La carta esférica (57 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Intriga

BOOK: La carta esférica
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Al quinto día la toldilla del bergantín estaba lo bastante desescombrada para una primera exploración seria. Casi toda la tablazón de cubierta había desaparecido, y la estructura desnuda del casco en la popa descubría parte de la cámara del capitán, los restos de un mamparo intacto, un pañol y la camareta contigua, que era la de los pasajeros. De ese modo, a cielo abierto, Coy pudo empezar la búsqueda desenterrando el desorden de objetos, restos y fragmentos de madera que se amontonaba formando una capa de casi un metro de espesor. Excavaba con las manos enguantadas y una pala de mango corto, arrojando los restos inútiles por la borda, fuera del casco, deteniéndose de vez en cuando para retirarse un poco hasta que se posaba la nube de sedimentos. De ese modo desenterró cosas que en otro momento habrían despertado su curiosidad; pero que ahora se limitaba a descartar, impaciente: herrajes diversos, jarras de peltre, un candelabro, fragmentos de vidrio y alfarería. Dio también con parte de un sable cuya hoja había desaparecido por la corrosión; era una empuñadura de bronce, grande, con el muñón de una hoja ancha y enormes guardas para proteger la mano: un sable sin otra utilidad que tajar carne humana durante los abordajes. Encontró también, aglomerado por adherencias marinas, un bloque de balas de mosquete que conservaba la forma de la caja donde se había hundido, pese a que la madera ya no existía. Enterrada en la arena halló media puerta que conservaba los herrajes y la llave en su cerradura; también balas redondas de cañón de cuatro libras, clavos petrificados de hierro con el interior desvanecido en manchas de óxido, y otros de bronce que se conservaban en mejor estado. Bajo las tablas deshechas de una alacena dio con tazones y platos de cerámica de Talavera milagrosamente enteros y limpios, hasta el punto de que podían leerse las marcas de los fabricantes. Halló una pipa de barro, dos mosquetes llenos de caracolillo, discos ennegrecidos y pegados unos con otros que parecían monedas de plata, la ampolleta rota de un reloj de arena, y también una regla articulada de latón, que alguna vez trazó rumbos sobre las cartas de Urrutia. Por seguridad, y en especial tras la visita de la guardia civil, habían decidido no subir al
Carpanta
ningún objeto que pudiera despertar sospechas; pero Coy hizo una excepción cuando desenterró un instrumento cubierto de adherencias calcáreas: estaba originalmente compuesto de metal y madera, aunque ésta se deshizo entre sus dedos cuando lo sacudió para limpiarlo, conservando sólo un brazo con piezas sujetas en su parte superior, y un arco en la inferior. Emocionado, lo identificó sin dificultad: tenía en la mano las partes metálicas, latón o bronce, correspondientes al brazo y al limbo graduado de un antiguo octante: el que tal vez había utilizado el piloto del
Dei Gloria
para establecer la latitud. Era un buen trueque, pensó. Un octante del siglo XVIII a cambio del sextante que había vendido en Barcelona. Lo puso aparte, de modo que fuese fácil recuperarlo más tarde. Pero lo que realmente conmovió sus entrañas fue lo que halló en un ángulo del pañol, cubierto de minúsculos filamentos pardos tras las tablas de un cofre: un simple rollo de cabo perfectamente adujado, con un nudo bien azocado en las dos últimas vueltas, tal y como lo habían dejado allí las manos expertas de un marinero concienzudo, conocedor de su oficio. Aquel rollo de cabo intacto afectó a Coy más que todo lo demás, incluidas las osamentas de los tripulantes del
Dei Gloria
. Mordió la boquilla de caucho para reprimir una mueca amarga: la tristeza infinita que sentía agolpársele en la garganta y la boca a medida que ampliaba el rastro de los tripulantes muertos en el naufragio. Dos siglos y medio antes, hombres como él, marinos acostumbrados al mar y a sus peligros, tuvieron aquellos objetos en sus manos. Habían calculado rumbos con la regla de latón, adujado el cabo, medido los cuartos de guardia dándole vueltas a la ampolleta de arena, obtenido la altura de los astros con el octante. Habían trepado a las resbaladizas vergas luchando contra el viento que pugnaba por arrancarlos de los obenques, y habían aullado su miedo y su valor humilde en la oscilante arboladura, recogiendo lona entre los dedos ateridos, dando la cara a temporales del noroeste en el Atlántico, a mistrales o lebeches asesinos del Mediterráneo. Habían peleado a cañonazos, roncos de gritos, grises de pólvora, antes de irse al fondo con la resignación de los hombres que hacen bien su trabajo y venden cara su piel. Ahora los huesos de todos ellos estaban esparcidos alrededor, entre los restos del
Dei Gloria
. Y Coy, moviéndose lentamente bajo el penacho de burbujas que ascendía recto en aquella penumbra semejante a un sudario, se sentía como el saqueador furtivo que viola la paz de una tumba.

La luz del portillo se balanceaba despacio sobre la piel desnuda de Tánger. Era una mancha de sol pequeña, cuadrangular, que subía y bajaba con el movimiento del barco, y que se deslizó por sus hombros y su espalda cuando ella se separó de Coy, aún sofocada por el esfuerzo, boqueando como un pez fuera del agua. Tenía el cabello, que los días de mar habían descolorido en las puntas hasta volverlo casi blanco, pegado a la cara por el sudor. Y ese sudor le chorreaba por la piel haciendo relucir la chapa de soldado al extremo de la cadena de plata; dejándole regueros entre los senos y depositando gotitas en la parte superior de los labios y las pestañas. El Piloto estaba veintiséis metros más abajo, trabajando en su turno de inmersión; el sol casi vertical hacía arder la camareta como un horno, y Coy, recostado en el banco bajo la escala que conducía a cubierta, dejaba resbalar sus manos por los flancos húmedos de la mujer. Se habían abrazado allí mismo, inesperadamente, cuando él se quitaba la chaquetilla de buceo y buscaba una toalla después de estar media hora en el pecio del
Dei Gloria
, y ella pasó por su lado, rozándolo de modo involuntario. Y de pronto la fatiga de él desapareció de golpe, y ella se quedó muy quieta, mirándolo con aquella reflexión silenciosa con que lo miraba a veces; y un instante después estaban enlazados al pie de la escala, acometiéndose con tanta furia como si se odiaran. Ahora él se apoyaba en el respaldo, desfallecido, y ella se apartaba despacio, inexorablemente, volviéndose hacia un costado y liberando en el gesto la carne húmeda de Coy, con aquella mancha de sol que le resbalaba por encima, y la mirada, que de nuevo era azul metálica, azul oscura, azul marino, azul de hierro pavonado, vuelta hacia arriba, a la claridad y el sol que entraban desde cubierta por el tambucho. Entonces Coy, desde abajo, todavía recostado, la vio ascender desnuda por la escala como si se marchara para siempre. Pese al calor sintió un escalofrío recorrerle la piel, exactamente en aquellos lugares que conservaban su huella; y de pronto pensó: un día será la última vez. Un día me dejará, o moriremos, o envejeceré. Un día desaparecerá de mi vida, o yo de la suya. Un día no tendré más que imágenes para recordar, y después no tendré ni siquiera vida con que recomponer esas imágenes. Un día se borrará todo, y quizás hoy mismo sea la última vez. Por eso la estuvo mirando todo el tiempo ascender por la escala del tambucho hasta que desapareció en cubierta, mientras grababa hasta el último detalle en su memoria. Lo hizo con mucha atención, y lo último que retuvo de aquella imagen fue una gota de semen que se deslizaba lenta por la cara interior de uno de sus muslos, y que al llegar a la rodilla reflejó de pronto la luz ámbar de un rayo de sol. Luego ella desapareció de su campo de visión, y Coy escuchó el rumor de una zambullida en el mar.

Aquella noche la pasaron fondeados sobre el
Dei Gloria
. La aguja de la veleta giraba indecisa junto a la bombilla encendida en lo alto del mástil, y el agua llana reflejaba como un espejo el destello intermitente del faro de Cabo Palos siete millas al nordeste. Salieron tantas estrellas que el cielo parecía acercarse al mar; y hasta que fueron demasiadas para distinguirlas con facilidad, Coy estuvo sentado en la cubierta de popa, mirándolas y trazando entre ellas líneas imaginarias que permitían identificarlas. El triángulo de verano empezaba a ascender hacia el sudeste, y podía observarse un rastro de la Cabellera de Berenice, la última en desaparecer de todas las constelaciones de primavera. Hacia el este, reluciente sobre el paisaje negro como la tinta, el cinto del cazador Orión era muy visible; y prolongando una recta de Aldebarán a él, sobre el Can Mayor, encontró la luz salida ocho años antes de Sirio, la estrella doble más brillante del cielo, allí donde la Vía Láctea prolongaba su estela en dirección sur, camino de las regiones del Cisne y del Águila. Todo aquel mundo de luces e imágenes míticas se movía lentamente sobre su cabeza; y él, como en el centro de una singular esfera, participaba de su silencio y su paz infinita.

—Ya no me enseñas nombres de estrellas, Coy.

No la oyó acercarse hasta que estuvo a su lado. Fue a sentarse muy cerca, pero sin rozarlo; los pies en los peldaños de popa.

—Te he enseñado cuantos sé.

El agua chapoteó un poco cuando ella introdujo los pies descalzos. A intervalos, el resplandor del faro afirmaba el contorno impreciso de su sombra.

—Me pregunto —dijo— qué recordarás de mí.

Había hablado con suavidad, en voz baja. Y no era una pregunta sino una confidencia. Coy reflexionó sobre ello.

—Es pronto para saberlo —repaso al fin—. Todavía no ha terminado.

—Me pregunto qué recordarás cuando haya terminado.

Coy encogió los hombros, sabiendo que ella no podía ver el gesto. Y hubo un silencio.

—No sé qué más esperas —añadió Tánger al poco rato.

Él siguió callado. Desde la camareta llegaba el rumor de la radio VHF: eran las diez y cuarto, y el Piloto escuchaba el parte meteorológico para el día siguiente. La sombra de la mujer permanecía inmóvil:

—Hay viajes —murmuró— que sólo podemos hacer solos.

—Como morir.

—No hables de eso —protestó ella.

—Morir solos, ¿recuerdas? Como
Zas
… Una vez me contaste tu miedo a que eso te ocurra a ti.

—Calla.

—Me pediste que estuviera cerca. Que lo jurase.

—Calla.

Coy se dejó caer hasta apoyar la espalda en las tablas de cubierta, con la bóveda celeste desplegada ante sus ojos. La silueta oscura se inclinó sobre él: un agujero negro en las estrellas.

—¿Qué podrías hacer tú?

—Darte la mano —respondió Coy—. Acompañarte en ese viaje, para que no te vayas sola.

—No sé cuándo ocurrirá. Nadie lo sabe.

—Por eso quiero estar contigo. Aguardando.

—¿Harías eso?… ¿Te quedarías conmigo sólo por aguardar?… ¿Por no dejarme ir sola cuando llegue la hora?

—Claro.

La silueta oscura dejó libre el cielo. Ella se ladeaba, apartándose. Miraba el agua en tinieblas, o el firmamento.

—¿Qué estrella es ésa?

Coy siguió la dirección señalada por el trazo oscuro de su mano.

—Régulus. La garra delantera del León.

Tánger parecía vuelta hacia lo alto, buscando el animal descrito en las luces que parpadeaban allá arriba. Un momento después volvió a agitar los pies en el agua.

—Quizá yo no te merezca, Coy.

Lo dijo en voz muy baja. Él cerró los ojos mientras exhalaba despacio el aliento.

—Eso es cosa mía.

—Te equivocas. No es cosa tuya.

Se quedó callada, haciendo ruido en el mar. Sus pies seguían removiendo el agua negra.

—Eres un buen tipo —dijo de pronto—. De verdad que lo eres.

Coy abrió los ojos para llenarse los ojos de estrellas, y soportar la congoja que le subía desde el pecho. De pronto se sentía desvalido. No osaba moverse, como si temiera que al hacerlo el dolor se tornara insoportable.

—Mejor que yo misma —proseguía ella—, y que cuantos he conocido. Lástima que…

Se interrumpió, y su tono era distinto cuando habló de nuevo. Más duro y seco, y definitivo:

—Lástima que.

Sobrevino un nuevo silencio. Una estrella fugaz se desplomó lejos, hacia el norte. Un deseo, pensó Coy. Debo pedir un deseo. Pero la minúscula centella se extinguió antes de que pudiera formular un pensamiento adecuado.

—¿Dónde estabas cuando gané mi copa de natación?

Que ella se quede conmigo, pidió al fin. Pero ya no había estrellas fugaces en el firmamento helado, comprobó. Todas eran fijas e implacables.

—Viviendo —respondió—. Me preparaba para conocerte.

Habló con sencillez, y después calló de nuevo. Había un rastro de claridad en el rostro oscuro de Tánger. Un doble reflejo muy tenue. Ella lo estaba mirando:

—Eres un buen tipo.

Tras repetir aquello, la sombra se inclinó más, y él sintió la boca húmeda de la mujer en la suya. Después Tánger se puso en pie.

—Ojalá —dijo— encuentres pronto un buen barco.

El entramado de plomo de una lumbrera conservaba todavía restos de vidrio. Se apartó un poco para dejar que reposara la nube de sedimentos y luego siguió trabajando. Había llegado a un lugar de la cámara donde la arena volvía a llenar el hueco apenas retirada, y tenía que hacer constantes idas y venidas con la pala corta para echarla por la borda. Eso lo fatigaba mucho y le hacía gastar más aire del conveniente; sus burbujas subían a la superficie a un ritmo superior al normal, así que dejó la pala a un lado y fue hasta los restos de una cuaderna, apoyándose en ella para descansar un poco y convencer a sus pulmones de que fuesen menos exigentes. Bajo sus pies había una bala de cañón encadenada, de las que se utilizaban para romper la jarcia del enemigo, que el Piloto había desenterrado en la inmersión precedente. Su estado de conservación era más que razonable, gracias a la arena que la protegió durante dos siglos y medio; tal vez fuese una de las disparadas por el corsario, que había terminado allí su recorrido tras hacer unos cuantos destrozos en la cabullería y el velamen del bergantín. Bajó un poco para verla mejor —lo que discurre un hombre para reventar a otro, pensaba—, y entonces, por un agujero en la base de un mamparo, vio asomar muy cerca la cabeza de una morena. Era grande, un palmo de gruesa, con siniestro tono oscuro. Abría las fauces malhumorada por la intrusión en su territorio de aquel extraño ser burbujeante. Coy retrocedió con prudencia ante la boca abierta, cuyos dientes podían llevarle medio brazo de un mordisco, y fue hasta el fusil submarino que pendía del cabo con los flotadores deshinchados y las otras herramientas. Cargó el arpón tensando las gomas y regresó donde la morena. Detestaba matar peces; pero no era cosa de trabajar entre tablas podridas con la amenaza de unos dientes ganchudos y venenosos en el cogote. El animal seguía en guardia bajo el mamparo, defendiendo la entrada de su agujero doméstico: hogar dulce hogar. Mantuvo los ojos malignos fijos en Coy cuando éste se acercó empuñando el fusil y lo puso ante sus fauces abiertas. No es nada personal, compañera. Sólo tienes mala suerte. Apretó el gatillo, y la morena se debatió ensartada, dándole furiosas dentelladas al vástago de acero que le asomaba por la boca, hasta que Coy sacó el cuchillo y le cortó la médula espinal a la altura de la nuca.

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