La canción de Kali (14 page)

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Authors: Dan Simmons

Tags: #Terror

BOOK: La canción de Kali
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»—La diosa se sentirá muy complacida de recibir vuestra carne mezclada con sangre.

»Los demás sacerdotes se movieron todos al unísono. Las hojas se deslizaron sobre nuestras palmas como si los Kapalikas estuvieran cortando bambú. Un grueso trozo de la parte carnosa de mi palma quedó limpiamente cortado deslizándose por la hoja. Todos lanzamos una exclamación entrecortada, pero sólo el hombre gordo gritó de dolor.

»—Tú, oh gran diosa, que gustas de la carne del sacrificio. Acepta la sangre de este hombre junto con su carne.

»Aquellas palabras no eran nuevas para mí. Las había oído todos los meses de octubre durante nuestro modesto
Kali Puja
en nuestra aldea. Todos los niños bengalíes conocen la letanía. Pero jamás había visto otra cosa que no fuesen sacrificios simbólicos. Nunca había visto a un brahmán mantener en alto un rosado círculo de mi carne y luego inclinarse para meterlo en la boca abierta de un cadáver.

»Luego el hombrecillo sonriente, apologético, que tenía enfrente, me cogió la mano herida y volvió la palma hacia abajo. Detrás de nosotros los Kapalikas empezaron a recitar al unísono el más sagrado de los
Gayatri mantri
mientras que las oscuras gotas caían lentas y densas sobre la blanca superficie de aquella cosa ahogada que tenía delante de mis rodillas.

»Terminó el
mantra
y mi sacerdote-banquero sacó hábilmente un lienzo de su túnica y me vendó la mano. Rogué a la diosa que aquello acabara pronto. De repente me sentía como vacío y enfermo. Los brazos me empezaron a temblar y por un momento temí que pudiera desfallecer. El hombre gordo situado a tres puestos de mí perdió el conocimiento, cayendo hacia delante sobre el pecho helado del cadáver de la vieja desdentada que él llevara. Su sacerdote le ignoró y volvió a sumirse en la oscuridad con los otros.

»"Por favor, diosa, permite que esto termine", suplicaba yo.

»Pero no terminó. No todavía.

»El primero de los brahmanes levantó la frente, que tenía apoyada sobre el pie de la
jagrata
, y se volvió hacia nosotros. Caminó lentamente a lo largo de nuestro semicírculo como inspeccionando los cuerpos que habíamos llevado como ofrendas. Se detuvo durante un interminable momento delante de mí. Yo me sentí incapaz de levantar los ojos para encontrarme con los suyos. Estaba convencido de que el cadáver del ahogado no sería considerado de valor alguno. Seguía exhalando un hedor a cieno del río y corrupción, como si fuera el inmundo aliento de su buche abierto. Pero un instante después el sacerdote siguió caminando en silencio. Inspeccionó la ofrenda de Sanjay y luego siguió adelante.

»Me arriesgué a mirar de reojo en el preciso momento en que el pie descalzo del sacerdote apartaba bruscamente al hombre gordo de su fría almohada. Otro Kapalika se abalanzó presuroso y rápidamente volvió a colocar el cráneo infantil en su sitio, sobre el vientre hundido del cadáver. El iniciado gordo yacía inconsciente junto a su fría vieja, dos improbables amantes interrumpidos en su abrazo. Pocos de nosotros dudábamos de cuál sería el siguiente semblante que la oscura diosa alzaría por el pelo.

»Apenas había logrado dominar mis temblores cuando me encontré de nuevo delante al sacerdote. Esta vez chascó los dedos y otros tres Kapalikas acudieron a reunirse con él. Percibí el deseo casi desesperado de Sanjay de apartarse de mí. Me había invadido una gran frialdad, entumeciendo mi mano palpitante, extinguiendo mi miedo y vaciando mi mente. Estuve a punto de echarme a reír en voz alta cuando los Kapalikas se inclinaron hacia mí. Decidí no hacerlo.

»Tiernamente, casi con cariño, levantaron la hinchada excrecencia que era aquel cuerpo y lo llevaron hasta la losa que había al pie del ídolo. Luego me hicieron seña de que me adelantara y me reuniera con ellos.

»Los minutos siguientes se confunden en mi memoria como ensoñaciones a medio capturar. Recuerdo que me arrodillé con los Kapalikas delante de aquella cosa muerta e informe. Creo que recitamos el
Purusha Sukta
, del décimo
Mándala
del
Rig-Veda
. Otros llegaron de entre las sombras con herradas de agua para bañar la carne putrefacta de mi ofrenda. Recuerdo que encontré muy cómica la idea de bañar a alguien que había pasado tanto tiempo en el río sagrado. No reí.

»El primer sacerdote mostró la brizna de hierba en la que todavía podía verse la sangre seca que decidiera la suerte del joven iniciado la noche anterior. El sacerdote sumergió la brizna en un cáliz con engrudo negro y pintó unos semicírculos sobre las cuencas del cuerpo donde una vez unos ojos miraron el mundo. Yo había visto efigies sagradas pintadas así, y una vez más hube de dominar mi ansia de reír al darme cuenta de que aquello tan señalado debían de ser los párpados. En las ceremonias de nuestra aldea, semejante ritual concedía el don de la vista a la forma modelada en arcilla.

»Otros hombres se acercaron para colocar hierba y flores sobre la frente del cadáver. El alto y terrible ídolo de Kali miraba hacia abajo mientras recitábamos ciento ocho veces el básico
mula-mantri
. De nuevo el sacerdote se inclinó hacia delante, esa vez para tocar cada una de las extremidades y aplicar su pulgar a la tumefacta carne blanca donde un día latiera un corazón. Luego, todos juntos proferimos una variante del
manirá
védico que terminaba: "Om, haz que Vishnu te dote de genitales, Tvasta modele la forma, Prajapati proporcione el semen y Kali reciba tu semilla."

»Una vez más el coro de voces inundó la oscuridad y se alzó con el cántico del veda más sagrado, el
Gayatri manirá
. Fue precisamente entonces cuando hubo un gran estruendo y se alzó un poderoso viento que invadió el templo. Por un instante demencial estuve convencido de que el río estaba subiendo para reclamarnos el cuerpo.

»De hecho el viento se sentía frío mientras rugía a través del templo, revolviéndonos el pelo, haciendo ondear el tejido blanco de nuestros
dhotis
y apagando la mayoría de las velas que formaban hilera detrás de nosotros. Hasta donde yo puedo claramente recordar, el templo nunca se quedó totalmente a oscuras. Algunas de las velas siguieron ardiendo mientras sus llamas danzaban bajo la misteriosa brisa. Pero si aún había luz, fuera la que fuese, lo que no puedo explicar es lo ocurrido a continuación.

»No me moví. Seguía arrodillado a menos de un metro del ídolo y de su ungida ofrenda. Tampoco percibí cualquier otro movimiento salvo el de unos Kapalikas detrás de nosotros encendiendo de nuevo algunas velas. Se necesitaron sólo unos segundos para ello. Luego el viento se extinguió, el ruido quedó ahogado y la
jagrata
Kali quedó una vez más iluminada desde abajo.

»El cuerpo había cambiado.

»La carne seguía siendo de un blanco macilento, pero ahora el pie de Kali reposaba sobre un cuerpo que era visiblemente el de un hombre. Estaba desnudo como lo estuviera antes, en la frente seguía teniendo flores, el engrudo negro seguía sobre sus ojos, pero un pálido órgano sexual le pendía fláccido donde segundos antes sólo había una pústula putrefacta. La cara no estaba completa, ya que aquella cosa seguía sin tener labios, párpados o nariz, pero el arrumado semblante podía reconocerse como humano. Los ojos ocupaban ya las cuencas de la cara. Podían verse heridas abiertas en la carne blanca, pero los huesos astillados habían desaparecido.

»Cerré los ojos y recité en silencio una plegaria... no recuerdo a cuál de las deidades. Una exclamación entrecortada de Sanjay me hizo volver a mirar.

»El cuerpo respiraba. El aire silbaba a través de la boca abierta y el pecho cadavérico se alzó una vez, dos, hasta que finalmente se fijó un ritmo laborioso y pesado. De repente, con un movimiento flexible el cuerpo se incorporó, quedando sentado. Lentamente, con la mayor de las reverencias, besó la planta del pie de Kali con su boca sin labios. Luego, sacando las piernas de la base del ídolo se puso vacilante en pie. El rostro se volvió directamente hacia mí y pude ver aberturas de carne húmeda donde un día estuviera la nariz. Dio un paso hacia delante.

»Yo no podía apartar los ojos mientras aquella forma elevada recorría muy tiesa la escasa distancia que nos separaba. Me dominaba desde su altura, ocultando a la diosa, salvo la cara enjuta, que miraba por encima de su hombro. Respiraba con dificultad, como si sus pulmones estuvieran todavía llenos de agua. En realidad, cada vez que la mandíbula de aquella cosa caía ligeramente al andar, el agua brotaba de la boca abierta cayéndole sobre el pecho palpitante.

»Sólo cuando estuvo delante de mí, a un solo paso de distancia, fui capaz de bajar los ojos. El hedor del río flotaba sobre mí como una niebla. Aquella cosa resucitada levantó lentamente su palma blanca hasta tocarme la frente. La carne era fría, suave, ligeramente húmeda. Todavía después de apartar su mano y dirigirse lentamente hacia el iniciado inmediato seguía sintiendo la huella de su palma sobre mis ojos, abrasando mi piel enfebrecida como una llama fría.

»Los Kapalikas comenzaron su cántico final. Aun sin quererlo mis labios se movieron, uniéndose a la plegaria.

Kali, Kali, balo bhai

Kali bai aré gaté nai.

Oh hermanos, tomad el nombre de Kali

No hay refugio salvo en ella.

»Acabó el himno. Los dos sacerdotes se reunieron con el primer brahmán para ayudar al recién despertado a llegar hasta las sombras del fondo del templo. Los demás Kapalikas desfilaron en otra dirección. Miré en derredor de nuestro círculo interior y me di cuenta de que el hombre gordo ya no se encontraba entre nosotros. A los seis nos dejaron allí bajo la luz difusa y mirándonos unos a otros. Tal vez transcurriera un minuto antes de que regresara el sacerdote principal. Iba vestido igual, tenía el mismo aspecto, pero era "diferente". Sus andares tenían un sello de tranquilidad, su actitud era natural. Me recordaba a un actor después de haber interpretado una obra de éxito, moviéndose entre la audiencia, desprendiéndose de un personaje para asumir otro.

»Sonrió, se acercó con aspecto feliz a nosotros y nos estrechó la mano uno por uno al tiempo que nos iba diciendo:

»—
Namaste
. Ahora ya eres Kapalika. Espera la próxima llamada de tu bienamada diosa.

»Cuando me lo dijo a mí el tacto de su mano sobre la mía fue menos real que la huella que todavía me quemaba la frente.

»Un hombre vestido de negro nos condujo hasta la antesala, donde nos vestimos en silencio. Los otros cuatro se despidieron y se fueron juntos, charlando como escolares a los que hubieran dado asueto. Sanjay y yo nos quedamos allí, solos, junto a la puerta.

»—Somos Kapalikas —musitó Sanjay. De repente hizo una sonriente mueca y me alargó la mano. Lo miré, miré su mano abierta y escupí al suelo. Luego, volviéndole la espalda, abandoné el templo sin decir palabra.

»Desde entonces no he vuelto a verlo. Durante meses he ido de un lado a otro de la ciudad, durmiendo en lugares ocultos, sin confiar en nadie. Siempre he estado esperando y temiendo la "llamada de mi bienamada diosa". No la hubo. Al principio me sentí aliviado. Luego, más asustado que al comienzo. Ahora ya no me importa. Recientemente he vuelto con toda tranquilidad a la ciudad, a las calles familiares y a los lugares que una vez frecuentara. Lugares como éste.

»La gente parece saber que he cambiado. Si unos conocidos me ven se alejan. La gente me mira por la calle y me deja paso. Tal vez ahora sea un intocable. Acaso sea un Kapalika a pesar de mi precipitada huida. No lo sé. Jamás he vuelto al templo o al Kalighat. Tal vez esté marcado, no como Kapalika sino como presa de los Kapalikas. Espero encontrar la respuesta.

»Me gustaría abandonar para siempre Calcuta pero no tengo dinero. Soy tan sólo una pobre persona de la casta sudra, de la aldea de Anguda, aunque también alguien que acaso nunca sea capaz de volver a ser lo que era.

»Tan sólo el señor Krishna ha seguido siendo mi amigo. Fue él quien vino a buscarme para que le contara mi historia. Ahora ya he acabado con ella.»

La voz de Krishna apenas se quebró al traducir la última frase. Parpadeé y miré en derredor. Los pies del propietario sobresalían del lugar en el que dormía, en el suelo, detrás del mostrador. La habitación estaba tranquila. No llegaban ruidos desde el exterior del edificio. Mi reloj marcaba las dos y veinte. Me puse bruscamente en pie derribando sin querer la silla. Me dolía la espalda y tenía decaído el espíritu a causa de la descompensación del
jet lag
y la fatiga. Me estiré y me di un masaje en los músculos del espinazo.

Muktanandaji parecía exhausto. Se había quitado las gruesas gafas y se frotaba los ojos y el puente de la nariz con gesto cansino. Krishna echó mano del resto de café frío de Muktanandaji, se lo bebió de un trago e intentó repetidas veces aclararse la garganta.

—¿Desea hacer alguna pregunta, señor Luczak?

¿Me quedé mirando a ambos. No estaba seguro de que la voz me respondiera. Krishna se limpió la nariz hurgándose ruidosamente con los dedos, escupió al suelo y habló de nuevo.

—¿Tiene alguna pregunta, señor?

Los miré unos segundos más sin contestar, con el rostro impasible.

—Sólo una pregunta.

Krishna enarcó las cejas con gesto cortés.

—¿Qué diablos... —empecé diciendo—, qué coño tiene que ver esa... esa historia... con el poeta M. Das?

Mi puño pareció descargarse sobre la mesa por impulso propio. Las tazas de café saltaron.

Fue Krishna quien a su vez se quedó mirándome. Una mirada que pareció recordarme la de mi maestra del parvulario cuando tenía cinco años, un día en que me ensucié en los pantalones durante la siesta. Krishna se volvió hacia Muktanandaji y dijo cinco palabras. El joven se puso de nuevo con gesto fatigado las gafas y contestó con una brevedad aún mayor.

Krishna me miró.

—Seguramente tiene que saber que estábamos hablando de M. Das.

—¿Qué? —pregunté estúpidamente—: ¿Quién? ¿Qué mierda intenta colocarme? ¿Quiere decir que el sacerdote era el gran poeta M. Das? ¿Habla en serio?

—No —dijo Krishna con voz neutra—. No se trata del sacerdote.

—¿Entonces quién...?

—El sacrificio —pronunció Krishna lentamente como si se estuviera dirigiendo a un chiquillo obtuso—. La ofrenda. M. Das era el ser al que el señor Muktanandaji había llevado como sacrificio.

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