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Authors: Erika Lust

Tags: #Erótico

La canción de Nora (16 page)

BOOK: La canción de Nora
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Ni el tono ni la actitud de Carlota —que ni siquiera se había dignado a mirarla mientras le hablaba— eran especialmente cordiales. De hecho, parecía esforzarse en ser desdeñosa, como si tuviera ganas de molestar a Nora. O tal vez solo se lo parecía a causa del bajón químico del éxtasis.

De repente le entraron unas ganas incontenibles de llorar, y no pudo ni despedirse de su anfitrión por miedo a arrancar en sollozos en el momento en el que abriera la boca.

Aguantando las lágrimas a duras penas, se levantó de la tumbona envuelta en el pareo para buscar su ropa, desperdigada alrededor de la piscina. Lola y Bea habían desaparecido (seguramente hacía horas) y algunos chicos y chicas de los que conocieron en la discoteca la noche anterior estaban por allí en una mesa, alrededor de varias botellas de vino vacías y unas copas semillenas. Declinó la invitación a una copa (una oferta muy amable, teniendo en cuenta que iba desnuda y enrollada en un pareo) y localizó su vestido, sus sandalias de tacón y su sujetador. No fue capaz de encontrar las braguitas y pasados unos minutos de búsqueda infructuosa asumió que volvería a casa sin ellas, y que se lo tomaría como un buen resumen de la noche.

Cuando se vistió estaba tan triste que estuvo a punto de aceptar esa copa, pero la idea de ver a Carlota bajando las escaleras con Otto y que la mirara con cara de desprecio —o, peor aún, que ni siquiera la mirara— le rompió el corazón, así que salió por la puerta cerrando de un portazo, sin saber exactamente cómo podía volver a casa.

Por el camino recibió aproximadamente quince llamadas desde el móvil de Dalmau, pero no respondió a ninguna.

Básicamente porque no sabía qué responder.

Cuando por fin consiguió llegar, un par de horas después —su sentido de la orientación y sus tacones no ayudaron demasiado—, el apartamento estaba vacío. Las dos parejas habían salido a preparar sus barras para la sesión de la noche, y le (les, a ella y a Carlota, en realidad) habían dejado un mensaje en la pizarra de la cocina —llena de corazones y otros dibujos adolescentes como labios y nubes— que decía: «Chicas, estáis en la lista de invitados, ¡venid si queréis! XX00XX».

Por supuesto, Nora no fue.

Carlota tampoco.

De hecho solo apareció por allí al día siguiente.

—¿Cómo estás? —preguntó.

—Estoy hecha polvo, no se qué me pasa, tengo ganas de llorar…

—Mira, siento haberlo hecho así, pero ayer te puse un poco de éxtasis en la copa, por eso estás de bajón. Bueno, lo hice un par de veces… Lo siento, pero es que estaba tan aburrida…, y yo sabía que te iba a gustar, ¿a que te lo pasaste bien?

La cara de Nora se convirtió en la máscara de la estupefacción.

No se podía creer lo que acababa de oír.

—¿Lo estás diciendo en serio? ¿Me drogaste en contra de mi voluntad? ¿Tú sabes lo que me podría haber pasado? Joder, ¡mira lo que he hecho! ¡Tuve sexo contigo, llamé a Matías y después a Dalmau y le dije que le quería, y ahora me siento culpable y fatal por todo, y estoy
JODIDA
! ¿Cómo pudiste hacerme esto? ¡Estás loca, Carlota, estás loca, y eres una miserable incapaz de aceptar que los demás no necesitamos pasarnos la vida de pedo como tú! —Nora lloraba, hipando y con los hombros temblorosos, totalmente fuera de sí.

—Y tú eres una mala amiga, una rancia y una aburrida a la que le da igual cómo me sienta yo porque solo piensas en ti y en tus putos amantes, que a ver si te haces a la idea de que ninguno te va a querer ni a aguantar lo que te he aguantado yo, ¡que solo quieren follarte, no les interesas para nada más! ¡No te quieren, ilusa!

Nora quedó tan impactada al oír esas palabras que incluso dejó de llorar, y Carlota empezó a meter su ropa en la maleta, la cerró de golpe y se marchó gritando un contundente «hasta nunca».

Nora se sentó en el colchón y rompió a llorar amargamente. Lola, que rondaba por allí y se había enterado de todo lo que había pasado —«como para no enterarse, con lo que habéis gritado», le dijo a Nora, casi disculpándose—, le dio al momento el abrazo que necesitaba desde el día anterior.

—Pues, hija, la verdad es que está feo lo que te hizo, no se hace eso de darle cosas a la gente sin saber si quiere, a ver si les va a dar un chungo, pero, vamos, con lo amigas que sois no creo que haya para tanto. Pues con el pedo os dio un calentón y aquí paz y después gloria, ¿no? Hay que ver cómo sois los heteros para esas cosas —le dijo Lola, en su estilo de ametralladora parlante, mientras le preparaba una tila con whisky «que es mano de santo para los disgustos, que es lo que se toma en mi casa de toda la vida y va la mar de bien».

El brebaje, la conversación y el cariño de Lola —que de alguna manera le recordaba un poco a su abuela, aunque nunca se había atrevido a decírselo por si se lo tomaba mal— le templaron el cuerpo y el alma, y esa noche durmió once horas del tirón.

Se despertó triste pero llena de energía, dispuesta a dar un giro a su vida.

Las llamadas y mensajes de Dalmau se multiplicaban, y decidió apagar el teléfono hasta que decidiera cuál sería su respuesta a lo que, estaba segura, Dalmau le iba a decir.

Los días que le quedaban en la isla fueron para Nora un ejercicio de introspección en toda regla. Casi sin cruzar una palabra con nadie, evitando los sitios donde existía la posibilidad de cruzarse con amigos o conocidos y llevando su bici prestada por los caminos más inhóspitos.

Salía pronto por la mañana, pasaba por el supermercado para comprar pan, algo de fruta, agua y un poco de embutido o queso —o una lata de atún— y se dirigía a alguna playa remota para exponerse al sol sin tregua y bañarse en aguas verdeazules.

El primer día de su nueva vida, como lo llamaba para sus adentros, compró también una libreta con la intención de tomar alguna nota para su futura película. Cuando Lola y Bea la acompañaron al puerto para despedirse de ella, cuatro días después, la libreta estaba casi llena, y la espalda de Nora tan quemada por el sol que un solo roce le hacía gritar de dolor y tenía que llevar la mochila en la mano.

«Es muy difícil ponerte crema a ti misma en la espalda», se justificó delante de sus amigas cuando la riñeron y la llamaron inconsciente y «víctima propiciatoria del cáncer de piel». Pero la realidad era que ni siquiera se había dado cuenta de que se estaba quemando, porque estaba absolutamente concentrada en lo que estaba volcando en esa libreta.

Nora siempre había tenido un plan, aunque parecía que últimamente se le había olvidado.

Y gran parte de ese plan estaba en esas ochenta hojas tamaño A4 cuadriculadas y encuadernadas en espiral, con un dibujo de Snoopy en la portada.

Capítulo 5

A
S
T
EARS
G
O
B
Y

La despertó el ruido de risas, golpes, el sonido húmedo de dos cuerpos sudorosos en contacto, chocando, más risas ahogadas.

«¿Otra vez?», se preguntó a sí misma, mirando el reloj. «Las seis de la mañana, joder. ¿Esto va a ser cada día? Me gustaría saber qué come Henrik para tener esta vitalidad y este vigor sexual, porque, desde luego, esto no es normal, que ya empieza a tener una edad…».

Nora refunfuñaba de rabia, sueño e impotencia, a pesar de —o precisamente por— saber que el hecho de ser una refugiada en el sofá de su mejor amigo no le daba demasiado derecho a pataletas ni a ataques de dignidad.

Tampoco es que hubiera tenido mucho donde escoger. Aunque su amiga (o examiga, hablando con propiedad) en ningún momento le dijo de manera oficial que se fuera, que le devolviera las llaves ni nada por el estilo, Nora había decidido terminar la etapa de vivir con Carlota y se pasó un año de peregrinaciones a través de tres pisos compartidos. Al ver que no cuajaba en ninguna casa ajena y que la ultima experiencia fue particularmente desesperanzadora, aceptó temporalmente la oferta de Henrik de dejarla dormir en su sofá «hasta que encontrara algo propio», ese momento de tiempo indeterminado que puede ir desde una semana hasta, en el peor de los casos, varios meses.

Como Nora tenía claro que no quería que la relación con su amigo terminara «como el rosario de la Aurora» —una frase que su abuela usaba muy a menudo y que le hacía mucha gracia desde pequeña, aunque nunca supo exactamente qué significaba—, estaba segura de que su estancia en ese sofá debía tener los días contados. Ahora si que debía enderezar su economía y su vida profesional, y sobre todo empezar a vivir sola.

Mientras se resignaba a quedarse despierta y se hacía una cafetera tan cargada que fácilmente podría haber explotado, Nora empezó a hacer mentalmente las cuentas de lo que le quedaba por cobrar, lo que tenía que pagar ese mes y los siguientes, los trabajos que tenía por delante y demás horrores relacionados con la siempre desagradable economía doméstica de su familia de un solo miembro. El resultado de su ejercicio mental le dio ganas de volver a meterse bajo el nórdico, cerrar los ojos fuertemente y esperar a que pasara el invierno consumiendo el mínimo de energías, como los osos.

«Tal vez así podría mantenerme los próximos meses sin tener que prostituirme o vender alguno de mis órganos… ¿Cuánto me darían por un riñón? ¿Qué tal le debe sentar el vodka al cuerpo cuando solo tienes el cincuenta por ciento de tus filtros para mantenerlo limpio?», se preguntó a sí misma, con un humor tan ácido que rozaba la amargura.

Se dio cuenta de que últimamente lo hacía mucho, eso de hablar consigo misma.

«Es lo que pasa cuando eres una nómada sin casa desde hace casi doce meses y, como si las cosas no estuvieran ya suficientemente complicadas, de paso decides cargarte casi toda tu vida social para encerrarte con un ordenador y un montón de notas escritas a mano (con letra indescifrable, por cierto) para hacer una película», pensó soplando el café y apostando a si los golpes del cabecero de la cama de Henrik acabarían tirando al suelo o no el póster enmarcado de Cabaret de Liza Minnelli que presidía el microsalón de la no menos microcasa que su amigo se había comprado en pleno Gayxample barcelonés (por supuesto, con ayuda de sus padres). Dada la violencia con la que se bamboleaba con cada golpe (que iba acompañado de gruñidos), los números estaban diez a uno a que sí.

Durante unos segundos, tuvo dudas de si los jadeos que oía eran de dos hombres o de tres.

Sacudió la cabeza, como si eso le fuera a ayudar a quitarse de la mente la imagen de Henrik, su amigo, casi su hermano, follando con dos tíos. La idea no le ponía lo más mínimo, y el festival de sexo en el que se había convertido la vida de Henrik desde hacía cuatro semanas, cuando su novio francés se fue a su París natal sin intenciones de volver, era de escándalo.

Nora decidió aprovechar la mañana para dar los últimos toques al
briefing
visual sobre la película que pensaba presentar a diferentes productoras, en unos pocos días, cuanto antes mejor.

La dedicación casi exclusiva a su proyecto personal había hecho que dejara de trabajar sirviendo copas y ahora estaba empezando a notar la magnitud de la tragedia en su cuenta corriente.

«Pero valdrá la pena el esfuerzo, estoy segura. A veces los grandes planes piden también grandes sacrificios, así que si no puedo comprarme ni unas bragas hasta el estreno de la película, pues que así sea», le contó a Lola unas semanas antes, cuando salió a cenar con ella porque la amenazó con ponerse a cantar bajo su ventana hasta que se dignara a salir con ella. «Que tú ya sabes que lo hago, chocho, que yo no tengo vergüenza», le dijo entre risas al otro lado de la línea.

Salir de su encierro le sentó bastante bien, le permitió hablar de la película con alguien que no sabía de su existencia. Incluso le ayudó a concretar pequeñas partes de la trama que no había acabado de cerrar: al verbalizarlas, de una manera casi mágica, empezaron a ponerse solas en su sitio.

—Siempre quise usar el cine para contar una historia… normal —le contó a Lola mientras devoraba el segundo bocadillo de salchichas con pimientos rojos y queso roquefort (su plato favorito del bar Fidel)—, una de esas cosas que nos podrían pasar a ti, o a mí, o a cualquiera de las personas que nos rodea en este mismo momento.

Lola miró a su alrededor con cara de no haberlo entendido del todo.

—Entonces, ¿quieres decir que la vida de este señor que tiene toda la pinta de ser profesor de matemáticas en un instituto puede ser tan entretenida como
Pretty Woman
? Tía, igual estás exagerando una mijita con esto del cine normal, ¿eh? No lo tengo yo tan claro… —respondió, intentando hacer ver que se enteraba de algo.

Nora pensó que esa era la historia de su vida. Tratar de defender un modelo de historia que se salía de lo habitual, sin guerra de Secesión, asesinatos ni hambrunas de por medio. Le pasó en la escuela, le pasaba con Matías y le pasaba, evidentemente, con Lola.

—Cuéntame de que va la cosa, que yo me entere —le dijo por fin Lola después de pedir un par de copas de vino blanco más.

Y Nora lo hizo, con pelos y seriales.

Le habló de Alice, Sofía, Nuria y Miguel, los cuatro amigos que compartían un piso en Barcelona. Le habló de sus problemas: uno no llegaba a fin de mes, otra tenía dudas sobre su sexualidad, otra problemas con las drogas, otra era sistemáticamente abandonada por todos los hombres que le interesaban, y casi todos fingían ser más felices de lo que en realidad eran. Sus historias, juntos y por separado, formaban diferentes tramas que se entrelazaban de una manera fresca y casual durante el transcurso de la historia. Amantes compartidos de manera consciente o sin saberlo, líos de faldas y pantalones, noches alegres, marianas tristes, y cómo que alguien se coma tu último yogur puede desatar la mayor de las batallas campales y sacar cosas que llevaban meses, incluso años, esperando salir.

Le contó eso y muchas cosas más: historias que le habían inspirado, referencias estéticas, el tono cercano que debía tener todo, la fotografía para hacerlo parecer fresco y próximo. Las escenas en grupo y las cámaras puestas justo encima de la cama de los protagonistas, para ver qué hacen cuando se quedan solos y ya no tienen que fingir, y pueden ser ellos mismos y llorar, masturbarse, hincharse a pastillas para dormir o escuchar a U2 en la intimidad.

Cuando acabó su discurso —Nora hacía tiempo que había perdido la noción del tiempo, pero debía de llevar un buen rato dándole la matraca, porque el bar estaba casi vacío—, Lola la miraba con la boca abierta.

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