Se quitó los auriculares cuando el lejano reloj del ayuntamiento daba siete campanadas. El dong-dong-dong parecía rematar las últimas notas. Dong. Bebió un sorbo de limonada y siguió mirando a Tánger, dormida sobre la cama revuelta. La claridad gris tamizaba sombras al trasluz de las sábanas que le cubrían las rodillas, el torso y la cabeza. Dormía sobre un costado, una mano extendida y otra entre las piernas dobladas, la cintura y los muslos al descubierto, de espaldas a la luz incierta del amanecer; y la curva de sus caderas desnudas era el escorzo por donde resbalaban claridad y sombras modelando piel moteada, hoyuelos de la carne, hendiduras y curvas. Inmóvil en la mecedora, Coy observaba los detalles de la escena: el rostro oculto, el cabello entre las sábanas arrugadas que definían la consistencia de los hombros y la espalda; la cintura al descubierto, el ensanchamiento de las caderas y la línea interior de los muslos vistos desde atrás, el bello zigzag de las piernas flexionadas, las plantas de los pies. Y en especial aquella mano dormida cuyos dedos asomaban aprisionados entre los muslos, muy cerca de la insinuación del vello púbico, dorado y con tonos oscuros.
Se puso en pie y caminó silencioso, acercándose a la cama para fijar mejor aquello en su memoria. Al hacerlo, el espejo del armario al fondo reflejó un fragmento de la escena: la otra mano de Tánger extendida sobre la almohada, el apunte de una rodilla, el cuerpo modelado bajo la sábana; y también el mismo Coy integrado allí mediante la porción de su cuerpo que se reflejaba en el azogue del cristal: un brazo y una mano, el contorno de su cadera desnuda, la certeza física de que la imagen no pertenecía a otro ni era un juego de espejos de su memoria. Lamentó no tener a mano una cámara fotográfica para retener los detalles. Así que se esforzó por grabar en su retina aquel misterio semidesvelado que lo obsesionaba; la intuición del momento mudable, brevísimo, que tal vez lo explicara todo. Había un secreto, y el secreto estaba a la vista, apenas disimulado en lo obvio. Otra cuestión era aislarlo y comprender; pero sabía que no iba a disponer de tiempo, y que en un instante los dioses ebrios y caprichosos, que ignoraban su propia facultad de crear mientras soñaban, bostezarían despertándose, y todo iba a esfumarse como si no hubiera existido jamás. Tal vez ya no se repitiera nunca con tanta evidencia, pensó desolado, ese momento fugaz: el relámpago de lucidez consoladora capaz de poner las cosas en su sitio, de equilibrar vacío, horror y belleza. De reconciliar al hombre reflejado en el espejo con la palabra vida. Pero Tánger empezaba a moverse bajo las sábanas; y Coy, que se sabía a pique de rozar la clave del enigma, sintió que, como en una foto imperfecta, entre la escena y el observador se interponía ya una décima de segundo de más o de menos, como el desajuste de una imagen imposible de resolver. Y en el espejo, más allá del escorzo de su propio cuerpo y de la mujer tendida en la cama, los barcos bajo la lluvia fueron otra vez reflejos de naves negras en un mar milenario.
Entonces ella despertó, y con ella despertaron todas las mujeres del mundo. Despertó tibia y soñolienta, el cabello revuelto y pegado a la cara cubriéndole los ojos, la boca entreabierta. La sábana se deslizó por sus hombros y por la espalda descubriendo el brazo extendido, la línea de la axila hacia los músculos dorsales, el tenso arranque de un seno comprimido bajo el peso del cuerpo. Ahora la espalda tostada por el sol, con la marca más clara del bañador, aparecía en toda su extensión hasta más abajo de la cintura mientras arqueaba los riñones, desperezándose como un animal hermoso y tranquilo, deslumbrados los ojos por la claridad sucia de la ventana; descubriendo la proximidad de Coy con una sonrisa primero desconcertada y luego cálida, al cabo repentinamente seria, grave, consciente de su desnudez y de la observación de que había sido objeto. Y al fin, el desafío: el giro lento y deliberado ante los ojos del hombre, despojada por completo de las sábanas, boca arriba, una pierna extendida y la otra doblada en ángulo, impúdica, la mano junto al sexo sin llegar a ocultarlo, las líneas del vientre convergiendo hacia la cara interior de los muslos como señales sin retorno, la otra mano abandonada sobre las sábanas. Inmóvil. Y siempre la mirada firme, calma, sus ojos fijos en el hombre que la observaba. Luego, tras unos instantes, ella se deslizó a un lado hasta quedar de rodillas ante el espejo, mostrándole por atrás la desnudez de la espalda y las caderas. Allí, acercando los labios al cristal, dejó escapar el aliento hasta empañarlo; y sin apartar sus ojos de Coy, o de la imagen de Coy, imprimió la huella de su boca en el vaho que empañaba el reflejo. Eso fue lo que hizo. Después se levantó y, poniéndose por el camino una camiseta, fue a sentarse al otro lado de la mesa, junto a la fuente con frutas; peló con los dedos una naranja entera y empezó a comérsela sin separar los gajos, mordiendo la pulpa que se le derramaba por los labios, la barbilla y las manos. Coy fue a situarse frente a ella, sin decir palabra, y de vez en cuando Tánger lo miraba del mismo modo que cuando estaba tendida en la cama, los dedos y la boca teñidos del jugo de la naranja, con la diferencia de que ahora sonreía un poco, apenas. Sonreía y luego se llevaba las muñecas a la boca para chupar el jugo que le corría hasta los codos, y la naranja deshecha entre sus dedos desaparecía en sus labios, y la lengua lamía los espacios entre los dedos, de nuevo los restos de pulpa en las palmas, de nuevo las muñecas. Entonces Coy movió la cabeza como si negase algo. La movió a un lado y a otro antes de suspirar igual que si se le escapara un quejido triste, resignado. Después rodeó la mesa sin apresurarse, atrajo hacia sí a la mujer, y tal como estaba, sentada, con la camiseta sólo alzada hasta las caderas, el sabor de naranja en la boca, buscó el camino de Ítaca en la otra orilla de aquel mar viejo y gris como la memoria.
Regresaron al
Dei Gloria
cuando pasó la borrasca, después que las últimas nubes se alejaran al amanecer dejando un rastro de arreboles rojos a barlovento. De nuevo el mar fue azul intenso, y el sol iluminó las casitas blancas de la costa llevando al viento de la mano en forma de suave brisa: a rolar a la buena, en palabras del Piloto. Y aquel mismo día, con luz vertical proyectando la sombra de Coy en la superficie del agua, éste volvió a zambullirse con una bibotella de aire comprimido a la espalda para descender a lo largo de la baliza —una de las grandes defensas laterales del
Carpanta
— que habían fijado con treinta metros de cabo y un nudo cada tres, al extremo de un ancla. Tocó fondo a poca distancia de la banda de babor, a la altura del combés, y nadó a lo largo del casco para comprobar que las marcas fijadas antes de la borrasca continuaban en su sitio. Después consultó el plano que traía dibujado con lápiz de cera en una tablilla de plástico, calculó las distancias con ayuda de una cinta métrica, y empezó a desescombrar el tambucho de popa, petrificado y recubierto de incrustaciones marinas. Con una palanca de hierro y una piqueta rompió las tablas podridas, que se deshicieron en una nube de suciedad. Trabajaba despacio, procurando no hacer esfuerzos que acelerasen su necesidad de aire. A veces se retiraba un poco para descansar mientras se posaban los sedimentos y recobraba visibilidad. De ese modo desmontó el tambucho, y cuando el agua se aclaró un poco pudo asomar la cabeza dentro, como había hecho el día anterior en la bodega del bulkcarrier. Esta vez metió con cuidado el brazo con la linterna e iluminó las revueltas entrañas del bergantín, donde peces desorientados por la luz nadaban enloquecidos buscando rutas de escape. La linterna devolvía el color natural, anulando la monotonía del verde de las profundidades; había anémonas, estrellas de mar, formaciones coralinas rojas y blancas, algas multicolores que se agitaban suavemente, y las escamas fugitivas de los peces cortaban el haz iguales a navajas de plata. Coy vio un taburete de madera en apariencia bien conservado, caído contra un mamparo y cubierto de verdín: podían distinguirse los adornos en espiral tallados en sus patas. Exactamente bajo el tambucho había algo que parecía una cuchara llena de adherencias, y junto a ella asomaba la parte inferior de un farol de petróleo con el latón cuajado de caracolillo, medio enterrado en un montoncito de arena que se había ido filtrando entre la tablazón podrida. Describiendo un arco con la linterna, Coy vio los restos de lo que parecía una alacena aplastados en un rincón; y entre una pila de tablas rotas pudo apreciar rollos de cabullería erizados de filamentos pardos, y objetos de metal y loza: picheles, jarras, un par de platos y botellas, recubierto todo por una finísima capa de sedimentos. Sin embargo, en otros aspectos el panorama no era tan alentador: los baos que sostenían la cubierta habían cedido en muchos sitios, y media cámara era un desorden de maderas y montones de arena que se había filtrado por el costillar roto. El haz de la linterna iluminaba huecos suficientes para moverse por el interior con muchas precauciones, siempre que no cedieran las cuadernas y baos que mantenían la estructura del casco. Era más prudente, resolvió, levantar cuanta tablazón de la toldilla fuese posible y actuar desde fuera, a cielo abierto, retirando el maderamen con ayuda de flotadores de aire que redujeran el esfuerzo. Eso haría más lento el trabajo; pero resultaba preferible a que el Piloto o él se vieran atrapados dentro, al menor descuido.
Se quitó con mucho cuidado la bibotella, pasándola hacia adelante sobre su cabeza; inspiró una buena bocanada de aire y la dejó en la cubierta, con la boquilla sujeta bajo los grifos. Después introdujo medio cuerpo por el tambucho, precavido en no engancharse con nada, y alumbrando con la linterna se acercó al farol semienterrado hasta que pudo alcanzarlo. Era muy ligero, y lo desprendió del fondo sin dificultad. En ese momento vio los ojos de un gran mero que lo observaba boquiabierto desde un agujero bajo un mamparo. Lo saludó agitando la mano, y luego retrocedió de espaldas y poco a poco hasta encontrarse de nuevo a la altura de la cubierta, atento a que no se le escapara ni un soplo del aire que necesitaría para vaciar la boquilla de la reductora y respirar de nuevo. Mordió la boquilla, sopló en la reductora burbujeante y aspiró aire fresco sin problemas; luego se pasó la bibotella a la espalda, cerrándose los atalajes. En su muñeca, el reloj Seiko sumergible del Piloto indicaba que había pasado 35 minutos allí abajo. Era hora de ascender, detenerse a la altura del nudo que marcaba los 3 metros y aguardar los 7 minutos requeridos por las tablas de descompresión. Así que dio cinco tirones sucesivos del cabo de kevlar que lo mantenía unido a una cornamusa del
Carpanta
y empezó a subir despacio con el farol en las manos, a menos velocidad que sus propias burbujas de aire, viendo clarear el agua de la penumbra verdosa al verde, y de éste al azul. Antes de llegar arriba se detuvo en la marca de los tres metros, agarrado al nudo del cabo, con la sombra negra del velero inmóvil sobre su cabeza, bajo la superficie cuyos reflejos parecían vidrio esmerilado. En ese momento el vidrio se rompió en la espuma de una zambullida, y Tánger, con gafas de buceo y los cabellos ondeando en el agua, bajó dando brazadas hasta Coy. Nadaba a su alrededor como una extraña sirena, y la luz que se filtraba desde arriba empalidecía su piel moteada, haciéndola parecer insólitamente desnuda y vulnerable. Le mostró el farol del
Dei Gloria
, y vio abrirse mucho sus ojos, maravillados, tras el cristal de la máscara.
Durante cuatro días, turnándose en inmersiones sucesivas, Coy y el Piloto levantaron parte de la cubierta del bergantín a la altura de la cámara. Desescombraban retirando la tablazón podrida de arriba abajo, rompiendo con palancas de hierro y piquetas, procurando no afectar la estructura de cuadernas y baos que mantenía la forma del casco bajo la toldilla. Para levantar las maderas grandes recurrían al principio de Arquímedes, procurando un volumen de aire equivalente al peso de cada objeto a levantar: una vez liberadas las maderas gruesas, usaban flotadores semejantes a paracaídas de plástico con cabos de nylon, que llenaban con el aire comprimido de botellas de reserva arriadas por la vertical del
Carpanta
con ayuda de un cabo. El trabajo resultaba lento y agotador; a veces la nube de sedimentos era muy espesa, e impedía la visibilidad hasta el extremo de que se veían obligados a descansar para que el agua aclarase de nuevo.
Había huesos humanos. Aparecían entre la tablazón del barco o semienterrados en la arena, a veces con fragmentos de lo que fueron sus cinturones o zapatos. Como el cráneo con un boquete en un parietal que Coy encontró bajo una fina capa de sedimentos, junto a una de las portas, y que volvió a enterrar en la arena, con un impulso de respeto atávico. Los tripulantes del
Dei Gloria
seguían allí, tripulando su barco hundido; y a veces, cuando se movía entre las maderas sombrías del bergantín con la única compañía de su respiración en la reductora de aire comprimido, Coy podía sentirlos próximos en la semioscuridad verde que lo rodeaba.
Hacían balance cada noche a la luz de la camareta, en reuniones que parecían consejos de guerra presididos por Tánger, con los planos del bergantín delante; Coy y el Piloto abrigados con jerseys pese a la temperatura suave, para templar el frío que traían consigo tras demasiadas horas de inmersión. Luego Coy dormía un sopor pesado, desprovisto de sueños o imágenes, y a la mañana siguiente volvía a zambullirse de nuevo. Tenía la piel como los garbanzos a remojo.
En la tercera jornada, cuando ascendía dispuesto a detenerse en la marca de los tres metros para purgar el nitrógeno disuelto en la sangre, miró hacia arriba y quedó estupefacto: la silueta oscura de otro casco se mecía junto al
Carpanta
, en la creciente marejada. Subió a la superficie sin completar la descompresión, con una punzada de alarma que se intensificó al encontrar allí la patrullera de la guardia civil. Se había acercado a echar un vistazo, curiosos sus tripulantes ante la inmovilidad del
Carpanta
. Por fortuna, el teniente al mando de la embarcación era conocido del Piloto; y lo primero que captó Coy al emerger fue una ojeada tranquilizadora de éste; todo estaba bajo control. El teniente y él fumaban y conversaban pasándose la bota de vino de barco a barco, mientras un par de guardias jóvenes vestidos con monos verdes y zapatillas de deporte dirigían miradas nada suspicaces a Tánger, que leía en la cubierta de popa, gafas de sol, bañador, sombrero de lona y aparente indiferencia respecto a la escena. La historia que el Piloto acababa de contar en frases sueltas, sin darle excesiva importancia, sobre unos turistas aficionados al buceo que alquilaban su barco, y la supuesta búsqueda deportiva de un pesquero naufragado un par de años atrás en aquellas mismas aguas —el
Leo y Vero
, de Torrevieja— le había parecido razonable al teniente; en especial cuando supo que el hombre que salía del agua y los saludaba con la mano tras colgar la bibotella por su atalaje en la escala de popa, el aire vagamente sorprendido, era nativo de Cartagena y oficial de la marina mercante. La patrullera se marchó después de que el teniente se conformara con echar un vistazo a la licencia de buceo de Coy y recomendar que la renovara, pues llevaba caducada año y medio; y en cuanto estuvo media milla al otro extremo de una estela recta y blanca, y Tánger cerró el libro del que había sido incapaz de leer una sola línea, y los tres se miraron con silencioso alivio, Coy volvió a echarse al agua con la bibotella de aire comprimido, bajó hasta la marca de los tres metros y se quedó allí, rodeado de medusas blancas y pardas que pasaban despacio, llevadas por la corriente, hasta que se diluyeron las burbujas de nitrógeno que la precipitada emersión empezaba a formar en su sangre.