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Authors: Dan Simmons

Tags: #Terror

La canción de Kali (38 page)

BOOK: La canción de Kali
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Abe tenía razón. La revista era absolutamente manejable. En el colegio estaban emocionados sólo de pensar que el apartado de correos de
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era el suyo, y su amabilidad llegó al punto de reducir a la mitad mi horario de enseñanza sin que ello repercutiera en el sueldo. Sospecho que me hubieran pagado incluso sin dar clases si mi mera presencia lograba mantener a Amrita en su departamento de matemáticas. Por su parte Amrita se muestra complacida ante el fácil acceso a la terminal del ordenador del colegio que comparte el tiempo con algún monstruoso ordenador Cray en Denver.

—Este lugar se mantiene al día —me dijo recientemente.

Claro que, de camino hacia el edificio donde enseña matemáticas, es evidente que no se ha fijado en los anticuados dormitorios, los edificios cenicientos y la minúscula biblioteca.

Me resulta razonablemente fácil editar una revista literaria de la costa este en la cumbre de una montaña de Colorado, aun cuando haya de hacer cinco o seis viajes al año para tratar con los impresores y visitar a algunos de los escritores y patrocinadores. Amrita ha llegado a comprometerse con la publicación y ha resultado tener una energía sorprendente como lectora. Dice que su experiencia en lenguaje y matemáticas le ha proporcionado un sentido del equilibrio simbólico, aunque me pregunto qué diablos querrá decir eso. Pero fue Amrita quien me incitó a contar con más escritores del oeste, incluidos Joanne Greenberg y el «Poeta vaquero» de Creed.

Los resultados han sido alentadores. Recientemente han aumentado las suscripciones, hemos establecido puntos de «sírvase usted mismo» y, al parecer, nuestros antiguos lectores siguen manteniéndose leales. Ya veremos.

No he vuelto a escribir poesía. No desde Calcuta.

El Canto de Kali jamás se extingue por completo. Para mí es un sonido de fondo similar a la música discordante que llega a través de una emisora de radio mal sintonizada. Todavía sigo soñando con que atravieso residuos embarrados tropezando con cuerpos envueltos en cosas grisáceas mientras unas lejanas chimeneas escupen llamas que lamen las nubes bajas. Algunas noches sopla el viento y me levanto, voy hasta el ventanal delantero de la cabaña y miró a través de la oscuridad, y escucho el hurgar de seis extremidades, fuera, sobre las rocas. Y entonces espero, pero el flaco rostro de boca hambrienta y ojos sedientos permanece en la oscuridad, retenida por... ¿por qué? No lo sé.

Pero aún sigue entonándose el Canto de Kali.

Recientemente, no lejos de nosotros, una mujer mayor y su hija ya crecida, considerándose ambas unas «buenas cristianas» asaron a su nieto en el horno para sacarle los demonios que lo hacían llorar durante la noche.

Uno de mis estudiantes de aquí tiene un parentesco lejano con el estudiante de secundaria de California que recientemente violó y asesinó a su amiga y luego, durante tres días, llevó a catorce de sus amigos a que contemplaran el cuerpo. Uno de los chicos dejó caer un ladrillo sobre el cuerpo para asegurarse de que estaba muerta. Ninguno de ellos pensó en denunciarlo a las autoridades.

Uno de los nuevos impresores que conocí en Adamsons, en Nueva York, era Siem Ry, un refugiado de Phnom Penh de cuarenta y dos años. Allí había tenido su propia imprenta, y hacía algunos años que a base de sobornos había logrado pasar a Tailandia y finalmente a Estados Unidos. Logró llegar a Adamsons después de haber empezado de nuevo como aprendiz de impresor. Después de unas cuantas copas, Ry me habló de la evacuación forzosa de la ciudad y de la obligada marcha durante ochenta días que acabó con sus padres. Me habló con voz queda del campo de trabajo que había reclamado a su mujer, y de aquella mañana en que se despertó para encontrarse con que se habían llevado a sus tres hijos a «un campamento de trabajo educacional» en un remoto lugar del país. Ry me describió un campo que tuvo que atravesar en su huida. Me contó que una zona de unos dos mil metros cuadrados de extensión estaba cubierta de cráneos humanos apilados hasta una altura de un metro.

«La Era de Kali ha empezado.»

La semana pasada me acerqué al remolque-biblioteca y leí sobre el llamado «Agujero Negro de Calcuta». Hasta entonces sólo había sido una frase para mí. Los detalles históricos tampoco eran, en verdad, de gran relevancia. En pocas palabras, el Agujero Negro no era otra cosa que una habitación sin ventilación atestada de gente hasta rebosar durante una de las rebeliones esporádicas del siglo pasado.

Pero la frase todavía me atormenta. He desarrollado una teoría sobre Calcuta, aunque lo de teoría resulte demasiado pomposo para una opinión intuitiva.

Creo que, en realidad, hay agujeros negros. Agujeros negros en el espíritu humano. Y lugares reales en los que, a causa de la densidad o la miseria, o la pura perversidad humana, el tejido de las cosas llega a desgarrarse y ese núcleo negro que hay en nosotros engulle al resto.

Leo los periódicos, paseo la vista en derredor y tengo la abrumadora sensación de que esos agujeros negros se van haciendo más grandes, más corrientes, alimentando su propio apetito perverso. No están limitados a ciudades desconocidas de países lejanos.

Sin referir a Amrita nada de esto le pregunté recientemente sobre los agujeros negros astronómicos. Me dio una larga explicación basada en su mayor parte en el trabajo de un hombre llamado Stephen Hawking, en gran parte técnica y en su mayoría indescifrable para mí. Pero sentí interés por un par de cosas que había mencionado. En primer lugar dijo que parecía como si la luz y otras energías capturadas fueran capaces, después de todo, de escapar de los agujeros negros astronómicos. He olvidado los detalles de su explicación, pero la impresión que obtuve fue que aunque era imposible salir trepando de un agujero negro, la energía podía «canalizarse» hacia otro lugar y tiempo. Y en segundo lugar dijo que aunque toda la materia y energía del universo fueran engullidas por agujeros negros eso sólo serviría para asegurar que la masa aparecería entera en otro Big Bang que iniciaría lo que ella llamó un «Nuevo Universo Libre» con nuevas leyes, nuevas estructuras y nuevas galaxias de centelleante luz.

Tal vez. Estoy sentado en la cumbre de una montaña, urdiendo débiles metáforas mientras recuerdo sin cesar una pálida mejilla sobre un chal sucio. A veces me toco la palma de la mano en un intento por recordar la sensación de la última vez que tuve la cabeza de Victoria en su hueco. «Cuida de mamá hasta que vuelva. ¿De acuerdo, enanita?»

Y el viento se levanta fuera y las estrellas titilan con el frío de la noche.

Amrita está encinta. Todavía no me lo ha dicho, pero sé que su médico se lo confirmó hace dos días. Creo que está preocupada por mi posible reacción. No necesita estarlo.

Hace un mes, poco antes de que empezara el nuevo curso en septiembre, Amrita y yo fuimos en el Bronco hasta el final de un viejo camino minero, y luego caminamos con la mochila cinco kilómetros sierra arriba. No se escuchaba más sonido que la brisa a través de los pinos, debajo de nosotros. Los valles o nunca estuvieron habitados o quedaron abandonados al agotarse las minas. Exploramos algunos de los viejos yacimientos y luego cruzamos a otra loma, desde donde pudimos ver cumbres nevadas proyectándose en todas direcciones, hasta la curva del planeta y más allá. Nos detuvimos para observar a un halcón volando en círculos silenciosos a unos mil metros sobre nuestras cabezas.

Aquella noche acampamos cerca de un lago, un círculo perfecto y pequeño de agua de nieve dolorosamente fría. Hacia medianoche apareció la luna en cuarto creciente y proyectó un brillo pálido sobre las cumbres que nos rodeaban. Cerca de nosotros, sobre la vertiente rocosa, retazos de nieve captaban la luz de la luna. Aquella noche Amrita y yo hicimos el amor. No era la primera vez desde Calcuta, pero era la primera vez que fuimos capaces de olvidarnos de todo, salvo de nosotros mismos. Más tarde Amrita se quedó dormida con la cabeza sobre mi pecho mientras yo seguía allí tumbado contemplando los meteoros Perseidas en su ruta a través del cielo nocturno de agosto. Conté hasta veintiocho antes de quedarme dormido.

Amrita tiene treinta y ocho años, casi treinta y nueve. Estoy seguro de que su médico le recomendará la amniocéntesis. Le insistiré para que no la acepte. La amniocéntesis es sobre todo recomendable cuando los padres están dispuestos a abortar el feto en el caso de que éste presente problemas genéticos. No creo que nosotros lo estemos. Y también creo, con fe muy arraigada, que no habrá problemas.

Sería preferible que esta vez tuviéramos un niño, pero será maravilloso de una u otra forma. Un bebé en la casa nos traerá tristes recuerdos, aunque no más tristes que el dolor que hemos compartido durante tanto tiempo.

Aún sigo creyendo que existen lugares perversos para ser soportados. De vez en cuando sueño con nubes de hongos nucleares alzándose sobre una ciudad y figuras humanas danzando en la pira llameante que una vez fuera Calcuta.

En alguna parte hay tétricos coros dispuestos a proclamar la Era de Kali. Estoy seguro de ello. Estoy tan seguro como de que siempre habrá servidores para realizar su mandato.

«Toda violencia es poder, señor Luczak.»

Nuestro hijo nacerá en primavera. Quiero que él o ella conozca todos los placeres que encierran las laderas de las colmas bajo cielos límpidos, un chocolate caliente en una mañana de invierno, las risas en una tarde de sábado estival en unas praderas cubiertas de hierba. Quiero que nuestro hijo escuche las voces amigas de buenos libros y los silencios aún más cordiales en compañía de buenas gentes.

Hace años que no he escrito poesía, pero recientemente compré un libro grande, bien encuadernado, con las páginas en blanco y en él he escrito cada día. Se trata de una historia, en realidad de una serie de historias, sobre las aventuras de un grupo de amigos increíbles. Hay un gato que habla, un ratón intrépido y precoz, un centauro galante aunque solitario y una jactanciosa águila que tiene miedo de volar. Es una historia sobre el valor y la amistad, con pequeñas incursiones en lugares interesantes. Es un libro de cuentos para la hora de irse a dormir.

El Canto de Kali está con nosotros. Ha estado con nosotros durante mucho tiempo. Su coro crece sin cesar. Pero pueden oírse otras voces. Pueden entonarse otros cantos.

[1]
Juego de palabras con la pronunciación inglesa. La M se pronuncia en solitario «em» y la T, también en solitario, «ti», pronunciaciones que unidas suenan como empty, «vacío» en español.
(N. de la T.)

[2]
En español en el original. (N. de la T.)

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