Durante toda aquella conversación, una parte de mí experimentó la observación independiente que Das mencionara. Parecía como si una porción de mi conciencia estuviera revoloteando cerca del techo, observando todo aquello con una fría estimación que bordeaba la indiferencia. Otra parte de mí ansiaba romper a reír histéricamente, gritar, volcar la mesa con furiosa incredulidad y salir huyendo de aquella perversa oscuridad.
—Ésta es mi historia —dijo Das—. ¿Qué tiene que decir, señor Luczak?
—Digo que su enfermedad le ha vuelto loco, señor Das.
—¿Sssíí?
—O que está completamente cuerdo y está representando un papel para alguien.
Das no dijo palabra, pero aquellos tristes ojos miraron rápidamente de soslayo.
—Hay otro problema en su historia —proseguí asombrado ante la firmeza de mi voz.
—¿De qué se trata?.
—Si su... si el cuerpo no fue descubierto hasta el año pasado, dudo que quedara mucho por descubrir. No después de casi siete años.
La cabeza de Das se irguió como un muñeco en una caja de sorpresas de pesadilla. En la oscuridad oí un roce entre las cortinas.
—¡Ah! ¿Quién dijo que el descubrimiento tuvo lugar el año pasado, señor Luczak?
Noté una opresión en la garganta. Empecé a hablar sin pensarlo dos veces.
—Según Muktanandaji fue entonces cuando la resurrección mítica tuvo lugar.
Una brisa caliente agitó la llama y unas sombras danzaron sobre el rostro destruido de Das. Su terrible sonrisa permanecía fija. De nuevo se agitó algo entre las sombras.
—Ahhh —exhaló Das. Su mano destrozada y vendada arañó la mesa con gesto ausente—. Sssí, sssíí. Hay... de vez en cuando... ciertas reconstrucciones.
Inclinándome hacia delante dejé caer la mano junto a la piedra. Mis ojos intentaron encontrar al ser humano en aquel bulto leproso sentado a la mesa frente a mí. El tono de mi voz era seno, apremiante.
—¿Por qué, Das? Por Dios Santo, ¿por qué? ¿Por qué los Kapalikas? ¿Por qué esa obscenidad épica de que Kali ha vuelto para gobernar el mundo o lo que sea de lo que trate esa mierda? Usted era un gran poeta. Entonaba cantos a la verdad y a la inocencia.
Mis palabras me sonaban insípidas, pero no encontraba otra forma de expresarlo.
Das se reclinó pesadamente hacia atrás. Su aliento sonaba al ser expulsado por la boca abierta y la nariz. ¿Cuánto tiempo puede vivir alguien en semejantes condiciones? Allí donde la carne no había sido destruida por la enfermedad, la piel parecía casi transparente, frágil como pergamino. ¿Cuánto tiempo hacía que aquel hombre no había visto el sol?
—Existe una gran belleza en la diosa —musitó.
—¿Belleza en la muerte y la corrupción? ¿Belleza en la violencia? ¿Cuándo un discípulo de Tagore entonó un himno a la violencia, Das?
—¡Tagore estaba ciego! —Había una nueva energía en el susurro sibilante—. Tagore no podía ver. Tal vez en el momento de su agonía. Tal vez. Si entonces hubiera sido capaz, se habría vuelto hacia ella, señor Luczak. Todos deberíamos volvernos hacia ella cuando la muerte entra en nuestra cámara nocturna y nos coge de la mano.
—Cobijarse en alguna especie de religión no justifica la violencia —dije—. No justifica la maldad que usted cantó...
—¡Maldad! ¡Puaf! —Das escupió al suelo una flema amarilla—. Usted no sabe nada. Maldad. No existe la maldad. No existe la violencia. Sólo existe el poder. El poder es lo único, el gran principio organizador del universo, señor Luczak. El poder es la única realidad
a priori
. Toda violencia es un intento por ejercer el poder. Todo cuanto tememos, lo tememos porque alguna fuerza ejerce su poder sobre nosotros. Todos nosotros buscamos librarnos de semejante miedo. Todas las religiones son intentos por obtener poder sobre fuerzas que pueden controlarnos. Pero Ella es nuestro único refugio. Únicamente la Devoradora de Almas puede garantizarnos el
abhaya madras
y despojarnos de todo miedo, porque sólo Ella detenta el poder supremo. Ella es la encarnación del poder, una fuerza más allá del tiempo o de la comprensión.
—Eso es obsceno —dije—. Es una excusa de pacotilla para la crueldad.
—¿Crueldad? —Das se echó a reír. Era como si sacudieran piedras dentro de una urna vacía—. ¿Crueldad? Incluso un poeta sentimental que parlotea sobre verdades eternas debe saber seguramente que lo que usted llama crueldad es la única realidad que el universo reconoce. La vida subsiste a base de violencia.
—Yo no acepto tal cosa.
—¿Oh? —Das parpadeó dos veces. Lentamente—. ¿No ha saboreado jamás el vino del poder? Jamás ha intentado practicar la violencia?
Vacilé. No podía decirle que la mayor parte de mi vida había sido un largo ejercicio de control de mi temperamento. ¿De qué estábamos hablando, Dios mío? ¿Qué estaba haciendo yo allí?
—No.
—Tonterías.
—Pero es la verdad, Das. Bueno, he participado en algunas peleas, pero siempre he intentado evitar la violencia.
Yo tenía nueve o diez años, Sarah siete u ocho. Estábamos en el bosque cercano a la linde de la reserva.
«Quítate los shorts.
¡Ahora!»
—No es verdad. Todo el mundo ha probado el vino sangriento de Kali.
—No, se equivoca.
Abofeteándola. Una vez. Dos veces. El llanto y la lenta obediencia. Mis dedos dejando marcas rojas en su brazo delgado.
—Sólo pequeños incidentes sin importancia. Cosas de chicos.
—No hay crueldades sin importancia —repuso Das.
—Eso es absurdo.
La terrible y absoluta excitación de todo aquello. No únicamente la visión de su desnudez pálida y la intensidad sexual y extraña de todo aquello. No, no sólo eso. Era la total indefensión de Sarah. Su sumisión. Yo podía hacer todo cuanto quisiera.
—Lo veremos.
Cuanto quisiera.
Das se levantó trabajosamente. Yo aparté también mi silla.
—¿Publicará el poema?
Su voz crepitaba y silbaba como las brasas de una fogata al apagarse.
—Tal vez no —dije—. ¿Por qué no viene conmigo, Das? No tiene que quedarse aquí. Venga conmigo. Publíquelo usted mismo.
En cierta ocasión, cuando tenía diecisiete años, un idiota primo mío me desafío a que jugara a la ruleta rusa con el revólver de su padre. Mi primo introdujo una sola bala. Luego hizo girar el tambor. En un segundo de bravata absolutamente insensata, recuerdo haber levantado el arma y, aplicando el cañón a mi sien, apretado el gatillo. Entonces tuve suerte, pero desde aquel día me he negado a acercarme siquiera a las armas. Ahora, en la oscuridad de Calcuta tuve la sensación de haberme apuntado de nuevo a la cabeza sin una buena razón. El silencio se prolongaba.
—No. Tiene que publicarlo. Esss importante.
—¿Por qué? ¿No puede irse de aquí? ¿Qué pueden hacerle que no le hayan hecho ya? Venga conmigo, Das.
Das cerró parcialmente los ojos y la cosa que tenía ante mí dejó de parecer humana. Sus harapos despedían un hedor a suelo de sepultura. Detrás de mí, en la oscuridad, hubo ruidos sin lugar a dudas.
—Elijo quedarme aquí. Pero es importante que lleve a su país el Canto de Kali.
—¿Por qué?
La lengua de Das era como un animal pequeño y sonrosado, paseándose por los resbaladizos dientes para luego ocultarse de nuevo.
—Es algo más que mi obra final. Considérelo un anuncio. El anuncio de un nacimiento. ¿Publicará el poema?
Permití que diez latidos de silencio me llevaran hasta el borde de algún pozo oscuro que no comprendía. Luego incliné ligeramente la cabeza.
—Sí —contesté—. Se publicará. Tal vez no todo. Pero será impreso.
—Bien —dijo el poeta, y se volvió dispuesto a retirarse. Luego, vacilando, se giró hacia mí casi con timidez. Por primera vez distinguí una nota de anhelo humano en su voz—. Hay... hay algo másss, señor Luczak.
—¿Sí?
—Desearía que volviera por aquí.
La idea de entrar de nuevo en aquella cripta, una vez que hubiera escapado de ella, casi hizo que me temblaran las rodillas.
—¿Con qué fin?
Hizo un ademán vago en dirección al
Winter Spirits
que todavía estaba sobre la mesa.
—Tengo poca cosa que leer. Ellos... los que se ocupan de mis necesidades... pueden traerme libros de vez en cuando, siempre que dé los títulos. Pero a menudo traen libros equivocados. Y sé tan poco de los nuevos poetas... ¿Querría, traerme... algunosss librosss de su elección?
El anciano avanzó vacilante tres pasos y por un espantoso momento pensé que iba a cogerme la mano con las suyas putrefactas.
Detuvo a medio camino el ademán, pero las vendadas manos alzadas parecían incluso más conmovedoras en su implorante desamparo.
—Sí, buscaré algunos libros para usted.
«Pero no los traeré aquí —me dije—. Le entregaré algunos libros a sus amigos Kapalikas, pero maldito si pienso volver por aquí.»
Sin embargo, antes de que pudiera expresar en voz alta mis pensamientos, Das habló de nuevo.
—Tendría un placer especial en leer el trabajo de ese nuevo poeta americano, Edwin Arlington Robinson —dijo presuroso—. No he leído más que uno de sus nuevos poemas,
Richard Cory
, pero el final es tan hermoso, se ajusta tan perfectamente a mi propia situación, a mis propias ambiciones, que sueño constantemente con él. ¿Podría traerme esa obra?
Me quedé mirándolo con la boca abierta. ¿Ese nuevo poeta americano? Finalmente, no sabiendo qué contestar, aterrado ante la idea de decir algo equivocado, me limité a hacer un ademán de asentimiento.
—Sí —logré finalmente articular—. Lo intentaré.
Aquella triste y contorsionada forma dio media vuelta y abandonó la habitación. Lo mismo hice yo un segundo después. Las cortinas negras se ciñeron a mí como sujetándome, como negándose a dejarme escapar. Pero finalmente quedé libre. ¡Libre!
Calcuta me pareció hermosa. La pálida luz del sol filtrándose por entre las nubes, el gentío, el desenfreno de la circulación vespertina... Todo lo contemplaba con una gozosa sensación de alivio que añadía brillo a la escena. Luego, recordando el comentario final de Das, me asaltaron las dudas. No, ya pensaría en ello más tarde. Por el momento estaba libre.
Los dos Kapalikas habían estado esperando al pie de la escalera. Sólo requerí sus servicios como guías por unos minutos, el tiempo necesario para guiarme a través del chawl hasta una de las calles principales, donde logré encontrar un taxi. Antes de dejarme, uno de ellos me alargó una sucia tarjeta en la que aparecía garrapateado: «Enfrente del Kalighat - 9.00.»
—¿Allí es adonde he de llevar los libros? —pregunté al hombre más flaco. Éste inclinó la cabeza hacia delante, tanto a modo de asentimiento como de despedida.
Luego el taxi negro y amarillo se abrió camino pesadamente entre la circulación casi estática y pasé diez minutos sencillamente gozando del fin de la tensión. ¡Menuda experiencia! Morrow jamás se lo creería. A mí ya me estaba resultando difícil de creer. Sentado allí, probablemente rodeado de demenciales matones callejeros de Calcuta, hablando con lo que había quedado de uno de los poetas más grandes del mundo. ¡Menuda experiencia!
Este tipo de historia jamás encajaría en
Harper's
. Tal vez en el
National Enquirer
, pero no en
Harper's
. Reí en voz alta y el pequeño y sudoroso taxista se volvió en su asiento para mirar al extravagante americano. Sonreí y pasé varios minutos escribiendo en mi imaginación posibles titulares, y sopesando el relato de manera que presentara la actitud concisa y cínica adecuada para Morrow. Me di cuenta demasiado tarde de que debía haber anotado la localización, pero para entonces ya estábamos a muchos kilómetros del punto donde tomé el taxi.
Finalmente reconocí los grandes edificios que señalaban que estábamos cerca del centro de la ciudad. Hice que el taxista me dejara a unas dos manzanas del hotel, delante de una destartalada tienda con un gran letrero anunciando «LIBRERÍA DE MANNY». El interior era un laberinto de estanterías metálicas y grandes montones de libros, viejos, nuevos, algunos con dos dedos de polvo, y en su mayoría de editoriales inglesas.
Necesité unos treinta minutos para reunir ocho libros de buena poesía reciente. No tenían obras de Robinson, aunque en una edición de bolsillo de poesía moderna figuraba
Richard Cory
junto con
The Dark Hills
y
Walt Whitman
. Di vueltas a aquel libro entre las manos mientras reflexionaba. ¿Era posible que hubiera interpretado mal el mensaje de Das? Pensé que no.
Sin tomar entonces ninguna decisión pasé varios minutos eligiendo los dos últimos libros, basándome meramente en el tamaño. Mientras el librero contaba mi cambio en monedas de extraña forma, le pregunté dónde podría encontrar una droguería. Frunció el entrecejo al tiempo que sacudía la cabeza, pero después de varios intentos logré hacerle comprender lo que quería.
—Ah, sí, sí —exclamó—. Una farmacia.
Me dio la dirección de una entre la librería y el hotel.
Eran casi las seis de la tarde cuando regresé al Oberoi. Los piquetes comunistas estaban en cuclillas a lo largo de la acera, preparando té en pequeños fuegos. Los saludé con la mano, casi con alegría, y entré de nuevo en la seguridad climatizada de otro mundo.
Permanecí tumbado, medio dormido, mientras Calcuta se disponía a pasar la noche. Se había desvanecido la boyante excitación y el alivio, dando paso a una carga de cansancio y excitación. Seguía reviviendo el encuentro de aquella tarde, intentando en vano aminorar el inverosímil horror del deterioro de Das. Cuanto más rechazaba las imágenes que se agitaban bajo mis párpados cerrados, más terrible resultaba su realidad.
«...Tan hermoso, se ajusta tan perfectamente a mi propia situación, a mis propias ambiciones, que sueño constantemente con él.»
No era necesario que abriera el ejemplar en rústica recién comprado para saber el poema al que Das se había referido.
Y Richard Cory, una tranquila noche de verano, se fue a casa y se metió una bala en la cabeza.
Simón y Garfunkel habían puesto al alcance de cualquiera esa particular imagen con su canción la década anterior.
«Sueño con él constantemente.»
Eran casi las siete de la tarde. Me cambié de pantalones, me lavé y bajé al comedor para una ligera cena de arroz con curry y aquella pasta frita que Amrita llamaba siempre
poori
, pero que en el menú figuraba como
loochi
. Me bebí dos botellines de cerveza de Bombay y cuando una hora después regresé a mi habitación me sentía menos deprimido. Al llegar al vestíbulo me pareció oír el timbre del teléfono de mi habitación, pero en cuanto empecé a hurgarme los bolsillos buscando mi llave el sonido cesó.