La canción de Kali (10 page)

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Authors: Dan Simmons

Tags: #Terror

BOOK: La canción de Kali
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»—Poder —dijo—. El poder es el motivo que me impulsó, Jayaprakesh. Desde hace algún tiempo sé que los Kapalikas detentan un poder muy superior en proporción al número de adeptos. Los
goondas
no temen a nada... a nada, salvo a los Kapalikas. Los
thugees
, pese a lo estúpidos y violentos que son, no se enfrentarán jamás con alguien que se sepa que es un Kapalika. La gente de la calle aborrece a los Kapalikas o pretende que la sociedad ya no existe, pero es un odio provocado por la envidia. Tienen miedo incluso al mero nombre de Kapalika.

»— Tal vez respeto sea una palabra más apropiada —le respondí.

»— No —repuso Sanjay—. La palabra es miedo.

»En la primera noche de luna nueva que siguiera a la festividad de Durga, en la primera noche de la celebración de Kali, un hombre vestido de negro se reunió con nosotros en el mercado abandonado para conducirnos a la reunión de la Sociedad Kapalika. De camino pasamos por la calle de los ídolos de Escayola, y Kali, bajo infinidad de aspectos, huesos de paja perforando sus carnes de escayola sin terminar, vigiló nuestro paso. El templo se encontraba en un almacén inmenso. El río fluía por debajo de parte de él como lo hiciera en el Kalighat. Pudimos escuchar su susurro constante durante toda la ceremonia que tuvo lugar a continuación. Fuera el crepúsculo era apacible, pero todo quedó muy oscuro cuando entramos en el almacén. El templo era un edificio dentro de un edificio. Las velas mostraban el camino. Algunas serpientes se movían libremente sobre el suelo frío, pero estaba demasiado oscuro para que pudiera distinguir si se trataba de cobras o víboras, o de serpientes menos peligrosas. Me dije que era un detalle melodramático.

»El ídolo que representaba a Kali era más pequeño que el de Kalighat, aunque también más delgado y oscuro, de mirada más penetrante y, en conjunto, más terrible. Bajo la luz difusa y temblorosa parecía que la boca ora se estuviera abriendo más, ora se cerrara ligeramente esbozando una sonrisa cruel. La estatua había sido pintada recientemente. Sus senos estaban coronados por pezones rojos, las ingles eran oscuras y la lengua de un carmesí brillante. Los largos dientes aparecían muy, muy blancos en la oscuridad, y los oblicuos ojos vigilaban mientras nos acercábamos.

«Había otras dos diferencias visibles. La primera era que el cadáver sobre el que el ídolo danzaba era real. Pudimos olerlo tan pronto como entramos en el templo propiamente dicho. El hedor se mezclaba con el aroma pesado del incienso. El cadáver era el de un hombre, blanco, con los huesos visibles bajo la piel apergaminada, moldeada su forma en actitud de muerte con la habilidad de un escultor. Uno de los ojos estaba ligeramente abierto.

»No me sorprendió del todo la presencia de un cuerpo. De acuerdo con la tradición, los Kapalikas llevaban gargantillas de cráneos y violaban y sacrificaban a alguien virgen antes de cada ceremonia. Sólo unos días antes Sanjay había bromeado con la posibilidad de que yo fuera el ser virgen elegido. Pero en aquellos momentos, en la oscuridad del templo en el almacén, con el hedor putrefacto en nuestro olfato, me sentí satisfecho de que no hubiera señal alguna de que pensaran llevar a cabo semejante tradición.

»La segunda diferencia en la estatua era menos perceptible y, si cabía, más aterradora. Kali seguía alzando furibunda sus cuatro brazos, colgándole de una mano la soga, de la otra la calavera. De una de las que tenía en alto la espada. Pero la cuarta mano estaba vacía. Donde debiera haberse encontrado una cabeza cortada sólo había aire. Los dedos del ídolo no agarraban nada. Sentí que el corazón empezaba a latirme descompasadamente y al mirar de reojo a Sanjay me di cuenta de que él también intentaba dominar su terror. El olor de nuestro sudor se mezcló con el aroma sagrado del incienso y el hedor de la carne corrompida.

»Entraron los Kapalikas. No vestían túnicas ni indumentarias especiales. Muchos llevaban el sencillo
dhoti
blanco tan común en las zonas rurales. Todos eran hombres. Aquello estaba demasiado oscuro para distinguir señal alguna de la casta de los brahmanes pero di por descontado que allí debía de haber varios sacerdotes. En total eran cincuenta. El hombre vestido de negro que nos acompañara hasta el almacén se había fundido entre las sombras que dominaban la mayor parte del recinto, y yo no albergaba la menor duda de que por allí debía de haber mucha más gente invisible.

»Además de Sanjay y yo había otros seis iniciados. No reconocí a ninguno de ellos. Formamos un tembloroso semicírculo frente al ídolo. Los Kapalikas se colocaron detrás de nosotros y empezaron a cantar. Mi inútil lengua apenas podía formular las respuestas y éstas siempre llegaban con un segundo de retraso. Sanjay renunció a su intento de participar en la letanía y mantuvo una leve sonrisa durante todo el servicio religioso. Tan sólo sus labios blancos revelaban su tensión. Los dos seguíamos sin poder apartar la vista de la mano vacía de Kali.

»La canción era de las de mi infancia. Yo asociaba su letra a la luz del sol iluminando un templo de piedra, la promesa de días festivos y el aroma de pétalos dispersos. En aquellos momentos, mientras cantaba en plena noche con el hedor de carne putrefacta invadiendo la húmeda atmósfera, las palabras adquirían un significado diferente.

¡Oh Madre mía,

Hija de la Montaña!

El mundo sufre,

Su carga pertenece al pasado;

Jamás languidezco, jamás siento sed,

Por su reino vano.

Los pies de ella son sonrosados,

Un refugio libre de temor;

La Muerte puede musitar: "Estoy cerca ";

Ella y yo nos encontraremos sonrientes.

»El servicio terminó de repente. No hubo procesión. Uno de los Kapalikas se situó en el estrado bajo, a los pies del ídolo. Mis ojos ya se habían acostumbrado a la oscuridad. Me pareció reconocer a aquel hombre. Era una personalidad importante de Calcuta. Tenía que ser importante si yo podía reconocer su rostro habiendo vivido en la ciudad tan sólo unos meses.

»El sacerdote habló con tono quedo, su voz casi se perdía con el ruido del río. Habló de la sagrada sociedad de los Kapalikas. "Muchos son los llamados —salmodió— pero pocos los elegidos." Nuestra iniciación comprendería un período de tres años. Emití una exclamación ahogada al escuchar aquello, pero Sanjay se limitó a asentir. Entonces me di cuenta de que Sanjay sabía más sobre lo que suponía la iniciación de lo que me había dicho.

»—Se os pedirá que hagáis muchas cosas para demostrar vuestra valía y vuestra fe en Kali —continuó el sacerdote en tono amable—. Ahora todavía podéis retiraros, pero una vez que hayáis emprendido el Sendero no podréis retroceder.

»Entonces se hizo un silencio. Miré a los otros iniciados. Ninguno se movió. Podría haberme ido entonces... "podría" haberme ido... si Sanjay no hubiera permanecido donde estaba, inmóvil, con los labios apretados en una sonrisa exangüe. Además, yo mismo sentía las piernas demasiado pesadas para poder moverlas. Me dolían las costillas por el golpeteo de mi corazón. Apenas podía respirar. Pero no pude irme.

»—Muy bien —continuó el sacerdote de Kali—. Ahora se os pedirá que cumpláis con dos deberes antes de que mañana, a medianoche, volvamos a reunimos. El primero de ellos podéis hacerlo ahora.

»Dicho lo cual el sacerdote sacó una pequeña daga de entre los pliegues de su
dhoti
. Oí la rápida aspiración de Sanjay al tiempo que la mía propia. Los ocho permanecimos allí más erguidos, alerta y alarmados. Pero el Kapalika se limitó a sonreír y aplicó la hoja sobre la suave piel de su palma. Brotó lentamente un fino reguero de sangre que parecía negra a la luz de la vela. El sacerdote se guardó de nuevo la daga y luego tomó lo que parecían varias briznas de hierba del puño cerrado del cadáver que se encontraba bajo el pie del ídolo. Alzó a la luz una de aquellas briznas de hierba. Luego colocó sobre ella la palma de su mano herida. Resultaba claramente audible el ruido de la sangre goteando lentamente sobre el suelo de piedra. Un extremo de aquella brizna, de unas siete centímetros, quedó salpicada por algunas de aquellas lágrimas carmesí. De inmediato surgió de la oscuridad otro de los Kapalikas, recogió todas las briznas de hierba y, dándonos la espalda, se acercó al ídolo.

»Cuando se alejó, las briznas resultaban apenas visibles, asomando del puño apretado de la diosa Kali. No había forma de saber cuál de ellas había resultado marcada con la sangre del sacerdote.

»—Podéis acercaros —dijo el sacerdote. Señaló a Sanjay—. Aproxímate a la diosa. Recibe tu regalo de la
jagrata
.

»Hay que reconocer que Sanjay vaciló tan sólo la más mínima fracción de un segundo. Se adelantó. La diosa pareció ganar en estatura al detenerse Sanjay bajo el brazo extendido.

»Sanjay levantó el brazo, cogió una brizna y de inmediato la encerró entre sus palmas. Sólo cuando se incorporó de nuevo a nuestro círculo abrió las manos y la miró. No estaba marcada.

»El siguiente en ser convocado fue un hombre gordo que se encontraba en el extremo más alejado de la fila. Las piernas le temblaban de manera visible al acercarse a la diosa. Al igual que hiciera Sanjay ocultó de manera instintiva la brizna que rápidamente cogiera. Del mismo modo que iríamos haciendo todos. Luego la mostró, virgen de toda mácula. Podía leerse el alivio en cada pliegue de su cara.

»La escena se repitió con el tercer hombre, que no fue capaz de ahogar una leve exclamación al mirarse las manos y ver en ellas la brizna limpia. Y también con el cuarto hombre que emitió un sollozo involuntario al coger la cuarta. Los ojos de la diosa miraban hacia abajo; desde nuestra llegada parecía como si su lengua roja se hubiera alargado algunos centímetros. La cuarta brizna apareció impoluta.

»Yo era el quinto de los elegidos. Mientras me acercaba a la diosa me pareció verme a mí mismo desde una gran distancia. Resultaba imposible no mirarla a la cara antes de alargar la mano. El lazo colgaba. Las cuencas vacías de los ojos miraban desde el
khatvanga
. La espada era de acero y parecía estar afilada como una navaja. Mientras me encontraba allí plantado pareció salir un gorgoteo del cadáver contorsionado. Debió de tratarse tan sólo del río que fluía por debajo de nosotros.

»Los fríos dedos de piedra de la diosa parecían reacios a soltar la brizna de hierba que yo elegí. Me dio la impresión de que apretaba la mano mientras yo tiraba. Finalmente salió y sin pensarlo la encerré entre mis manos. Ni siquiera yo había podido verla con aquella tenue luz. Recuerdo el gran júbilo que me embargó al reincorporarme al círculo. Sentí una decepción extraña cuando, al levantar la mano, hice girar entre los dedos aquella fina brizna sin encontrar marca alguna. Eché hacia atrás la cabeza y miré directamente a los ojos de la diosa. Ahora su sonrisa parecía más amplia, más blancos sus largos dientes. El sexto hombre era más joven que yo, poco más que un muchacho. Sin embargo caminó resuelto hasta la
jagrata
, y eligió su brizna de hierba sin la menor vacilación. Cuando regresó al círculo la levantó en alto y de inmediato todos nosotros pudimos ver la mancha roja. De hecho cayó al oscuro suelo una última gota.

»Contuvimos el aliento esperando... ¿qué? No ocurrió nada. El sacerdote señaló al séptimo hombre y éste reclamó su brizna limpia. El último hombre cogió la última brizna del puño de la diosa. Permanecimos en el círculo silenciosos, expectantes, esperando durante lo que pareció mucho tiempo, preguntándonos qué estaría pensando el muchacho, haciendo cábalas sobre lo que iba a ocurrir a continuación. ¿Por qué no echaba a correr? Luego se me ocurrió que, si bien estaba seguro de que, en cierta manera, el muchacho se había convertido en el ungido de Kali, ¿no sería posible que lo que en realidad significara fuese que era el único "dispensado" de cierta suerte en vez de el elegido para ella? "Muchos son los llamados, pocos los elegidos", había dicho el sacerdote, en lo que a mí me había parecido una parodia deliberada de la aburrida cháchara de los misioneros cristianos que vagaban por las plazas cercanas al Maidan. Pero ¿y si significaba que el muchacho era el único al que hubiera sonreído aquella
jagrata
y aprobado para su admisión entre los Kapalikas? Sentí decepción al tiempo que alivio en mi confusa vorágine de ideas y aprensiones.

»El sacerdote volvió al estrado.

»—Ha quedado cumplido vuestro primer deber —dijo con calma—. El segundo deberá quedar terminado para cuando volváis mañana a medianoche. Id ahora a escuchar la orden de Kali, novia de Siva.

»Se adelantaron dos hombres de negro y nos hicieron ademán de que les siguiéramos. Así lo hicimos, hasta llegar al extremo más alejado del templo almacén, ante una pared en la que se abrían pequeñas alcobas cubiertas con cortinas negras. Los Kapalikas fueron distribuyéndonos como los encargados del orden en una boda, destinándonos un cubículo a cada uno de nosotros, y luego avanzando unos pasos para indicar al siguiente su lugar. Sanjay penetró en su alcoba oscura y yo, de manera inconsciente, me detuve un segundo mientras el hombre de negro que estaba delante de mí me indicaba que entrase.

»El cubículo era muy pequeño y, hasta donde yo podía ver, se hallaba desprovisto de muebles o adornos en las tres paredes de piedra. El hombre vestido de negro musitó: "Arrodíllate." Le obedecí. Luego, él cerró la pesada cortina.

»Reinaba una quietud mortal, en aquel ardoroso silencio ni siquiera penetraba el ruido del río. Decidí concentrarme en los latidos de mi corazón, y había contado veintisiete cuando una voz me susurró al oído.

»Era una voz de mujer. O una voz suave, asexuada. Pegué un salto y alargué los brazos, pero allí no había nadie.

»—Tienes que traerme una ofrenda —musitó la voz.

»Volví a arrodillarme temblando, esperando otro sonido o que algo me tocara. Un segundo después apartaron la cortina y yo me levanté y abandoné la alcoba.

»Habíamos vuelto a formar ya el semicírculo de iniciados delante del ídolo, cuando advertí que allí sólo estábamos siete. "Bien —me dije— habrá salido corriendo." Y entonces Sanjay me tocó el brazo e hizo una señal en dirección a la diosa. El cuerpo desnudo sobre el que danzaba era más joven y fresco. Y no tenía cabeza.

»Ya no estaba vacía la cuarta mano de la diosa. El bulto que sujetaba por el pelo oscilaba ligeramente. Aquel rostro joven tenía una expresión de mansa sorpresa. El goteo producía sobre el suelo un apacible sonido de lluvia.

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