundos cuando escarbó sin encontrar nada más; y al hacerlo levantó tanta suciedad del fondo que tuvo que remontarse un poco para alcanzar agua limpia y seguir mirando alrededor. Entonces vio el primer cañón sobre la arena.
Nadó impulsándose despacio con las aletas, como si temiera que la gran pieza de bronce fuera a deshacerse ante sus ojos igual que la rueda de madera. Debía de tener dos metros de largo, y yacía sobre el fondo como si alguien acabara de depositarlo allí con mucho cuidado. Estaba casi todo al descubierto, con su pátina mohosa y algunas incrustaciones calcáreas; pero eran perfectamente visibles los adornos de las asas en forma de delfines, la bola del cascabel de la culata y los gruesos muñones. Debía de pesar casi una tonelada.
Algo más lejos podía distinguir la sombra oscura de otro cañón. Fue hacia él y comprobó que era idéntico, aunque en distinta posición: había debido de caer al fondo casi vertical, clavándose de boca y diagonalmente, y luego el peso lo fue hundiendo en la arena hasta por encima de los muñones. También había curiosas piedras rojizas, que al partirlas con el cuchillo mostraban vaciados interiores parecidos a moldes: la huella de objetos de hierro hechos desaparecer por la corrosión, pero que conservaban sus formas impresas en la formación calcárea que los cubrió con el paso del tiempo. Coy tuvo que reprimirse para no ascender hasta la superficie y anunciarlo a gritos: había dado con el
Chergui
o con lo que quedaba de él. Le bastaba agitar la mano para remover el fondo, y bajo éste aparecían fragmentos de madera y objetos mejor conservados gracias a la protección de la arena. Desenterró una botella de apariencia muy antigua, cuya base estaba intacta pero deformada y fundida por el calor. El jabeque corsario, concluyó, había estallado exactamente allí: veinte metros arriba, en la superficie, y sus restos quedaron esparcidos por ese lugar. Un poco más lejos, muy juntos, encontró otros dos cañones. También tenían el color verde del bronce sumergido durante dos siglos y medio, y salvo algunas incrustaciones y la mohosa pátina exterior, se hallaban razonablemente limpios. Ahora los restos eran abundantes: maderas que asomaban de la arena, objetos metálicos en diversos grados de corrosión, balas de cañón semienterradas, loza rota, aglomerados de tablazón y clavos de hierro. Coy dio incluso con una estructura de madera casi intacta, que al escarbar en la arena se reveló más grande y en mejor estado de lo que se apreciaba a simple vista. Parecía una mesa de guarnición, con grandes vigotas y fragmentos de cordaje que se deshizo al tocarlo. Y más cañones. Contó hasta nueve, repartidos en un área de unos treinta metros de diámetro.