Nora decidió cambiar de tema.
—¿Has decidido tomarte un cóctel porque he dicho que invitaba yo? Espero que no hayas pedido la langosta Thermidor y el caviar o no podré pagarlo y tendré que quedarme a fregar los platos. O mejor, ofrecerle a cambio sexo al propietario… —Nora miró al hombre vestido con camisa de seda morada que saludaba a la gente que entraba y mandaba en todo ese ballet de camareros y sonrió—. Bueno, tal vez serás tú quien le tengas que pagar con tu cuerpo, ahora que me fijo bien.
Los vinos de la comida aún estaban haciendo su efecto, y a Nora su comentario le pareció lo más divertido que había oído nunca, y se rio hasta que le rodaron un par de lágrimas por las mejillas.
Matías bebía y sostenía la copa en la mano, mirando las ondas que hacía el rioja cuando lo agitaba en círculos con su mano. Concentrado en su actividad, como si no la oyera.
—Se te ve tremenda con ese vestido. Es el mismo que llevabas la noche que nos conocimos, ¿verdad? —le preguntó, mirándole las tetas directamente y sin ningún disimulo.
«¡Síiiiiii! ¡Bien! Punto para mí», pensó Nora, simulando que no se daba cuenta de nada.
—Es lo único de vestir que tengo, aparte de vaqueros, camisetas de cuando vivía Kurt Cobain y vestidos de flores con los que mi abuela hace tiempo que estaría limpiando los cristales —respondió sirviéndose una copa de vino y tratando por todos los medios de ver la añada con la intención de calcular por cuánto le iba a salir la broma.
—Recuerdo la primera vez que te vi. Estabas de espaldas, con el pelo suelto, como una hoguera bajo las luces de la discoteca. Hablando con el pusilánime de Dalmau. Con tacones, y las piernas largas pero bien torneadas. Pensé que estabas buenísima, antes de verte la cara ya te habría follado por todas partes. Pensé que tenías el culo más apetecible sobre la faz de la tierra.
A Nora estuvo a punto de caérsele la copa de las manos. Era la primera vez que Matías le decía algo ni remotamente parecido.
Sus discursos más pasionales —por llamarlos de alguna manera— fueron los sms que le mandó mientras estaba trabajando en Argentina, donde le decía que la echaba de menos.
El resto del tiempo, antes y después de eso, era poco menos que pétreo. Cordial, sí, y siempre correcto, pero sin dejar ver nunca que sentía ningún interés sexual por ella.
«¿Qué se supone que tengo que hacer ahora?», se preguntó Nora, apurando la copa y sirviéndose otra para superar el shock. «¿Será un comentario con trampa? ¿Lo dirá en serio o cuando yo me lance me hará la cobra y dirá que me lo he imaginado todo?».
Nora estaba mareada y, algo que le pasaba muy pocas veces, no sabía qué responder. Optó por lo que le pareció más evidente.
—¿Me estás vacilando? Quiero decir, ¿es alguna clase de broma extraña o una cámara oculta o algo así? —preguntó, aguantándole la mirada.
—No, claro que no. No me digas que es la primera vez que un hombre te dice que tiene ganas de acostarse contigo, porque evidentemente no me lo creo. Eres el tipo de mujer a la que apetece tocar, besar y penetrar desde el instante en el que la ves. Pareces hecha para el sexo, pelirroja. Tus caderas están hechas para agarrarlas fuerte y perderse en ellas.
Matías estaba evidentemente borracho, más de lo que parecía a primera vista. Su discurso, entre lo romántico a lo película comercial de Hollywood y la grosería de un obrero de la construcción, tenía a Nora cada vez más desconcertada.
Era el momento de respirar hondo y tomar una decisión.
Jugar o no jugar.
Lanzarse o no lanzarse.
Comerse el pastel o pretender que estás a dieta.
Dejarse llevar por la pasión o por la dignidad.
Sí o no. Así de simple.
Y Nora, que siempre había pensado que si le pones muy lejos la zanahoria al burro, es difícil que llegue a comérsela, decidió jugar, lanzarse, comerse el postre apasionadamente.
«Sí, quiero», pensó. «Quiero que me vuelvas a coger entre tus brazos fuertes y me mires a los ojos, y sonrías y me folles fuerte, y después despacio, y después aún más fuerte. Quiero que me lleves a tu casa y tengamos que parar en cada piso porque no podemos estar ni un segundo sin tocarnos, y quiero llegar a la puerta ya sin ropa interior y húmeda. Quiero que tengamos sexo aquí y ahora, aunque nos detengan por escándalo público. Habrá valido la pena. Sí, quiero. Y lo quiero todo».
Nora sintió como si se acabara de quitar una especie de tapón que hacía tiempo que contenía sentimientos y emociones que no deberían estar contenidas.
Sin darse cuenta, separó ligeramente las piernas.
Sin ser consciente de ello, puso morritos.
Sin querer, rozó la mano de Matías con la suya cuando cogió de la mesa una servilleta que no necesitaba.
Sin querer o queriendo, qué más dan los matices.
—Es muy interesante todo esto que me cuentas, Matías. No puedo evitar preguntarme por qué lo haces precisamente ahora, pero supongo que tampoco me lo vas a contar, así que como ya estamos en un punto en el que me has puesto bastante cachonda, y me gustaría solucionarlo rápidamente porque no soy la persona más paciente del mundo (aunque contigo lo he sido bastante, pero ya te digo que no es mi estilo) y ya hemos pedido unos platos carísimos que no se cómo voy a pagar, podríamos buscar un sitio donde tener por lo menos un orgasmo que haga que pueda disfrutar mi lenguado, porque si no, en vez de disfrutarlo, lo sufriré y, la verdad, no es plan, así que lo vamos a hacer de la siguiente manera: yo iré al baño de mujeres y tú vendrás dentro de un minuto. Intenta que no te vean, como ya te he dicho tengo toda la intención de comerme ese lenguado y ninguna de que llamen a la policía.
Tuvo que respirar muy profundamente para conseguir recuperar el aliento después de ese discurso sin pausas, aunque finalmente emitió un sonido que más bien parecía un suspiro.
Se levantó y se dirigió al lavabo, contoneándose un poco más de lo necesario mientras sentía la mirada de Matías clavada en su trasero.
Se estaba excitando cada vez más, pensando que aquello tenía pinta de acabar siendo uno de los mejores polvos de su vida.
Delante del espejo se colocó bien el pecho, se mordió los labios, se pellizcó las mejillas para darles un rubor natural. Puso la cabeza hacia abajo y revolvió su melena con los dedos.
Volvió a la verticalidad, se miró al espejo y vio la cara de una mujer fuerte y poderosa.
Le gustó lo que veía, y entró a uno de los cubículos para quitarse los zapatos, las medias y las braguitas de encaje. Volvió a ponerse los zapatos, y respiró hondo.
Dejó pasar unos segundos, medio minuto, un minuto.
«Qué mal se me da esto de tener paciencia», pensó Nora, contrariada.
En lugar de esperar decidió actuar, algo que se le daba bastante mejor. Se metió dos dedos en la boca, humedeciéndolos, y los metió debajo de su falda, buscando otra humedad que ya hacía rato que sentía.
El primer contacto la hizo ronronear de placer. Quería sexo y lo quería ahora, ¿dónde se había metido el memo de Matías?
El ruido de la puerta respondió a su pregunta, y abrió la puerta de su cubículo para invitarle a entrar.
—Estoy aquí… ¡ven! —dijo Nora en un susurro.
Matías entró y cerró la puerta de golpe, echando el pestillo, y la besó con fuerza, cogiéndole la cara entre las manos, como para que no se le escapara o para protegerla de algún peligro. Se besaron sacando mucho la lengua, de una manera casi obscena similar a la de las películas porno, uno de esos besos que a veces son más pornográficos que los primeros planos de coños y pollas, porque en realidad son más íntimos que el propio coito.
Matías dio el beso por terminado y la hizo girarse, con una cierta autoridad, un poco bruscamente. La apoyó contra la pared del lavabo, y la invitó a separar las piernas metiendo su mano entre ellas.
Sin demasiados preliminares, deslizó sus dedos índice y corazón dentro de Nora, y los dejó dentro, moviéndolos suavemente. A la vez le apartó el cabello de la espalda, pasándolo por encima de su hombro.
Le mordió el cuello, tal vez un poco más fuerte de lo que a Nora le hubiera gustado.
Sintió un escalofrío, arqueó la espalda y abrió un poco más las piernas.
La mano con la que Matías no acariciaba su zona más íntima había tirado hacia abajo del escote palabra de honor y dejado el pecho de Nora al descubierto, y retorcía uno de sus pezones entre los dedos índice y pulgar, otra vez un poco más fuerte de lo que a Nora le hubiera gustado.
«¿Qué le pasa a este tío?», se preguntó entre jadeos. «Se ha pasado meses sin ponerme la mano encima y ahora se porta como el puñetero Rocco Siffredi, ¿se ha dado un golpe en la cabeza o qué?».
Matías abandonó su pezón y bajó la mano, levantando su falda y apretándole las nalgas con fuerza, empujando a Nora hacia delante hasta casi hacerla caer y emitiendo un gruñido.
—Qué buena estás…
Le metió los dedos en la boca —repitiendo exactamente, sin saberlo, el gesto que Nora había hecho solo unos minutos antes— y los empapó en su saliva.
Volvió a buscar debajo de su falda, pero esta vez por la parte de su vientre. Le acarició los muslos, el monte de Venus.
Nora estaba tan excitada que le temblaban las piernas, y pensó que en algún momento tendría que morderse un brazo para no gritar, recordando que estaban en un sitio más o menos público. Para reforzar esta sensación de poca privacidad, oyó a dos mujeres que entraban hablando de lo bueno que estaba el pollo con salsa Café de París.
Se giró para buscar la complicidad de Matías, poniéndose un dedo en los labios para crear esa imagen universal que significa silencio. Lo que vio en su cara la dejó un poco descolocada: Matías no le devolvió la sonrisa, ni siquiera con la mirada. No hubo ni el más mínimo signo de reconocimiento, y por un momento, Nora se preocupó.
Pero solo por un momento, porque unos segundos después Matías empezó a hacer círculos sobre su clítoris, ya hinchado y palpitante, y se dio cuenta de que el orgasmo estaba muy, muy cerca. Como dejarse llevar mientras las dos señoras conversaban fuera —en ese momento acerca de la acertada textura del tocinillo de cielo que habían compartido— no era la mejor idea del mundo por si la oían, Nora empezó a pensar en cosas desagradables para intentar parar aquello durante unos segundos, solo hasta que las no-invitadas terminaran de secarse las manos y volvieran a su mesa.
Pensó en una paloma atropellada que había visto en la calle el día anterior, con todas las vísceras desparramadas sobre la acera.
Pensó en esa incómoda vez que entró en el baño sin llamar y pilló a su hermano masturbándose.
Pensó en la cara de Margaret Thatcher porque un amigo del instituto le contó que a él le iba bien cuando no quería correrse muy deprisa.
Pensó en la gente que deja que se le acumule saliva seca en las comisuras de los labios.
Pensó en un par de cosas asquerosas más, pero las manos de Matías eran tan hábiles, y ella estaba tan caliente y tenía tantas ganas de él que, a pesar de eso, se corrió y, efectivamente, tuvo que morderse el brazo para ahogar el sonido de su placer.
Dejó una marca roja ovalada casi perfecta, excepto por un diente de la mandíbula inferior que siempre había tenido desplazado y rompía la armonía de la forma geométrica.
Matías notó sus contracciones y metió sus dedos más profundamente, y con tanta fuerza, que casi la levantó unos milímetros del suelo y le hizo golpearse la cabeza contra la pared, generando un sonido sordo.
Por suerte las señoras acababan de salir por la puerta.
En el momento en el que cruzaron el quicio estaban alabando el delicioso
prosecco
con el que habían maridado el primer plato, lo que hizo pensar por un momento a Nora en la cara que pondrían los camareros cuando les llevaran los platos a la mesa y se dieran cuenta de que ellos habían desaparecido.
Pero, por supuesto, le dio igual.
Se dio la vuelta y abrazó a Matías, con su cabeza a la altura de su hombro, oliendo el aroma particular de esa zona tan íntima que se sitúa justo entre el cuello y el hombro, al lado de la clavícula.
Todavía llevaba el pecho fuera del vestido, y Matías lo cogió al momento, como sopesándolo con las dos manos, y emitió un sonido que era prácticamente una secuencia sorda de emes, una detrás de la otra.
—Mmmmmrnmmm… Chúpamela, pelirroja, todavía me acuerdo de la última vez que estaba en tu boca…
«Este tío es una caja de sorpresas», se dijo Nora, mientras se sentaba en el lavabo y le desabrochaba la cremallera, dispuesta a cumplir con su petición. «Lleva más de un año y medio haciéndose el modosito y de repente hoy me sale con estas. O se ha dado un golpe en la cabeza, o el alcohol le está afectando, o me ha tenido engañada todo este tiempo».
Cuando vio su polla a pocos centímetros, dejó de pensar automáticamente en cualquier otra cosa. Cuando pensaba en él no recordaba necesariamente esa parte de su anatomía, pero la verdad es que era preciosa, imponente, impresionante. Como una especie de tótem indio, algo casi mágico que daban ganas de venerar.
Y así lo hizo Nora.
Acarició el tronco, suavemente primero y con más fuerza después. Lo lamió. Lo mordisqueó. Su intención era esperar un poco, hacer que Matías lo deseara todavía más y entonces metérsela en la boca hasta el fondo y mantenerla allí unos segundos, algo que la experiencia le había enseñado que podía volver loco a cualquier hombre.
Pero ese día Matías no estaba para sutilezas, y le cogió la cabeza, empujándola e indicándole exactamente lo que quería que hiciera, otro detalle que incomodó un poco a Nora. Pero no era momento de indignarse, que estaban a lo que estaban y en cualquier instante podía volver a entrar alguien y fastidiarles el plan.
Nora se dedicó a fondo a la polla de Matías, haciendo todo lo que se suponía que debía hacer. Cambios de ritmo, cambios en la presión que ejercía con la lengua, algún que otro mordisco que hacía que él se estremeciera notablemente. En un momento dado le cogió una nalga —duras y musculosas, como ya descubrió aquella vez, hacía ya tanto tiempo…— con cada mano.
Tuvo la imperiosa necesidad de apretarlas fuerte, hasta que notó que le clavaba las uñas tal vez un poco demasiado.
«Para que te des cuenta de cómo me estoy sintiendo, so bruto», pensó Nora.
Pero la verdad es que se lo estaba pasando pipa. Se sentía salvaje, clandestina y transgresora, ligeramente achispada, sin bragas, en el lavabo de un restaurante de lujo y por fin teniendo sexo con uno de los hombres que más le habían gustado en la vida, ¿cómo no iba a pasárselo bien?