—Soy Sal Gomes —se presentó, pronunciando el apellido en una sola sílaba antes de levantarse con la mano extendida—. Joe suele ser mi compañero, menos cuando se dedica a hacer de Mike Tyson con algún amigo del alcalde. Le he estado ayudando con lo del estonio muerto.
—Paul Tomm. Les agradezco su ayuda.
—Es un placer. Haría lo que fuera con tal de quitarme de encima al pelmazo de Jadid.
—Paulie es licenciado por tu universidad favorita —explicó Joe, mirándome.
Sal lanzó una risita tímida y agitó la mano en su dirección.
—¿No le gusta Wickenden? —pregunté.
—No tengo nada contra la gente de Wickenden, siempre y cuando se comporten como Dios manda —repuso antes de clavarme una mirada penetrante—. ¿Dónde vivía cuando iba a la universidad?
—En Cork Hill. Sheldon Street.
—Vaya, vaya, pues puede que tengamos un problema. ¿Montaba muchas juergas?
—Ni una.
—Vale. ¿Sacaba la basura?
—Sí, dos veces por semana.
—¿Y la tira en esos extraños objetos metálicos que algunos estudiantes llaman cubos de basura o se limitaba a dejarla en la calle?
—Cubos.
—Buena señal. Este chico promete. ¿Quién le alquilaba la casa?
—Steve Terzidian.
—Ah, conozco a Steve —exclamó Gomes con una sonrisa irónica—. Sí, me he topado un par de veces con él. Se dedica a comprar las casas del barrio a los ancianos, los convierte en alojamientos para estudiantes y a veces para… digamos… actividades menos recomendables. Dígame, ¿nunca le robaron nada?
—No.
—¿Y sus vecinos u otras personas a las que conocía allí tuvieron alguna vez problemas de ese tipo?
—Pues la verdad es que sí. Alguien entró en casa de mi novia un par de veces. Le robaron un televisor y un equipo de música; y a otro tío que conozco le robaron el coche delante de su casa.
—¿Y alguno de los dos era inquilino de Steve?
—No lo sé, pero no lo creo.
—Yo tampoco lo creo. Es curiosa la suerte que tiene Steve con eso de los robos. ¿Qué le cobraba? Es pura curiosidad.
—Éramos tres y pagábamos trescientos dólares cada uno.
Sal lanzó un potente bufido.
—Vale. No era usted uno de los malos, ¿eh?
No sabía a qué se refería, pero supuse que lo más inteligente sería asentir.
—No.
—Muy bien, muy bien. Mire, no tengo nada contra usted y probablemente tampoco contra sus amigos; pero es que nací y me crié en Cork Hill, y los pisos de estudiantes no respetan el barrio y hacen que suban los precios. No es nada personal.
—No me ofendo con facilidad. Además, me encantaba vivir en aquel barrio.
—Es difícil no enamorarse de él, ¿verdad? Las casas pintadas de rosa y lila, el agua ahí mismo, el parque, los campos de béisbol y de fútbol… Ahora hay gente de todo tipo allí. Acabo de comprarme mi primera casa justo en la orilla, en la misma calle que mis padres y mis tíos.
—Residencial Gomes, lo llama.
—No, Residencial Gomes lo llamas tú. En fin, lo siento si te he incomodado, Paul. No era mi intención.
—Como ya le he dicho, no me ofendo con facilidad.
—Estupendo. Bueno… —prosiguió antes de limpiarse delicadamente los labios con una servilleta—, quizá deberíamos hablar del profesor muerto.
—Los dos nos hemos pateado varios sitios —explicó Joe mientras sacaba una carpeta de papel manila de un cajón—. Como te decía antes, últimamente lo que me sobra es tiempo, y respeto mucho las recomendaciones del tío Abe. Y significa mucho… No te dejes engañar por sus buenos modales; la verdad es que no le cae bien mucha gente, pero no le cuentes que te lo he dicho. Cuestión, que Gomes… ¿cómo se dice? Ha retrocedido… ¿no lo decía así ese médium de pacotilla al que trincamos en Fulham Hill? Pues eso, que ha retrocedido a una vida anterior.
—Y fue doloroso, no te creas —terció Gomes—. Todos esos recuerdos reprimidos y puñetas semejantes. En mi «vida anterior», yo era un alto funcionario del gobierno federal de Estados Unidos e hice unas cuantas llamadas a antiguos colegas para informarme sobre su amigo. Te lo contaré cuando Joe termine con lo suyo.
Joe abrió la carpeta, luego abrió una lata de mosto, lo apuró en dos tragos, aplastó la lata entre las zarpas y la arrojó en otro tiro libre a una papelera situada a unos cinco metros de distancia. Acto seguido abrió otra lata y se bebió la mitad de golpe.
—En fin, mi pregunta —empezó tras eructar con suma satisfacción—, después de echar un vistazo a la ficha de ese tipo, es por qué la universidad le permitió quedarse.
—Tu tío me lo contó.
—Ya, yo también he hablado con él y seguramente me contó lo mismo que a ti.
Del cajón superior del escritorio sacó un cuaderno de espiral idéntico al que usaba yo y que me hizo sentir como un tipo duro por la mera proximidad, y lo hojeó.
—Veamos. La primera vez fue Crowley quien consiguió que se quedara, y la segunda vez tomó la decisión tío Abe.
—Exacto.
—Pues no es verdad, al menos no del todo. Lo que Abe nos contó es por qué el departamento de historia le permitió quedarse, pero lo que yo quiero saber es por qué la universidad le permitió quedarse.
—Pero me contó que nadie sabía nada a excepción de unos cuantos profesores de historia.
—Ya sé que dijo eso y sé que es lo que cree, pero en este caso se equivoca.
—No es solo que Wickenden es una ciudad pequeña, sino sobre todo que es una ciudad cónica, con el vértice en la parte superior —terció Gomes desde su silla—, y que lo que nos ocupa, un delito relacionado con la institución más poderosa de Wickenden, se encuentra en ese vértice. Sé por experiencia que una cosa así no pasa sin que alguien de la universidad se entere. Puede que el vigilante nocturno se lo cuente a su mujer, que a su vez se lo cuenta a su hermana profesora, quien se lo menciona a otra profesora que está casada con un periodista que se lo cuenta a un editor que se lo cuenta a un viejo amigo que se lo cuenta a un vecino, y así sucesivamente, como el juego del teléfono.
—Pero para cuando la cosa sale a la superficie, el tipo se puede haber convertido en la reencarnación del Hijo de Sam —comentó Jadid.
—Sí, y las noticias como esta suelen distorsionarse, sobre todo viniendo de un grupo de personas que probablemente odian las armas y no tienen mucho contacto con el crimen violento.
Gomes había acercado su silla a la mesa donde estábamos sentados Jadid y yo. Algo en el hecho de estar con ellos me hacía sentir bien, seguro pero emocionado a un tiempo. Parecían almas gemelas desde el punto de vista intelectual. Se terminaban las frases mutuamente, redondeaban los pensamientos del otro, se perfeccionaban el uno al otro… y eso, en mi experiencia, es poco frecuente.
—Los de Wickenden son de los que tienden a convertir en hombre de Neandertal a cualquiera que lleve arma.
—Exacto —convino Jadid—. Así que lo primero que hice fue llamar al tío Abe y preguntarle si podía devolverme un favor, es decir, echar un vistazo a las nóminas del departamento para ver qué les costaba conservar a Pühapäev. ¿Sabe lo que ganaba al año? —Jadid se inclinó sobre la mesa con los ojos negros clavados en mí y las manos entrelazadas como un mago sujetando una paloma—. Un dólar.
Y separó las manos.
—¿Un dólar?
—Sí, un dólar. Pero no es algo tan inusual como cabría imaginar. Hay profesores de familias con dinero o casados con médicos o abogados que dan clases por la cara, no necesitan el sueldo. Sin embargo, la universidad tiene que pagarles algo por motivos fiscales, así que les pagan un dólar simbólico y se quedan el resto. Pero en el caso de Pühapäev, eso no era todo. Además de donar el resto de su salario, también regalaba entre cinco y diez mil dólares al año a la universidad.
—¿Cómo lo habéis descubierto?
Joe sostuvo en alto una copia del balance financiero anual de Wickenden. En la cubierta se veía la imagen habitual, un grupo multiétnico de estudiantes (a ninguno de los cuales nadie ha visto jamás) sentado bajo un árbol en medio del prado, riendo como locos, rodeados de libros y buen humor, pletóricos de felicidad y buena suerte.
—Aquí está, bajo «Patrocinador», lo cual significa que donaba entre cinco y diez mil dólares. Tenemos los balances de varios años, y él aparece en todos cada año desde el noventa y dos.
—Pero ¿qué prueba eso?
—¿Lo estás oyendo? —exclamó Gomes—. ¡Pero si se conoce la jerga judicial y todo! Deberías haberte hecho abogado. De hecho, aún estás a tiempo, jovencito.
—¿Ha estado hablando con mi padre?
Gomes se echó a reír y sacudió la cabeza.
—No prueba nada… de momento. Pero como dice Joey, tenemos que suponer que al menos alguien de administración oyó rumores sobre su detención, y que si es así, la administración habría pasado del departamento después del incidente, porque ¿qué universidad quiere tener en sus filas a un profesor propenso a disparar a la primera de cambio? Seguro que Crowley tenía cierta influencia, pero no tanta, seguro. ¿Un solo tipo? Imposible. (Y por cierto, es un escritor bastante mediocre, si te interesa mi opinión.) Cuestión, lo que sí nos da es una hipótesis válida sobre las razones por las que la universidad no echó a su amigo Pühapäev. Les estaba donando… ¿cuánto? Incluyendo el salario, unos cincuenta, sesenta o incluso setenta mil dólares al año… Es mucha pasta. Lo único que tenían que hacer era acallar el asunto, y Crowley y el tío de Joey lo hicieron muy bien. Pues eso. Pero yo lo he descubierto, como siempre.
—¡Que te den por el culo, Gomes! —espetó Joe antes de volverse hacia mí—. El tío se pasa un par de años en el desierto persiguiendo a ladrones de tabaco y ya se cree que es Elliot Ness. Y luego, cuando se mete en la policía de verdad, no deja de recordarnos sus días de gloria.
—No me hables del desierto, que se me ponen los pelos de punta. Te diré una cosa, jovencito: si alguna vez te entran ganas de incorporarte a las fuerzas del orden, te aconsejo que te mantengas alejado del FBI a menos que tengas muchas paciencia o mucha suerte. Yo acabé destinado en Bisbee y Douglas.
—¿Dónde está eso y dónde está eso?
—Ni idea y ni idea, ¿eh? Pues que me pasé un montón de tiempo persiguiendo a contrabandistas de tabaco de México entre Bisbee, Arizona, y Douglas, Nuevo México. Detesto el calor, y te aseguro que allí el sol te fríe, así que bebes seis litros de agua al día y no meas ni una sola vez. En cuanto te acabas la primera cerveza ya tienes resaca. ¿Qué clase de vida es esa? Pero aún tengo amigos en el FBI, y me han echado una mano.
—¿Con qué?
—Bueno, resulta que tu amigo fue testigo material en el caso de un robo de joyas en 1995 —explicó Gomes mientras movía el ratón para despertar la pantalla—. Los federales siguen creyendo que él fue el perista, pero nunca reunieron pruebas suficientes para acusarlo. ¿Estás tomando notas?
—Siempre lo hago.
—Bien. ¿Por dónde íbamos?… Ah, sí, enero de 1995. El Museo de Arte de Wickenden albergaba una exposición itinerante de joyas iraníes. Objetos muy valiosos, algunos de la colección del sha y otras cosas que habían entrado en el país no se sabe cómo.
—Eh, yo fui —intervino Joe—. El tío Abe ayudó a montarla.
—¿A qué te refieres? —inquirió Gomes.
—Todos los persas finos de Wickenden, es decir, mis tíos y primos, en su mayoría, aportaron un poco de dinero para redondear los fondos del museo. Además, casi todos los objetos forman parte de colecciones privadas de expatriados, así que los persas tuvieron que mostrarse muy persuasivos. Abe también presentó una propuesta hace unos años para traer la exposición aquí. Era preciosa, la verdad.
—Pues sí, pero estuvo a punto de no abrir —señaló Gomes—. Resulta que la exposición llegó aquí desde Manchester… Manchester, Inglaterra, no New Hampshire. Las joyas aterrizaron en el aeropuerto de Logan, y uno de los trabajadores a los que contrataron para trasladar las cosas de Logan a Wickenden intentó birlar unos rubíes.
—¿Qué pasó? ¿Cómo lo pillaron?
—¿Que cómo lo pillaron? Pues ya me gustaría saberlo, pero aquí no lo dice. No, espera, sí que lo dice. Aquí… «Sobre la base de la información proporcionada por un informador confidencial en Boston, los agentes detuvieron a Josef Jlopikov, empleado de una conocida empresa de mensajería cuya responsabilidad consistía en transportar de forma segura el contenido de la exposición desde la terminal privada del aeropuerto de Logan hasta el Museo de Arte de Wickenden. Los agentes siguieron a Jlopikov desde su piso de Dorchester hasta la terminal, donde lo observaron abrir la caja número veintisiete y sacar el paquete número noventa y uno, que se guardó furtivamente en el bolsillo del mono. De inmediato, los agentes Williams, Szalai y Tadaki detuvieron al sospechoso y lo trasladaron al centro federal de detención de Springfield, Massachusetts.» Y ahora es cuando se pone interesante. Parece que Jlopikov intentó salirse por la tangente. ¿Adivinas qué dijo?
Gomes me miró, pero me encogí de hombros. Luego se volvió hacia Jadid, que le indicó por señas que continuara.
—La paciencia es una virtud, ¿sabes? El señor Jlopikov adujo que el robo se lo había encargado un tal Jaan Pühapäev, profesor de historia y estudios de Europa del Este en la Universidad de Wickenden. El señor Jlopikov dijo que el profesor le había prometido un millón de dólares en bonos. El señor Jlopikov añadió que el profesor le había contado que aquellos rubíes encerraban cierto poder mágico, pero que solo él sabía utilizarlos. Qué casualidad. Por supuesto, suena a gilipollez total para cualquier caballero culto y bienpensante, pero aquí dice que Jlopikov estaba aterrado, que no desistió hasta que lo amenazaron con deportarlos a él, a sus padres, a su hermana y a sus sobrinas. En fin, Williams y Szalai visitaron al profesor Pühapäev en su casa de Lincoln, Connecticut, y por supuesto, el profesor despistado negó tener cualquier conocimiento de la exposición itinerante de joyas iraníes, Josef Jlopikov y planes para robar un puñado de rubíes. Desde Washington le advirtieron que tal vez lo convocaran a la oficina de Boston para declarar. Tres días más tarde, el FBI recibió una carta de un abogado, en la que se afirmaba que Pühapäev era la víctima inocente de una trampa, que la mafia rusa había organizado el robo y escogido a Pühapäev como chivo expiatorio. Mi cliente es un inmigrante, decía la carta, un profesor ajeno a las cuestiones mundanas, sin familia ni amigos cercanos, y por tanto un blanco fácil para estos sofisticados delincuentes…