La canción de Kali (8 page)

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Authors: Dan Simmons

Tags: #Terror

BOOK: La canción de Kali
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—¿Su aspecto? No, no lo creo. Ella... las estatuas... tienen cuatro brazos, ¿no?

Miré en derredor y pensé si habríamos llegado ya a nuestro destino. Allí había pocos comercios. Me resultaba difícil imaginar que entre aquellas ruinas hubiera un café.

—¡Pues claro! ¡Pues claro! Es una diosa; evidentemente tiene cuatro brazos. Tiene que ver el gran ídolo en el Kalighat. Es la
jagrata
, la «muy despierta» Kali. Muy terrible. Hermosamente terrible, señor Luczak. En sus manos sostiene los
mudras
abhaya
y
vara
, los
mudras
que ahuyentan el miedo y reparten bendiciones. Pero muy terrible. Muy alta. Muy flaca. Tiene la boca abierta. Su lengua es larga. Tiene dos... ¿cómo se dice...? ¿Dientes de vampiro?

—¿Incisivos?

Me aferré a la funda húmeda del asiento, preguntándome adónde querría ir a parar Krishna. Giramos y bajamos por una calle más angosta y oscura.

—Ah, sí, sí. Es la única entre los dioses que ha conquistado el tiempo. Naturalmente, devora a todos los seres.
Purusam
,
asvam
,
gam
,
avim
,
ajam
. Sus hermosos pies patean un cuerpo. En los manos sostiene un
pasa
... un lazo corredizo
khatvanga
... ¿cómo es esa palabra...? Un palo. No, una vara con una calavera,
khadga
... una espada y una cabeza cortada.

—¿Una cabeza cortada?

—Ciertamente. Usted debe saber eso.

—Maldición, escúcheme, Krishna, ¿a qué viene todo este...?

—Ah, ya hemos llegado, señor Luczak. Baje. Por favor, deprisa. Llegamos con retraso. El café cierra a las once.

La calle era poco más que un callejón inundado por aguas procedentes de los albañales y de las lluvias. No se veían rótulos de almacenes o tiendas y mucho menos de un café. Los muros estaban a oscuras, salvo por el difuso reflejo de unas linternas que iluminaban desde una de las ventanas altas. El
coolie
había soltado las varas y estaba encendiendo una pequeña pipa. Yo seguí sentado.

—Deprisa, por favor —dijo Krishna, y chascó los dedos en mi dirección tal como le había visto hacerlo con los porteros.

Pasó por encima de un hombre que dormía en la acera y abrió una puerta que hasta entonces yo no había advertido. Una única bombilla iluminaba una escalera angosta y empinada. Hasta nosotros llegaron murmullos de conversiones.

Salté del
rickshaw
y lo seguí en dirección a la luz. En el rellano del segundo piso se abrió una puerta que daba a un amplio vestíbulo.

—¿Ha visto abajo, en la calle, la Universidad? —me preguntó Krishna por encima del hombro. Asentí, aunque los edificios que había visto no me parecieron más que almacenes—. Este es, naturalmente, el café de la universidad. No, no exactamente. La casa-café. Igual que en Greenwich Village, ¿verdad?

Krishna torció hacia la izquierda y me condujo hasta una habitación que era una auténtica caverna. El techo altísimo, las pesadas columnas y las paredes sin ventanas me recordaban un garaje que conocía cerca de Chicago Loop. A la luz difusa podían verse al menos cincuenta o sesenta mesas, aunque tan sólo estaban ocupadas unas cuantas. Aquí y allá jóvenes de aspecto serio, vestidos con amplias camisas blancas, estaban sentados a mesas rústicas pintadas de verde oscuro. Del techo, a una altura de unos seis metros, colgaban lentos ventiladores, y si bien no era perceptible movimiento alguno del aire húmedo, la luz de las bombillas, muy espaciadas entre sí, temblaba ligeramente dando a la escena un aspecto sombrío, estroboscópico, como de película muda.

—Una casa-café —repetí tontamente.

—Venga por aquí.

Krishna se abrió camino entre mesas atestadas hasta el rincón más lejano. En un banco construido en el mismo muro se encontraba sentado solo un joven de unos veinte años. Se levantó al acercarnos nosotros.

—Señor Luczak, le presento a Jayaprakesh Muktanandaji —dijo Krishna, dirigiéndose luego en bengalí al joven. La intensa penumbra me impedía ver claramente sus rasgos. Pero junto con un apretón de manos húmedo y vacilante pude apreciar un rostro delgado, unas gafas gruesas y un caso tan grave de acné que casi brillaban las pústulas.

Permanecimos en pie durante un silencioso minuto. El joven se frotó las palmas y miró subrepticiamente a los demás estudiantes sentados a las otras mesas. Algunos se habían vuelto al entrar nosotros, pero ninguno seguía mirándonos.

Nos sentamos al tiempo que un viejo poseedor de una enmarañada barba blanca nos traía café a la mesa. Las tazas estaban tremendamente desconchadas, con líneas de fractura que dibujaban ramas pálidas sobre la porcelana. El café era fuerte y sorprendentemente bueno, salvo por el hecho de que alguien le había añadido grandes cantidades de azúcar y leche agria. Tanto Krishna como Muktanandaji me miraron mientras el viejo permanecía inmóvil junto a nuestra mesa, de manera que rebusqué en mi cartera y saqué un billete de cinco rupias. El hombre, dando medio vuelta, se alejó sin dar cambio alguno.

—Al parecer, señor Muktanandaji —empecé a decir, orgulloso de haber recordado el nombre—, tiene usted cierta información sobre el poeta de Calcuta M. Das.

El muchacho inclinó la cabeza y le hizo un comentario a Krishna. Éste le contestó con brusquedad y se volvió hacia mí con su sonrisa de tiburón.

—El señor Muktanandaji no habla, siento decirlo, muy bien el inglés. En realidad no habla inglés, señor Luczak. Me ha pedido que yo traduzca para él. Si está preparado, señor Luczak, ahora él le contará su historia.

—Creí que iba a ser una entrevista.

Krishna alzó la palma de su mano derecha.

—Sí, sí. Tiene que entenderlo, señor Luczak. El señor Jayaprakesh Muktanandaji habla para usted sólo como un favor personal hacia mí, que en su día fui su maestro. Se siente muy reacio. Si quiere ser tan amable de dejarle contar su historia, yo traduciré lo mejor que pueda. Y luego si usted tiene preguntas yo se las haré al señor Muktanandaji.

«Maldición», me dije. Era la segunda vez en un día que había cometido el error de que Amrita no me acompañara. Consideré la posibilidad de cancelar o programar de nuevo la reunión, pero la descarté. Lo mejor sería terminar con aquello. Al día siguiente recibiría el manuscrito de Das y, con suerte, por la tarde volaríamos de nuevo a casa.

—Muy bien —acepté.

El joven se aclaró la garganta y se ajustó las gruesas gafas. Su voz tenía un tono todavía más agudo que el de Krishna. Al cabo de unas cuantas frases se detenía y se frotaba tontamente la cara o el cuello mientras Krishna traducía. Al principio aquellas pausas me parecieron irritantes, pero el flujo musical del bengalí, seguido del sonsonete apresurado del dialecto de Krishna ejercían sobre mí un efecto magnético, como de
manirá
. Era semejante al intenso estado de concentración y dedicación que uno consagra a una película extranjera debido, sencillamente, al esfuerzo de tener que leer los subtítulos.

En algunas ocasiones los interrumpí para hacer una pregunta, pero ello pareció trastornar a Muktanandaji, así que tras algunos minutos me limité a escuchar saboreando mi café, que se estaba enfriando. Krishna se volvía para decir algo en bengalí, y el muchacho contestaba. Y yo me maldecía por ser un cretino monolingüe. Me preguntaba si siquiera Amrita habría podido captar la esencia del bengalí hablado con tanta rapidez.

Al comenzar la historia me di cuenta de que estaba reorganizando mentalmente la sintaxis de Krishna, en ocasiones terrible, o sustituyendo sus expresiones, a veces cómicas, por la palabra adecuada. De vez en cuando tomaba notas en mi agenda, pero al cabo de un rato incluso eso me impedía seguir el relato, de manera que me guardé la pluma. Sobre nuestras cabezas los ventiladores giraban lentamente, la luz parpadeaba recordando a lejanos relámpagos de calor en una noche de verano, y dediqué toda mi atención a Jayaprakesh Muktanandaji, mientras su historia se iba desarrollando con la voz de Krishna.

6

UN RUEGO

Cuando muera
No arrojéis lejos la carne y los huesos
Mas bien amontonadlos
Y dejadlos que digan
Por su hedor
Qué valor tiene la vida
Sobre esta tierra
Qué valor tiene el amo
Al final.

KAMELA DAS

«Soy una persona pobre de la casta Sudra. Soy uno de los once hijos de Jagdisvaran Bibhuti Muktanandaji, que estuvo con Gandhiji en su Camino hacia el Mar.

»Mi casa está en la aldea de Anguda, que está cerca de Durgalapur, que se encuentra a lo largo de la línea férrea que conecta Calcuta con Jamshedpur.

»Es una aldea pobre y nadie fuera de ésta se ha tomado el menor interés por ella, salvo aquella vez en que un tigre se comió a dos de los hijos de Subhoranjan Venkateswarani y llegó un hombre de un periódico de Bhubaneshwar para preguntar a Subhoranjan Venkateswarani cómo se sentía al respecto.

»No lo recuerdo bien porque ocurrió durante la guerra...que fue unos quince años antes de que yo naciera.

«Nuestra familia no había sido siempre pobre. Mi abuelo, S. Mokeshi Muktanandaji, hubo un tiempo en que dejó dinero al prestamista de la aldea. Para cuando yo nací, el octavo de once hijos, hacía tiempo que nos había sido devuelto el dinero de mi abuelo y habíamos pedido más. Para pagar algo del interés de sus deudas, mi padre se vio obligado a vender las tres mejores hectáreas de sus tierras, las más cercanas a la aldea. De esa manera le quedaron seis hectáreas desperdigadas a lo largo de muchos kilómetros, para repartir entre los once que éramos. No se puede cultivar caña para dos novillos en una parcela tan pequeña.

»El problema pareció mejorar ligeramente cuando mi hermano mayor, Marmadeshwar, se fue a cumplir con sus deberes patrióticos en 1971, y al poco le mataron los pakistaníes. Aun así las perspectivas para el resto de nosotros no eran buenas. Entonces mi padre tuvo una idea. Durante ocho años yo había estudiado a media jornada en la Academia Cristiana de Agricultura, en Durgalapur. La escuela estaba patrocinada por el acaudalado señor Debee, del Centro Bengalí de Inseminación del Ganado. Era una escuela pequeña. Teníamos pocos libros y sólo dos profesores. Uno de ellos estaba enloqueciendo lentamente a causa de la sífilis.

»Pese a todo yo era el único miembro de la familia de mi padre que había asistido a la escuela, y éste decidió que iría a la universidad. Planeaba que fuera un doctor o, mejor aún, un mercader, y así traería mucho dinero a la familia. De esa manera también se resolvía el problema de mi cuota de menos de una hectárea de tierra. Para mi padre era evidente que a un doctor o a un rico mercader no le haría falta alguna una pequeña parcela de una pobre tierra de cultivo.

»Yo mismo tenía sentimientos encontrados sobre esa idea. Jamás había ido más allá de doce kilómetros de Anguda. Nunca había viajado en tren o en automóvil. Podía leer libros muy sencillos y escribir frases esenciales en bengalí, pero no tenía conocimiento alguno de inglés o hindi, y tan sólo el sánscrito suficiente para recitar algunos versos del
Ramayana
o del
Mahabharata
.

»En pocas palabras, no estaba seguro de encontrarme preparado para convertirme en doctor.

»Mi padre solicitó más dinero, esta vez en mi nombre, al prestamista de la aldea. Mi maestro, en su locura, escribió una recomendación para que fuera admitido en la Universidad de Calcuta, y se la dirigió a su antiguo instructor allí. Incluso el señor Debee, quien en sus días previos al cristianismo había jurado a Gandhiji que trabajaría humildemente por nuestras aldeas y que haría que sus cenizas fueran esparcidas en el sendero principal de Anguda, escribió una nota a la Universidad solicitando que tuvieran la amabilidad de admitir a un hijo de un campesino de casta inferior, pobre e ignorante, en sus honrosas aulas del conocimiento.

»El año pasado hubo una oportunidad. Pagué la mayor parte de mi dinero tomado a préstamo como
baksheesh
a mi maestro y al secretario del señor Debee y luego abandoné mi hogar por la gran ciudad. ¡Estaba aterrado!

»No describiré mis reacciones ante todas las maravillas de Calcuta. Baste decir que cada hora traía revelaciones maravillosas. Sin embargo pronto me sentí abatido. Mis magros fondos apenas bastaban para cubrir el primer semestre de mi instrucción, y no dejaba dinero suficiente para los costosos dormitorios o las pensiones estudiantiles próximas a la Universidad. Pasé mi primera semana en la ciudad durmiendo entre los arbustos del Maidan, pero las lluvias monzónicas y dos tundas de la policía me convencieron para buscar una habitación.

»Mis cuatro asignaturas resultaron, en cierto modo, una decepción. En mi clase de Introducción a la Historia Nacional había más de cuatrocientos alumnos. No podía permitirme comprar el libro de texto y rara vez me encontraba lo bastante cerca para oír al conferenciante, el cual farfullaba y, de todos modos, hablaba tan sólo inglés, lengua que yo no comprendía. Así que pasaba mis días a la caza de alojamiento y deseando encontrarme en casa, en Anguda. Aun haciendo tan sólo una comida al día de arroz y
chapatis
, sabía que en pocas semanas me quedaría sin blanca. Si era lo bastante afortunado para encontrar una habitación, tanto más pronto me moriría de hambre.

»Fue entonces cuando contesté a un anuncio en el
Student Forum
pidiendo un compañero de habitación, y todo cambió. La habitación se encontraba a diez kilómetros de la Universidad, en el séptimo piso de un edificio que alojaba, en su mayoría, a refugiados de Bangladesh y Birmania. El estudiante que quería alquilar la mitad de su habitación era un júnior, un hombre inteligente, varios años mayor que yo, que estudiaba farmacia, pero que quería llegar a ser un día un gran autor, aunque, de no lograrlo, se contentaría con ser físico nuclear. Se llamaba Sanjay y desde la primera vez que lo vi, allí de pie entre sus montones de papeles y ropa sucia, supe que, de alguna manera, mi vida no volvería a ser la misma.

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