La música se detuvo y Nora tardó solamente dos minutos en dormirse completa y profundamente.
Exactamente el mismo tiempo que los espantosos vecinos tardaron en encontrar una nueva canción con la que torturarla. Esta vez se trataba de una maravilla que mezclaba
techno
y una base brasileña con la voz de alguna señora negra cantando.
Y sólo eran las ocho y dieciséis.
Nora se levantó y se dirigió al cuarto de baño, mientras pensaba en montar una matanza vecinal, como venía haciendo prácticamente cada mañana desde hacía tres meses.
«¿Cómo puede vivir así la gente? Cada puñetero día, todas las mañanas, siempre, siempre, siempre, escuchar la música más horrible del planeta para desayunar, como el que se come un donut… Estoy a punto de llamar a Joanna para pedirle que me busque otra casa. Esto no es normal,
herre gud
…».
Paró cuando se dio cuenta de que otra vez estaba hablando consigo misma, una costumbre que había desarrollado desde que vivía sola y que le hacía temer un poco —mejor dicho, un poco más— por su salud mental.
Los vecinos subieron el volumen. Para rematar, le pareció oír risas, voces, gente cantando. Se estaban viniendo arriba por momentos, y a juzgar por el ruido que hacían, debían de ser por lo menos cinco personas.
«Estupendo, o sea, que además están de after. Lo tengo clarísimo, mañana por la mañana, cuando me vaya a trabajar, pienso enganchar el altavoz a la pared y poner toda la discografía de Sonic Youth a todo volumen. Un CD tras otro. Sin piedad. Si quieren, que llamen a la puerta, que se peleen para ver si ellos pueden dormir, que yo estaré en el trabajo. Que llamen a la policía, si quieren, que ya les contaré yo cuatro cosas».
Nora tramaba venganzas de día porque nunca iba a poder molestarlos de noche, ya que, ahora que tenía el loft magnífico, su trabajo agotador no le dejaba tiempo para organizar cenas o fiestas.
«Trabajar para vivir o vivir para trabajar, siempre es el mismo rollo», se dijo, filosofando mientras escupía el Listerine en el impecable lavamanos lacado en rojo con acabados en acero mate.
Antes de entrar en el bucle mental periódico en el que se preguntaba si todo eso valía o no la pena, empezó a organizarse el único día libre que tenía en toda la semana. Sus jornadas eran maratonianas, de doce horas de trabajo (y de vez en cuando, quince), como asistente de la productora ejecutiva de Operación Triunfo, el programa más visto de España. Era una responsabilidad monstruosa, ya que el programa era en directo y cualquier fallo podía ser mortal. Y por si fuera poco, su jefa era el prototipo de ejecutiva de la tele: decidida, ambiciosa, muy exigente y con poca paciencia.
Nora salió del baño con la intención de hacerse un café en su nueva Nespresso cuando sonó el teléfono fijo y atendió a su abuela; o sea, que si no la hubiesen despertado los del after, habría sido la abuela, que siempre llama antes de las diez.
Charlar veinte minutos con la yaya Maruja le levantó el ánimo por un momento, y hasta dibujó una sonrisa. El mes anterior había conseguido tres días libres —de los que, por supuesto, le avisaron solo con veinticuatro horas de antelación— y sin pensárselo ni un segundo, ni avisar a nadie, cogió un billete a Benidorm.
Lo bueno de ir a visitar por sorpresa a una abuela es que tampoco tienen una vida social trepidante más allá del bingo del barrio, y a Nora no le costó nada encontrar a la suya, que calcetaba con una amiga en la puerta de la casa de esta.
Aunque estaban a principios de marzo y ya anochecía, Maruja y sus amigas eran de esas personas a las que la calle les da la vida, ver a la gente pasar y saludar a todo el mundo y enterarse de todo lo que pasa les gustaba más que cualquier telenovela. Así que se negaban a meterse entre cuatro paredes a no ser que la lluvia o la nieve las obligaran, y tejían sin parar bufandas larguísimas en invierno y tapetitos de ganchillo en verano, que después ponían en los lugares más inverosímiles, cosa que hacía mucha gracia a Nora.
Cuando su abuela la vio y la reconoció —cosa que tardó un rato en hacer—, sus ojos cansados pero todavía llenos de vida se inundaron de lágrimas.
—Nora, Norita… ¿Eres tú? ¿De verdad eres tú? ¡Ay, madre, qué alegría me das! ¿Ha pasado algo? ¿Estás bien? ¿Cómo es que has venido así, sin avisar? No estarás enferma, ¿verdad? ¡Ay, que no me has avisado y no he preparado nada para cenar! ¿Te hago un huevo, unas patatitas fritas? ¡Ay, qué guapa estás, qué mayor, cómo has crecido!
Nora abrazó a su abuela fuerte, en parte porque se moría de ganas y en parte para ver si conseguía acabar con la ráfaga de preguntas y exclamaciones en la que se había convertido su discurso de bienvenida.
Era relativamente comprensible que su abuela se asustara porque no la hubiera avisado de que venía, pero Nora sabía que también se habría preocupado en el caso contrario, y la habría obligado a llamarla antes de salir de casa, antes de subirse al avión, nada más bajar de él y, si se descuidaba, también durante el vuelo.
«Desde luego, el que tiene un vicio si no se mea en la puerta, se mea en el quicio», pensó Nora, repitiendo una de las frases más épicas de la mujer a la que ahora abrazaba, y que juraría que había menguado por lo menos cinco centímetros desde la última vez.
Cuando consiguió librarse de sus brazos, que serían los de una anciana, pero la cogían con la fuerza de una boa constrictor, la miró a los ojos y se sintió en casa por primera vez en mucho tiempo. Las dos amigas de cabello blanco recogido en un moño con las que Maruja calcetaba también lloraban, de profunda emoción o por simple empatía, quién sabe.
La blusa de su abuela, gastada pero limpia e impecablemente planchada, y su olor a colonia Heno de Pravia —que no había cambiado desde que Nora tenía uso de razón— le parecieron las cosas más tiernas y emocionantes del mundo, y Nora tampoco pudo contener las lágrimas.
A pesar de «no tener nada en la nevera», en menos de diez minutos había preparado un festín pantagruélico a base de tortilla de patatas, chorizo frito, lomo rebozado y todos esos platos tremendamente engordantes con los que las abuelas declaran su amor incondicional a los nietos.
Y Nora, por supuesto, se lo comió todo, porque esa es la manera en la que los nietos declaran su amor incondicional a sus abuelos.
Los dos días y medio que pasaron juntas fueron fantásticos, a pesar de que no hicieron nada especial. Las últimas visitas de Nora coincidieron con su adolescencia más salvaje y festiva, con lo que hacía fácilmente ocho años que no pasaban tanto tiempo juntas. Cocinaron, cotillearon y se dedicaron a tejer con tanto ímpetu que Nora volvió a casa con una bufanda que le daba seis vueltas al cuello y una tendinitis galopante.
La despedida fue especialmente emocionante.
Nora pensaba que, con el ritmo frenético laboral que llevaba últimamente —y que no tenía pinta de ir precisamente en descenso—, era posible que pasara mucho tiempo antes de volver a ver a la yaya.
Lloraron largo rato, abrazándose, y después su abuela le dio una bolsa con magdalenas caseras (su merienda favorita desde que tenía uso de razón) y le deslizó discretamente un billete de veinte euros en la mano, en un gesto fruto de otra costumbre ancestral de las abuelas.
Nora aprovechó para desahogarse y se sinceró con su abuela sobre sus sentimientos y sus hombres: la rabia que le daba Matías, sus dudas respecto a Dalmau. Para sorpresa de Nora, Maruja le dijo que «el buey suelto bien se lame», lo que dio a Nora un subidón de autoestima como los que solo saben inyectar las buenas abuelas.
El recuerdo de Maruja le hizo desear inmediatamente y con todas sus ganas una magdalena esponjosa y mantecosa, recién horneada y con un ligero sabor a limón, y decidió ir a por ella.
Entró en su armario a buscar ropa para vestirse, y repasó su vestuario.
Escoger su
outfit
le daba bastante más trabajo desde que su colección de trapos había aumentado exponencialmente, coincidiendo con su nueva condición económica.
Su casa también había mejorado muchísimo. De hecho se había vuelto un poco loca con los temas de muebles y decoración, pero era la primera vez que tenía dinero en su vida y pensaba sacarle todo el partido posible. Cada cuadro que colgaba, cada funda de cojín que ponía en su sitio, cada pequeño detalle que colocaba cuidadosamente en una estantería la ayudaba a hacer de su casa un sitio mejor y más feliz. Nunca había pensado que esas pequeñas tonterías pudieran ponerla tan contenta.
Compraba revistas extranjeras de decoración e incluso pensaba empezar a coser «cuando tuviera tiempo», los cuadritos de punto de cruz le estaban empezando a volver loca desde que descubrió a cierta artista inglesa que reproducía con esta técnica los mensajes más punk, creando una mezcla divertida entre la estética de los cuadros de la abuela y el arte de guerrilla.
«Supongo que decorar la casa es la única manera que tengo de poder disfrutar de lo que compro», le explicaba a su hermano en un correo electrónico, como justificando su recién adquirida adicción a la decoración. «Si me compro libros, los pongo directamente en la estantería y ahí se quedan. De viajar, mejor ni hablemos. Qué ironía, ¿verdad? Cuando tienes dinero para comprar libros, no tienes tiempo para leerlos. La vida es muy injusta», se quejó, a sabiendas de lo que venía después y seguramente esperando que Nikolas le diera caña, como hacía habitualmente.
Pero esta vez su hermano puso el dedo en la llaga, tal vez incluso demasiado, en el correo de respuesta.
¿Cómo puedes ser tan quejica, Nora? Si tuviera un euro por cada vez que te he oído quejarte de que no tenías dinero, sería millonario. ¿Me estás diciendo que ahora que tienes pasta te voy a tener que oír lamentarte de lo contrario? ¡
Kom igen
, Nora! ¡Espabila! Busca tu puñetero lugar en el mundo y luego, cuando por una vez en la vida estés contenta, me llamas y me lo cuentas.
Aquello le sentó como un puñetazo en la cara. Vale que normalmente Nikolas confundía sinceridad con sincericidio y tiraba a matar, pero es que en esa ocasión hasta Nora tuvo que reconocer que algo de razón tenía. Estaba rabiosa con el mundo, enfadada y con la sensación constante de que, de alguna manera, la estaban estafando.
Y sí, a lo mejor eso la convertía, a veces (solo a veces), en una persona algo complicada de tratar.
De entre toda la oferta, escogió sus viejos vaqueros y unas Converse a punto de desintegrarse. Otra ironía más que le regalaba la vida.
Se vistió deprisa y esquivó sin mirarla mucho su mesa de comedor de mármol, convertida en un improvisado estudio, ya que comer sola en ese armatoste de dos metros y medio por uno veinte la deprimía, y siempre usaba la mesita pequeña de delante de la tele, que le creaba mucha menos angustia. En cambio, dada su expansiva naturaleza laboral, era perfecta para llenarla de libros, papeles, revistas y todo tipo de documentación, que la ayudaba a pulir más y más el guion y todos los detalles de su futura película.
Después de la horrible experiencia con el productor ligón, había tomado dos decisiones importantes: una, quitar su fotografía del dosier de la película —seguro que a Kevin Smith nadie le había concedido una entrevista después de ver su foto—; y dos, no volver a enseñárselo al mundo hasta que estuviera cien por cien segura de que la película era tan tan buena que la oferta que vendría después no tendría absolutamente nada que ver con tocarle la entrepierna.
«Pero hoy no», pensó Nora. «Porque hoy no es día de trabajar, no, señor. Hoy es día de disfrutar de la primavera, de pasear, dar vueltas, ver a los amigos, tal vez ir al gimnasio y todo, ¿por qué no?».
Llamó a Henrik para proponerle su plan especial de los días libres (aunque Nora no tenía claro si algo que llevaban haciendo casi tres meses semanalmente seguía siendo especial): ir a comer al restaurante italiano de Diego, el amante de Joanna, y alargar la sobremesa a base de
amaretto
y risas. Su respuesta la desconcertó un poco y la preocupó bastante.
—Sí, Nora, me parece genial vernos, precisamente estaba pensando en llamarte porque tengo que contarte una cosa.
Su tono tenía un punto inequívoco de tristeza.
—¿Me tengo que preocupar? —preguntó Nora—. ¿Estás enfermo? Dime que no has cogido ninguna enfermedad de transmisión sexual. ¿Tienes…? Oh, no, dime que no, dime que no te vas a morir, ya me parecía a mí que cuando estuve en tu casa estabas follando demasiado con desconocidos, ¿es hepatitis? Oh, dime que usabas condón, dime que no te vas a morir…
La rueda del tremendisrno de Nora había arrancado, ya tenía los dos pies en el peor escenario posible y se veía cogiéndole la mano en su lecho de muerte a un Henrik agonizante y demacrado, que se retorcía entre terribles dolores.
Su amigo soltó una carcajada al otro lado de la línea.
—A veces se me olvida cómo eres y cómo te embalas con ciertas cosas. No, Nora, estoy bien, no me pasa nada, de hecho ayer fui a recoger unos análisis de rutina y estoy perfectamente, pero gracias por matarme una vez más en tu mente hipocondríaca. Va, te lo cuento luego, no te preocupes, ¡todo está bien! ¡Hasta luego, älskling!
Nora no se quedó tranquila, por supuesto. Henrik y Xavier Dalmau eran ahora sus mejores amigos, los amigos entre los que dividía su tiempo.
Dada su situación, y de una manera totalmente natural, sin que ninguno de los dos lo forzara, había vuelto a recuperar su relación de «amigos con sexo» con Dalmau, algo que le causaba sentimientos contradictorios. El asunto con la modelo rusa nunca fue a mayores, y una noche cenando, él le contó unas cuantas intimidades de esa corta relación, riéndose de tal manera de Natascha que volvieron a hacerse cómplices y amantes esporádicos.
Por un lado estaba bien con él, la cuidaba, le mostraba cosas de la ciudad, la seguía sorprendiendo siempre con su humor irónico y fino. Con Dalmau tenía un adepto, un fan enamorado, un hombre divertido y con pasta que siempre estaba disponible para ella.
Por otro lado, no podía evitar pensar que no jugaban en la misma liga, que él quería más, cuando ella seguramente hubiera querido menos. La sensación de estar jugando al gato y al ratón en general le incomodaba, y cada vez que Xavi daba un paso adelante —lo cual pasaba demasiado a menudo—, ella daba uno atrás, para plantarse exactamente en el mismo sitio donde estaban.
Nora a veces tenía la sensación de que conformarse con Xavier le cerraba las puertas de conocer a alguien nuevo de quien se enamorase de verdad. ¿O era el fantasma de Matías el que le impedía estar plenamente con Xavier?, pensaba de vez en cuando en sesiones de vino tinto y autocrítica mutua que hacía con Joanna.