—Nunca pensé que lo conseguirían —prosiguió Palermo—. De veras que… Vaya. Aficionados, ¿eh?… Pues ha sido algo bueno. Bien hecho, lo juro por Dios. Bien hecho.
Se mostraba sincero en su admiración. Movía la cabeza para subrayar las palabras, agitando la coleta gris, tintineante el oro que llevaba colgado al cuello; y a veces se volvía hacia Kiskoros, poniéndolo por testigo. Pequeño, engominado, pulquérrimo con su chaqueta ligera a cuadros y la pajarita, el argentino asentía a su jefe sin perder de vista a Coy por el rabillo del ojo.
—Encontrar ese barco —continuó el cazador de tesoros— tiene mucho mérito. Con los medios de que disponen, resulta… Vaya. La subestimé, señora. Y también aquí, al marinero —sonreía como un escualo rondando carnaza—. Yo mismo… Por Dios. Yo no lo habría hecho mejor.
Coy miró al Piloto. Los ojos plomizos permanecían atentos, con el fatalismo de quien sólo aguardaba señales adecuadas para actuar en uno u otro sentido: lanzarse contra aquellos tipos arriesgándose a recibir un balazo, o quedarse allí viéndolas venir, a la espera de que alguien decidiera algo. Tú das los naipes, decía aquella mirada. Pero Coy creía haber arrastrado ya a su amigo demasiado lejos; de modo que entornó despacio los párpados. Tranquilo. Vio que el Piloto los entornaba a su vez, y cuando se volvió a Kiskoros comprobó que éste los observaba alternativamente, y que el cañón de la pistola describía arcos paralelos a su gesto. El héroe de Malvinas, decidió Coy, no se chupaba el dedo.
—Me temo —concluyó Palermo— que Deadman’s Chest toma el mando de las operaciones.
Tánger lo estudiaba fija, impasible. Fría como un granizado de limón, comprobó Coy. El hierro de sus pupilas era más oscuro y duro que nunca. Se preguntó dónde tendría escondido el revólver. Lamentablemente, no encima. No en aquellos tejanos y aquella camiseta. Lástima.
—¿Qué operaciones? —preguntó ella.
Coy la observó, admirado. Palermo levantaba un poco las manos, abarcando la escena, el barco. Casi parecía abarcar el mar.
—Las del rescate. Llevo dos días observándolos con prismáticos desde la costa… ¿Comprenden?… Y ahora somos socios.
—¿Socios en qué?
—Vaya. En qué va a ser… Ese barco. Han hecho su parte… La han hecho de maravilla. Ahora… Por Dios. Esto es asunto de profesionales.
—No lo necesitamos para nada. Ya se lo dije.
—Me lo dijo, es verdad. Pero se equivoca. Sí que me necesitan. O estoy… Por Dios. O estoy dentro o le reviento el negocio a usted y a estos dos lobitos de mar.
—Ésa no es forma de asociarse.
—Comprendo su punto de vista. Y crea que lamento toda esta parafernalia pistolera. Pero su gorila… —indicó a Coy con el pulgar—. Bueno. Me juré que no me sorprendería por tercera vez. Tampoco Horacio tiene buenos recuerdos del caballero —se tocó maquinalmente la nariz, vueltos a Coy los ojos bicolores con una mezcla de rencor y de curiosidad—. Demasiado agresivo, ¿verdad?… Demasiado agresivo.
Kiskoros torcía el bigote en una mueca que goteaba vitriolo. Su rostro cetrino aún conservaba huellas del encuentro en la playa de Águilas, y tal vez por eso parecía menos ecuánime que su jefe. La pistola se movió significativamente en su mano, y Palermo sonrió al ver el gesto.
—Ya ves —otra vez la sonrisa de escualo—. Está deseando meterte un tiro en la barriga.
—Prefiero —sugirió Coy— que se lo meta a su puta madre.
—No seas grosero —el gibraltareño parecía de veras escandalizado—. Que Horacio te apunte con una pistola no te da derecho a insultarlo.
—Me refería a
su
puta madre. A la de usted.
—Vaya. Confieso que me dan ganas de pegarte el tiro yo mismo. Lo que pasa es que… Vaya. Eso hace ruido, ¿comprendes? —se diría que Palermo estaba sinceramente interesado en que Coy comprendiera—… El ruido es malo para mis negocios. Además, podría indisponer a la señora. Y estoy cansado de tantos dimes y diretes. Sólo quiero llegar a un arreglo. Que cada cual reciba su… ¿Estamos? Que todo acabe en paz —había cogido su chaqueta y con un gesto los invitaba a seguirlo—. Vamos a ponernos cómodos.
Caminó hacia el casco del bulkcarrier a medio desguazar, sin volverse a comprobar si lo seguían o no. Por su parte, Kiskoros se limitó a mover el cañón de la pistola, indicándoles la dirección adecuada. Así que Tánger, Coy y el Piloto echaron a andar en pos de Palermo. No llevaban las manos levantadas, ni la actitud del argentino era especialmente amenazadora; se diría un paseo amistoso. Pero cuando estaban al pie de la escala tendida desde el alcázar del barco, y Coy se detuvo un momento, titubeando, para mirar al Piloto, Kiskoros tardó sólo medio segundo en apoyarle la pistola en la sien.
—Procurá no morir joven —susurró muy bajito, con inflexiones de tango.
Cruzaron corredores húmedos y arruinados, con los cables colgando del techo y los mamparos a medio desmontar, y después bajaron entre el óxido de las varengas y los palmejares desnudos, por la escala de una bodega.
—Ahora vamos a tener una larga conversación —iba diciendo Palermo—. Pasaremos la noche de charla, y mañana podemos… Sí. Volver allí todos juntos. Tengo un barco con el equipo listo en Alicante. Deadman.s Chest a su servicio. Discreción absoluta. Eficacia garantizada —le dedicó a Coy una mueca burlona—. Por cierto: mi chófer espera allí, con el equipo. Te manda saludos.
—Volver ¿adónde? —preguntó Coy.
Palermo rió el chiste, canino.
—No hagas preguntas tontas.
Coy se quedó con la boca abierta, procesando aquello. Miraba a Tánger, que permanecía impasible.
—¿Hay otra opción? —preguntó ella como si Palermo fuese un vendedor de enciclopedias a plazos. Su voz sonaba a —5º centígrados.
—Sí —repuso el otro mientras encendía una linterna—. Pero es más desagradable para ustedes… Cuidado con la cabeza. Eso es. Ponga los pies ahí, por favor. Así —su voz resonaba cada vez más abajo, en las oquedades del recinto metálico—. La opción es que Kiskoros puede encerrarlos aquí por tiempo indefinido…
Hizo una pausa mientras iluminaba los pies de Tánger para ayudarla a llegar al fondo de la bodega. Olía a herrumbre, y a suciedad mezclada con los remotos aromas de las mercancías que una vez había contenido aquel recinto: madera, grano, fruta podrida, sal.
—También —añadió— puede meterles una bala en la cabeza.
Una vez todos abajo, con Kiskoros y su pistola pendientes de los tres invitados, el cazador de tesoros utilizó su Dupont de oro para encender la mecha de un farol de petróleo que iluminó el recinto con un resplandor mezquino y rojizo. Entonces apagó la linterna, colgó la chaqueta de un gancho y guardó en el bolsillo el encendedor, antes de sonreír otra vez a la concurrencia.
—Apártense de la escalerilla. Todos al fondo, eso es… Instálense.
En ese momento Coy lo comprendió todo. No lo sabe, se dijo. Este tonto del culo y su enano todavía no saben que las esmeraldas ya están a bordo del
Carpanta
, y que esta payasada es innecesaria porque les basta ir y cogerlas. Miró de nuevo a Tánger, admirado de su sangre fría. Como mucho, se la veía molesta; igual que ante la ventanilla de un funcionario incompetente, en espera de resolver un trámite. Esto se acaba, pensó con amargura. No sé de qué maldita manera, pero se acaba. Y sigue admirándome la pasta de que está hecha esa tía.
—Ahora vamos a hablar un rato —dijo Palermo.
Coy vio que Tánger hacía un gesto insólito: miraba el reloj.
—No tengo tiempo de hablar —dijo ella.
El gibraltareño parecía cortado en seco. Por tres segundos estuvo mudo y con expresión atónita. Después sonrió forzadamente.
—Vaya —los dientes blancos destacaban a la luz grasienta del petróleo—. Pues me temo…
Se había quedado otra vez serio, de golpe, estudiándola como si la viese por primera vez. Luego observó a Kiskoros, al Piloto, y por fin se detuvo en Coy.
—No me digan que —murmuró—… No es posible.
Dio dos pasos sin rumbo por la bodega, puso una mano en la escala y miró hacia el estrecho rectángulo de claridad que se iba apagando arriba, en la escotilla.
—No es posible —repitió.
Se había vuelto otra vez a Tánger. La voz era tan rauca que no parecía suya.
—¿Dónde están las esmeraldas?… ¿Dónde?
—Eso no le importa —dijo Tánger.
—Déjese de simplezas. ¿Ya las tienen?… ¡No me diga que ya las tienen!… Esto es… Por Dios.
El cazador de tesoros se echó a reír; y esta vez, en lugar de su risa habitual de perro cansado, lo hizo con una carcajada que atronó el hierro de los mamparos. Una risa admirada y estupefacta.
—Me quito el sombrero, palabra de honor. Y supongo que Horacio también se lo quita. Maldita sea mi estupidez… Les juro que… Vaya. Bien jugado —contemplaba a Tánger con intensa curiosidad—. Mis respetos, señora. Admirablemente bien jugado.
Había sacado un paquete de cigarrillos de la chaqueta y encendía uno. La llama de gas le dilataba más la pupila del ojo pardo que la del ojo verde. Era evidente que se concedía una pausa para reflexionar.
—Espero que no lo tomen a mal —concluyó—, pero nuestra sociedad acaba de ser disuelta.
Exhalaba el humo despacio, entornados los ojos, mirando al grupo como planteándose qué hacer con ellos. Y Coy comprendió, con una desolada resignación interior, que había llegado el momento. Que ése era el punto a partir del cual habría que tomar decisiones antes de que otros las tomasen por él; y que, incluso con decisiones propias o sin ellas, cabía la posibilidad de que unos minutos después él mismo estuviese boca arriba con un orificio en el pecho. En cualquier caso, eso no debía ocurrir sin que probara suerte, pidiendo otro naipe. Seis y media. Siete. Siete y media. LUC: Ley de la Última Carta. Hasta que el casco se parte contra las piedras o el agua invade la cubierta, uno sigue a bordo.
—No se puede ganar siempre, compréndanlo —comentaba Palermo—. Incluso a veces no se gana nunca.
Coy cambió una mirada con el Piloto, y adivinó la misma decisión resignada. De acuerdo. Nos veremos en La Obrera para tomar unas cañas. En La Obrera, o en cualquier otro sitio. En cuanto a Tánger, a partir de ese punto ya nada podía hacer por ella, salvo facilitarle en la refriega el camino de la escala que llevaba a cubierta. Desde allí, cada uno nadaba solo. Al final ella tendría que apañárselas sin su mano en la oscuridad, cuando le llegara el turno. Porque él iba a largar amarras mucho antes. Lo iba a hacer ya mismo, secundado por el Piloto, a quien adivinaba tenso, listo para la pelea.
—Ni lo pienses —Palermo había adivinado su intención y cruzaba un vistazo precavido con Kiskoros.
Coy calculó la distancia que lo separaba del argentino. Sentía acelerársele el pulso y un vacío en el estómago: dos metros eran dos balazos, e ignoraba si con todo ese lastre en el cuerpo iba a poder llegar hasta él, y en qué condiciones estaría si lo lograba. En cuanto al Piloto, confiaba en que Palermo no llevase también un arma; pero llegado ese momento ni el Piloto ni Palermo serían ya cosa suya. Tánger lo había afirmado una vez junto al cadáver de
Zas
: todos morimos solos.
—Hemos perdido demasiado tiempo —dijo ella de pronto.
Para estupefacción de todos echó a andar hacia la escalerilla; como resuelta a abandonar una reunión social aburrida, haciendo caso omiso de la pistola y de Kiskoros. Palermo, que en ese momento se llevaba el cigarrillo a la boca para darle una chupada, se petrificó, el gesto a la mitad.
—¿Está loca? No se da cuenta de que… ¡Espere!
Ella estaba ahora al pie de la escalerilla, apoyada en el pasamanos, y de veras parecía dispuesta a largarse por las buenas. Se había vuelto a medias, y miraba alrededor haciendo caso omiso de Palermo, como preguntándose si olvidaba algo.
—Quédese ahí o lo lamentará —dijo el gibraltareño.
—Déjeme en paz.
Palermo alzó la mano del cigarrillo, ordenándole a Kiskoros que mantuviese quieta su pistola. La cara del argentino era una máscara sombría a la luz de la llama de petróleo. Coy miró al Piloto y se dispuso a saltar. Dos metros, recordó. Quizá, gracias a ella, ahora pueda recorrer esos dos metros sin que me peguen un tiro.
—Le juro que… estaba diciendo Palermo.
De repente se quedó callado, y el cigarrillo se le cayó de la mano, entre los pies. Y Coy, que se disponía a saltar hacia adelante, sintió helársele el movimiento antes de iniciado. Porque la pistola de Kiskoros había descrito un semicírculo preciso, y ahora apuntaba a Palermo. Y éste balbució un par de sonidos confusos, algo así como qué mierda haces y qué cojones pasa, sin terminar de pronunciar ni una sola palabra, y luego se quedó observando estúpidamente el cigarrillo que le humeaba entre los pies, como si aquello fuese la explicación de algo, antes de levantar de nuevo los ojos hacia la pistola, dispuesto a confirmar que todo había sido un engaño de sus sentidos y que el arma seguía apuntando en dirección correcta; pero el agujero negro del cañón continuaba orientado hacia el estómago del cazador de tesoros, y éste miró a su alrededor, a Coy y al Piloto y por último a Tánger. Los miró uno por uno, tomándose su tiempo, igual que si cada vez aguardara a que alguien aclarase con detalle de qué iba aquello. Por último volvió a Kiskoros.
—¿Se puede saber qué coño estás haciendo?
El argentino permanecía impasible, siempre atildado y pulcro, inmóvil con el cromo y el nácar de su pistola en la mano derecha, la menuda silueta proyectada contra el mamparo por el farol. No tenía cara de malo, ni de traidor, ni de chalado, ni de nada en especial. Estaba allí como si tal cosa, muy modoso y tranquilo, con su pelo engominado y su mostacho, más enano, porteño y melancólico que nunca, frente a su jefe. O, según todos los indicios, a su ex jefe.
Palermo se había vuelto hacia los otros, pero esta vez se detuvo más tiempo en Tánger.
—Alguien… Por Dios. ¿Alguien puede explicarme lo que está pasando?
Coy se hacía la misma pregunta, mientras notaba un hueco extraño en el estómago. Tánger seguía al pie de la escalerilla, apoyada en el pasamanos. De pronto comprendió que no era una treta: estaba a punto de irse de verdad.
—Pasa— dijo ella muy lentamente— que es aquí donde nos despedimos todos.
El vacío en el interior de Coy se le extendió a las piernas. La sangre, si es que en ese momento le circulaba, debía de hacerlo tan despacio que habría sido incapaz de encontrarse el pulso. Sin darse cuenta de lo que hacía se fue agachando poco a poco, hasta quedar en cuclillas, la espalda apoyada en un mamparo.