Las noches no eran mucho más agradables. El Piloto decía buenas noches y cerraba su puerta a proa, y ellos dos se acostaban cansados, la piel oliendo a sudor y a sal, sobre las colchonetas de uno de los camarotes de popa. Se encontraban en silencio, buscándose con una urgencia tan extrema que parecía artificial, para encajar uno en otro de forma intensa y brutal, rápida, sin palabras. Cada vez Coy intentaba prolongar el instante, sujetar a Tánger entre sus brazos, acorralarla contra el mamparo, controlar el cuerpo y la mente de aquella desconocida. Pero ella se debatía, escapaba, procuraba acelerar el proceso, no poner en ello más que aliento y carne, lejana la cabeza, inaccesible el pensamiento. En ocasiones Coy creía tenerla por fin, atento al ritmo de su respiración, a los besos de su boca abierta, a la presión de los muslos desnudos alrededor de su cintura. Oprimía con los labios el cuello o los senos de la mujer y la sujetaba firme, poderosamente, aferradas las muñecas, sintiendo latir su pulso en la lengua y en la ingle, clavándose hondo en ella como si pretendiera llegar al corazón, y empapárselo hasta lograr que fuese tan suave como aquel interior húmedo y aquella boca. Pero ella retrocedía, debatiéndose para huir del abrazo; e incluso atrapada, prisionera, le negaba en última instancia el pensamiento que él se esforzaba en capturar. Los ojos, mirándolo fijos en las sombras, relucientes e inalcanzables, se transfiguraban ausentes, más allá de Coy y del barco y del mar: absortos en maldiciones arcanas de soledad y negrura. Y entonces abría la boca para gritar como la mujer que él había sorprendido en el dibujo; para gritar un grito de silencio que resonaba en las entrañas del hombre como el más doloroso de los insultos. Coy sentía correr aquel lamento por sus venas, y se mordía los labios reprimiendo una angustia que le inundaba el pecho y la nariz y la boca; igual que si estuviera hundiéndose, sofocado, en un mar de tristeza densa. Tenía ganas de llorar al modo de cuando era niño, con lágrimas bien grandes y copiosas, incapaz de entibiar el escalofrío de tantas soledades. Aquél era demasiado peso. Sólo había leído unos cuantos libros y navegado unos cuantos años y entrado en unas cuantas mujeres; por eso creía carecer de palabras, y de gestos, y también creía que hasta sus propios silencios resultaban toscos. Sin embargo, habría dado la vida por llegar hasta dentro de ella, infiltrado por los tejidos de su carne, y acercarse a su cerebro desnudo para lamerlo despacio, suavemente, con toda la ternura de que era capaz, limpiándolo de todo lo que cientos de años, miles de hombres, millones de vidas, habían ido dejando allí como un lastre, una escoria, un tumor doloroso y maligno. Y de ese modo Coy, después de cada vez, tras el último estremecimiento de la mujer, insistía tenaz, olvidado de sí mismo, acicateado por la desesperación, cuando ella cesaba de agitarse para quedar inmóvil, respirando con dificultad en busca del aliento perdido; y él, o sus células vivas y su sangre y su memoria, concluían que la amaban más que a ninguna otra persona o cosa. Pero ella se había ido demasiado lejos, y él no existía; era un intruso en ese mundo y en tal instante. Y así sería, pensaba entristecido, el final de todo: no un estruendo, sino un casi imperceptible suspiro. En ese minuto de indiferencia, puntual como una condena, todo moría en ella; todo quedaba en suspenso mientras el latido de su pulso recobraba la normalidad. Y de nuevo la piel del hombre era consciente del portillo abierto a la noche, y del frío que reptaba desde el mar a la manera de una maldición bíblica. Eso lo arrojaba sobre una desolación árida como una superficie de mármol: pulida, inmensa, perfecta. Un mar de los Sargazos aterradoramente inmóvil, una carta esférica rotulada con nombres como los que inventaban los antiguos navegantes: Punta Decepción, bajo de la Soledad, bahía Amarga, isla de Guárdenos Dios… Después ella lo besaba antes de volverle la espalda, y él se quedaba boca arriba oscilando entre el odio hacia aquel último beso y el desprecio de sí mismo; una mano apoyada en la cadera próxima, desnuda y dormida. Los ojos abiertos en la oscuridad, oyendo el rumor del agua contra el casco del
Carpanta
y el viento arreciar en la jarcia. Pensando que nadie fue capaz nunca de dibujar la carta esférica que permite navegar a través de una mujer. Y con la certeza de que Tánger iba a salir de su vida sin que él llegara a poseerla nunca.
Fue por aquellos días cuando tuve otra vez noticias del grupo. Tánger me telefoneó desde El Pez Rojo, un restaurante de Cabo Palos, para pedirme algunas precisiones sobre un problema técnico que aumentaba el margen de error en media milla de longitud este. Despejé la duda, interesándome por sus trabajos, y ella dijo que todo iba bien y que muchas gracias, y que ya tendría noticias suyas. Lo cierto es que tardé un par de semanas en tener esas noticias; cuando las obtuve fue por los periódicos, y entonces me sentí tan estúpido como casi todos los personajes de esta historia. Pero no adelantemos acontecimientos: la llamada telefónica la hizo Tánger cierto mediodía que se hallaban con el
Carpanta
abarloado al muelle del antiguo pueblo pescador reconvertido en localidad turística. La borrasca del Atlántico norte seguía estacionaria, y el sol brillaba en las longitudes y latitudes del sudeste de la península Ibérica. La aguja del barómetro estaba alta, sin cruzar la peligrosa vertical hacia la izquierda; y era eso, paradójicamente, lo que aquella vez los había llevado hasta el pequeño puerto que se extendía alrededor de una amplia cala negra, sucia de escollos a flor de agua, bajo la torre del faro que se alzaba sobre una roca avanzada en el mar. Por la mañana, el calor había hecho aparecer a la izquierda del viento cumulonimbos que se agrupaban en forma de yunque, creciendo hacia lo alto con amenazador tono grisáceo. El viento, de doce a quince nudos de intensidad, iba en dirección a esas nubes; pero Coy, al echar un vistazo, comprendió que si el yunque de cumulonimbos seguía haciéndose mayor a medida que se aproximaba, rachas duras de tormenta saltarían del lado contrario cuando la masa gris se hallase sobre sus cabezas. Bastó una mirada silenciosa con el Piloto, que acentuaba las arrugas de los párpados observando en la misma dirección, para que los dos marinos se entendieran sin palabras. Entonces el Piloto puso proa a Cabo Palos. Y allí estaban, en el porche encalado del Pez Rojo, comiendo boquerones fritos, ensalada y vino tinto.
—Media milla más —dijo Tánger, sentándose.
Su tono era irritado. Cogió un boquerón de la bandeja, lo miró un momento como si buscara alguna responsabilidad que atribuirle, y luego lo desechó con desprecio.
—Media maldita milla más —repitió.
En sus labios,
maldita
era casi una palabrota. Resultaba extraño oírla hablar de ese modo, y mucho más verla perder el control; así que Coy la observó con curiosidad.
—No es muy grave —dijo.
—Es otra semana de búsqueda.
Tenía el pelo sucio, apelmazado de salitre, y le brillaba la piel quemada por el sol, falta de agua y jabón. Tampoco el Piloto y Coy mostraban mejor aspecto después de varios días sin afeitarse, tan atezados y sucios como ella. Todos vestían tejanos, camisetas y polos descoloridos, zapatillas deportivas, y era patente la huella de los días pasados en el mar.
—Una semana —repitió Tánger— como mínimo.
Miraba sombría el
Carpanta
aún iluminado por el sol y amarrado abajo, en el muelle de la barra. El yunque gris oscurecía poco a poco la ensenada, como si alguien corriese despacio un telón que apagara el reflejo del sol en las casitas blancas y en el agua azul cobalto. Y ella está perdiendo la esperanza, se dijo de pronto Coy. Después de tanto tiempo y tanto esfuerzo, empieza a asumir la posibilidad de que exista la palabra fracaso. La profundidad de la zona de exploración es mayor, y eso puede suponer que, aunque demos con el pecio, éste quede fuera de nuestro alcance. Además, el plazo destinado a la búsqueda se termina, y también su dinero. Ahora, por primera vez desde vete a saber cuándo, conoce la duda.
Observó al Piloto. Los ojos grises del marino dieron silenciosamente la razón a sus conclusiones: la aventura empezaba a rozar los márgenes de lo absurdo. Todos los datos eran ciertos y estaban probados, pero faltaba lo principal: el barco hundido. Nadie dudaba de que estuviera allí, en alguna parte. Tal vez incluso desde la pequeña elevación del restaurante podía verse el lugar exacto donde el bergantín y el corsario se habían ido a pique. Quizá habían pasado varias veces por encima del pecio, oculto bajo metros de fango y arena. Quizá todo no era más que una inmensa sucesión de errores; y el principal de todos era que el tiempo de buscar tesoros no resistía la lucidez del tiempo adulto y razonable.
—Todavía queda milla y media por explorar —dijo suavemente Coy.
No acabó de pronunciar la frase y ya se sintió ridículo. Él dando ánimos. Lo nunca visto. En realidad se limitaba a retrasar el último acto. A desear retrasarlo, antes de volver a flotar solo y huérfano, agarrado al ataúd de Queequeg. Al esquife del
Dei Gloria
.
—Claro —respondió ella, átona.
Acodada en la mesa, las manos cruzadas bajo la barbilla, seguía mirando la ensenada. El yunque gris ya estaba encima del
Carpanta
, cerrando el cielo sobre su palo desnudo. Entonces cesó el viento, el mar recobró la calma ante el muelle de la barra, y las drizas y la bandera del barco quedaron inmóviles. Después, Coy vio cómo al fondo las rocas de la orilla y los escollos se veteaban de trazos blancos, espuma que comenzaba a romper mientras una coloración más oscura se extendía como una mancha de aceite por la superficie del mar. Todavía quedaba sol en el porche del restaurante cuando la primera racha corrió a lo largo de la bahía, rizando el agua, y en el
Carpanta
la bandera flameó de pronto y restallaron las drizas contra el mástil, campanilleando con furia mientras el barco se inclinaba hacia el muelle, aconchándose contra las defensas. La segunda racha fue más fuerte: treinta y cinco nudos por lo menos, calculó a ojo Coy. La bahía estaba ahora llena de borreguillos blancos y el viento aullaba subiendo de nota en nota por los huecos de las chimeneas y los aleros de los tejados. De pronto el ambiente era sombrío y gris, casi sobrecogedor, y Coy se alegró de estar sentado allí comiendo boquerones fritos y no mar adentro.
—¿Cuánto durará esto? —preguntó Tánger.
—Poco —dijo Coy—. Una hora, tal vez. Puede que algo más. Por la tarde habrá terminado. Sólo es una tormenta de verano.
—El calor —apuntó el Piloto.
Coy miró a su amigo, sonriendo para sus adentros. También él, se dijo, siente el deber de consolarla. A fin de cuentas eso es lo que de veras nos ha traído hasta aquí, aunque el Piloto no se plantee racionalmente tal tipo de cosas. O al menos así lo creo. En ese momento los ojos del marino se posaron en los de Coy, tranquilos, tan serenos como siempre, y éste rectificó. Tal vez él sí se plantea ese tipo de cosas.
—Mañana habrá que buscar también media milla más allá —anunció Tánger—. Hasta los cuarenta y siete minutos oeste.
Coy no necesitaba una carta. Tenía la 464 grabada en la cabeza, de tanto estudiarla. Hasta el último detalle del área de búsqueda.
—La parte positiva —dijo— es que por ese lado disminuye la profundidad hasta dieciocho y veinticuatro metros. Todo será más fácil.
—¿Qué fondo hay?
—Arena y piedras, ¿verdad, Piloto?… Con manchas de algas.
El Piloto asintió. Sacó del bolsillo su paquete de cigarrillos y se puso uno en la boca. Como Tánger lo miraba, volvió a asentir de nuevo.
—Las algas van a más a medida que te acercas al cabo Negrete —dijo—; pero ese sitio está limpio. Piedra y arena, como dice Coy… Con algo de cascajo donde las langostas verdes.
Tánger, que en ese momento bebía un sorbo de vino, detuvo el ademán, el vaso todavía en los labios, atenta al Piloto.
—¿Qué es eso de las langostas verdes?
El Piloto estaba ocupado con su chisquero, encendiendo el cigarrillo. Hizo un gesto indeciso.
—Pues eso mismo —echaba el humo entre los dedos, al hablar—. Langostas de color verde. Es el único sitio donde se encuentran. O se encontraban. Ya nadie saca langostas por aquí.
Tánger había dejado el vaso. Lo puso cuidadosamente sobre el mantel, como si temiera derramarlo. Seguía mirando con extrema atención al Piloto, que enrollaba con parsimonia la mecha en torno al chisquero.
—¿Tú has estado allí?
—Claro. Hace mucho. Era un buen sitio cuando yo era joven.
Coy recordaba aquello. Su amigo le había hablado alguna vez de langostas morunas de caparazón verde, en vez del habitual rojo oscuro o marrón jaspeado de blanco. Eso era hace veinte o treinta años, cuando aún había peces y marisco en aquellas aguas: langostinos, almejas, atunes y meros de hasta veinte kilos.
—El sabor era bueno —explicó el Piloto—, pero el color echaba para atrás a los clientes.
Tánger estaba pendiente de sus palabras.
—¿Por qué?… ¿Cómo era ese color?
—Verde moho, muy distinto al rojo o al azulado que tienen las langostas recién pescadas, o a ese otro verde oscuro de la langosta africana o americana —el Piloto sonrió apenas entre el humo de tabaco—… No abría mucho el apetito… Por eso los pescadores se las comían ellos, o vendían las colas ya hervidas.
—¿Recuerdas el sitio?
—Claro que sí —el Piloto empezaba a mostrarse incómodo por el interés de ella; aprovechaba las chupadas a su cigarrillo para hacer pausas cada vez más largas y mirar a Coy—… El cabo de Agua por el través y el cabezo del Junco Grande unos diez grados al norte.
—¿Qué sonda?
—Escasa. Veintipocos metros. La langosta suele andar más abajo, pero en aquel sitio había siempre unas cuantas.
—¿Buceabais allí?
El otro le dirigió un nuevo vistazo a Coy. Cuéntame adónde quiere ir a parar, decían sus ojos. Y éste, que tenía las manos apoyadas en la mesa, las volvió un poco hacia arriba, mostrando las palmas. Versión para sordomudos: no tengo ni puta idea.
—En esa época no había tantos equipos de inmersión como ahora —respondió al fin el Piloto—. Los pescadores trabajaban calando las nasas de junco o el trasmallo, y cuando se perdían se quedaban abajo.
—Abajo —repitió ella.
Luego permaneció callada. Al cabo de un momento alargó una mano hacia su vaso de vino, pero tuvo que dejarlo porque los dedos le temblaban.
—¿Qué ocurre? —preguntó Coy.