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Authors: Erika Lust

Tags: #Erótico

La canción de Nora (23 page)

BOOK: La canción de Nora
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Durante el trayecto, los dos estuvieron primero en silencio, como reflexivos, y luego hablando de lo que habían visto, riendo y sintiéndose como niños cómplices de una travesura. Al llegar a casa comieron algo, se metieron juntos en la cama y Xavier la abrazó por detrás de una manera distinta, Nora notó por primera vez una intimidad y un cariño muy auténtico. Se giró para ponerse de cara a él y le besó, en un beso también muy diferente a los que se daban habitualmente. Muy sincero, muy tierno. Hicieron el amor poco a poco, sin prisa pero con fuerza y pasión, como amantes que saben que tienen todo el tiempo del mundo por delante. Al final, Xavier le preguntó si podía correrse dentro de ella, cosa que nunca había hecho, y Nora, que estaba al límite del éxtasis, le dijo que sí. Fue un final de fiesta tan explosivo que instantes después estaban los dos dormidos.

Se quedaron dormidos allí mismo, y cuando Nora se despertó Xavi ya no estaba. Le resultó extraño que tras un encuentro que a ella le había resultado muy agradable no se hubiera quedado para cortejarla, para un desayuno de cómplices, pero los hombres son así, pensó para sí misma, difíciles de descifrar.

Durante un par de días no dio señales de vida, pero no le dio mayor importancia. No era su novia, no se llamaban cada día ni nada parecido, pero reconocía que lo de la otra noche le hacía tener sentimientos distintos respecto a él. Siguió con su vida, fue a trabajar, comió pizza recalentada, pilló a medias una película de Truffaut en un canal de cine a las cuatro de la mañana, trabajó un rato en su guion.

Cinco días después, justo antes de salir al trabajo, recibió un mail.

DE
: Xavier Dalmau.

ASUNTO
: Por fin, tu película.

Antes de abrirlo ya lo había matado cuatro veces en su mente.

«¿No habrá sido capaz?», se preguntó. «No habrá…». Lo abrió.

Hola, Nora. Sé que debería haber hecho esto de otra manera, pero soy un cobarde y me das miedo. Mucho miedo. El otro día, después del polvo más magnífico de mi vida, pero antes de irme, copié en mi memoria usb el guion de tu peli. No es buena, es buenísima. No me diste más opción, no es que no quisieras enseñármela, es que ni siquiera querías hablar del tema conmigo. Y te veo trabajar en silencio, y siempre pienso que quiero ayudarte. No lo he hecho por mí, lo he hecho por ti. Tienes que hacer esa película. He hablado con un conocido, un productor inglés (si te digo quién es, fliparás) y le seduce el proyecto. Esta muy, muy interesado. Quiere hacerlo, y quiere hacerlo ya, y tiene pasta. Creo que es una buena oportunidad, no la desaproveches.

Por favor, no me odies, no me grites y no me mates.

Y llámame.

En este orden.

Un beso,

X. D.

P. D. ¿Qué polvazo el otro día, verdad?
Awesome!

Nora abrió la puerta para salir de casa, totalmente en
shock
. No podía ni sentarse a asimilarlo, o llegaría tarde al trabajo. Cuando ya estaba en el ascensor, se le iluminó la cara y se dio media vuelta.

Volvió dentro, cargó la minicadena con los tres CD de Sonic Youth, dio la vuelta a los altavoces hasta ponerlos contra la pared y le dio al botón de
play
.

Los primeros acordes de una de sus canciones favoritas atronaron hasta hacer temblar los muros como si fueran de cartón pluma.

«Ahora sí», pensó. «Ahora sí…».

Capítulo 7

I
NSOMNIA

Nora últimamente no soñaba, básicamente porque para eso es imprescindible dormir, y hacía tiempo que no lo hacía. Por lo menos tal y como la mayoría de la humanidad entiende el sueño: relajante, reparador y con total pérdida de la conciencia.

Cuando se tendía en su comodísima cama de viscoelástica de última generación y sus músculos empezaban a relajarse, sus ojos se cerraban y el cuerpo se preparaba para el descanso, el cerebro tomaba las riendas y se ponía a funcionar como loco.

Encontraba la fórmula ideal para resolver con excelencia una escena rodada hacía ya un par de meses y que en su momento no le había convencido del todo, lo que —lejos de alegrarle por generar una posible mejora en la película— le estresaba terriblemente por no haberse dado cuenta cuando aún estaba a tiempo de resolverlo.

Se le ocurría el montaje perfecto para la escena a la que se iba a enfrentar en la sala de vídeo al día siguiente, y en lugar de relajarse y pensar «bien, ya lo tengo», se tensaba por miedo a que la idea se esfumara, y en su obsesión enfermiza acababa por ahuyentar del todo el sueño.

Y cuando finalmente su cuerpo se rendía, agotado a todos los niveles, la tensión muscular que había acumulado en los últimos meses en forma de contracturas, tendinitis y todo tipo de dolencias musculares —a las que ni siquiera su prestigioso fisioterapeuta de ochenta euros la sesión encontraba explicación ni solución— le provocaba espasmos que le hacían dar saltos de dos palmos de altura, asustando tanto a su compañero de cama que, en más de una ocasión, este buscaba refugio en su despacho o en alguna de las habitaciones de invitados.

Solo de vez en cuando, muy de vez en cuando, tumbada en el sofá de Santa & Cole que presidía todas las «casas bien» de la ciudad de Barcelona, con su gato ronroneante en el regazo y un par de copas de vino tinto en el cuerpo —la televisión de fondo como ruido blanco, un documental, el cerebro en
stand by
—, una siesta de dos o tres horas le aportaba la auténtica sensación del descanso tal y como lo había conocido hasta entonces. Y cuando despertaba, en lugar de alegrarse de haber dormido a gusto por una vez, recordaba amargamente los tiempos en los que, después de haberse pasado toda la noche poniendo copas a los mismos con los que ahora salía a tomárselas, o haber servido trescientos cafés en un rodaje de publicidad, caía rendida en la cama, durmiéndose apenas la cabeza rozaba la almohada.

Y entonces pensaba que apenas hacía pocos años de aquello.

Y una sensación justo a medio camino entre la más brillante de las victorias y haber perdido estrepitosamente la partida se instalaba en ella durante un buen rato.

La vida de Nora no podía haber cambiado más, y cualquiera que lo viera desde fuera y tuviera que ponerle un título lo llamaría «un ascenso meteórico», «un sueño hecho realidad» o «una vida de cine». Pero ella, como siempre, no acababa de tenerlo claro. Su espíritu autocrítico nunca la dejaba disfrutar del todo de los éxitos logrados, pero esta dificultad para la autoindulgencia se estaba acrecentando en la misma proporción en la que crecían sus logros.

Las dudas sobre lo bien o mal que estaba llevando el proceso de rodaje y posproducción de la película eran, suponía, los habituales en un director novel. No tener referentes previos para saber si la cosa iba o no por buen camino la enervaba especialmente, y el hecho de que le costara preguntar o pedir ayuda —para no parecer vulnerable— lo hacía todavía peor.

Nora pensaba en todo esto y más, tumbada con los brazos cruzados encima del pecho y pasando revista a su vida, esperando un sueño que seguramente tardaría mucho en llegar (si es que lo hacía).

Xavier Dalmau se revolvió a su lado, murmuró en sueños un par de palabras incomprensibles, se dio la vuelta y siguió durmiendo plácidamente.

El reloj digital
vintage
de la mesita de noche marcaba las dos y cuarenta y siete. Cada noche, Nora, con la mirada fija en él, pensaba que al día siguiente lo desenchufaría y lo llevaría al trastero —total, los dos usaban sus teléfonos móviles como despertador, lo que hacía su presencia allí completamente innecesaria—, pero al final, por una cosa o por otra, nunca lo hacía.

Y allí estaba, recordándole el paso inexorable del tiempo y los minutos que no estaba empleando en dormir y que a la mañana siguiente no podría recuperar pidiendo «cinco minutos más». Las jornadas de posproducción estaban resultando largas, duras y agotadoras. Al ser la parte del proceso cinematográfico con la que Nora estaba menos familiarizada —y aunque estaba arropada por un fantástico grupo de gente con experiencia y muy dispuesto—, le estaba costando un mundo llegar a resultados plenamente satisfactorios. Igual que durante el rodaje, se enfrentaba a un mundo masculino, donde los técnicos no percibían sus sutiles indicaciones femeninas hasta que no las convertía en órdenes directas. Ella iba con «quizás me gustaría probar» o «que os parece si fuera…», pero nadie le hacía caso hasta que no se imponía como un macho.

Xavi volvió a removerse y dijo, esta vez con total claridad: «Un rioja, por favor».

Las tres menos diez.

Nora pensó que tal vez en las palabras de su pareja estaba la solución a sus problemas, y se levantó en dirección a la cocina, dispuesta a efectuar un pequeño saqueo en la surtidísima bodega de la casa.

Que ahora era también su casa.

Se le hacía rarísimo decirlo, incluso pensarlo, pero el caso es que así era. Unos meses atrás, cuando su relación ya estaba más que establecida (aunque ninguno de los dos había dicho jamás que fueran «pareja» o «novios», y cuando se referían al otro en presencia de terceros lo hacían por su nombre de pila), Xavi le pidió que se casara con él.

Con sentido del humor y una gran muestra de sensatez, su regalo de pedida no fue un anillo con un diamante del tamaño de una trufa (que seguramente hubiera horrorizado a Nora a todos los niveles), sino una sencilla cadena con un colgante en forma de claqueta de cine en el que ponía «¡ACCIÓN!», dentro de una caja de joyas
vintage
.

Nora le besó, aceptó el original collar, rechazó la propuesta de matrimonio («al menos de momento»), pero le dijo que, si quería, podían irse a vivir juntos de una manera oficial. Total, como todo en su relación, en los últimos meses y sin hablarlo demasiado, Nora se había ido instalando poco a poco en la casa de Dalmau, y se sentía muy culpable por tener a Kojak abandonado en su loft el noventa por ciento del tiempo. Él, por su parte, también se sentía abandonado, y se lo demostraba sin cortarse, mostrándose huraño en su presencia y meándose en puntos estratégicos de la casa, como el sofá o la almohada de Nora, que se limitaba a limpiarlo todo sin decir ni mu, asumiendo completamente su papel de mala madre.

Pero ahora su cajita-lavabo estaba en el cuarto de la plancha de la casa de la zona alta, y la arena la cambiaba cada dos días una asistenta filipina que llevaba uniforme y que a Nora le imponía sobremanera, hasta el punto de evitar dirigirle la palabra por sentir que no era capaz de hacerlo con la misma solemnidad con la que la empleada (cuyo nombre tenía dificultades para pronunciar, para más inri) la trataba a ella.

Aunque la cantidad de metros cuadrados de los que disponía para triscar y perseguir ratones de peluche había aumentado exponencialmente, Kojak no parecía feliz del todo en esa casa. Seguía siendo cariñoso y alegrándose cuando la veía llegar, pero evitaba compartir su espacio vital con Xavi a toda costa, mostrándole el más absoluto de sus desprecios de todas las maneras (gatunas) posibles. Definitivamente entre los dos chicos de su vida no había
flow
, bromeaba Nora con frecuencia, lo cual enfadaba bastante a Xavi, ya que fue el quien le regaló el gato a Nora.

Cuando oyó que alguien caminaba por el pasillo, el sphynx interrumpió su ligero sueño nocturno de gato («el sueño profundo lo guardan para el día, para no mover un párpado mientras tú te preparas para salir al frío invierno a las siete de la mañana», pensó Nora) para enterarse de lo que pasaba. Cuando vio a su dueña, se acercó a ella, revolcándose por el parqué caliente gracias a una bomba de calor con aire acondicionado incansable que mantenía la temperatura de la casa siempre igual, fuera invierno o verano.

Enredó entre los pies de Nora mientras ella buscaba alguna botella de tinto a medias y, aprovechando que Xavi dormía como un bendito —este tipo de herejías destrozaban su corazón de burgués—, se sirvió una dosis bastante generosa en un vaso de agua. Cuando Nora se dirigió al sillón de la habitación que usaba de estudio (el salón de más de cincuenta metros cuadrados no era especialmente acogedor cuando estabas solo, ya que casi te permitía oír el eco de tus pensamientos), Kojak la siguió, encantado, y saltó hasta su regazo, reclamando toda su atención.

Quedaban solo unas pocas semanas para el estreno de la película, y al final del montaje se le sumaban todo tipo de decisiones —desde importantes hasta minúsculas— que había que tomar, como la tipografía de los títulos de crédito, los retoques finales del cartel de la película y el montaje del final, para el que habían rodado tres alternativas distintas.

Volvió a la cocina a rellenarse el vaso, acabando con el contenido de la botella, y cogió su portátil para aprovechar el tiempo respondiendo mails que tenía pendientes desde hacía días.

El reloj del ordenador marcaba las tres y doce.

Entre los setenta y dos mails sin leer que su correo le anunciaba, había uno que le hizo especial ilusión. Era de Henrik, al que solo había visto una vez en el último año y medio, desde que cambió el Gayxample barcelonés por el mítico Kreuzberg de Berlín.

Aunque le echaba mucho de menos, su trabajo había absorbido el noventa por ciento del tiempo de Nora desde que Xavi le robó vilmente el guion —algo que le dejó muy claro que nunca le perdonaría, y que le pidió encarecidamente que no volviera a hacer— y la película se puso en marcha. El proyecto de agencia especializada en viajes gays de Henrik también era algo que pedía dedicación absoluta, y no le daba para demasiadas escapadas. Pero justo después de acabar de rodar, en ese lapso en el que todo se pone en su sitio antes de empezar con el montaje, Nora consiguió un fin de semana libre para escaparse a ver a su amigo. El reencuentro fue mágico, y pasaron los dos días cotilleando, abrazándose y diciéndose lo mucho que se querían y lo necesario que era repetir eso al menos una vez cada dos o tres meses.

Y de eso hacía ya nueve meses.

«Un éxito sin precedentes, este plan nuestro», pensó con ironía mientras abría el correo de su amigo. En él Henrik le contaba más o menos lo de siempre: que Berlín era «
the place to be
», que había conocido a un chico que le encantaba, que tenía mucho trabajo, que la añoraba y pensaba en ella cada día. Al final, comentaba la posibilidad de que la agencia montara una oficina en Nueva York, y en breve le mandaban un mes de viaje a hacer un poco de trabajo de campo.

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