Por su expresión y su sonrisa cabría asegurar que por primera vez estaba disfrutando de su relato y resultaba comprensible, puesto que en unos días en los que el mundo daba ya sus últimos pasos hacia el abismo, la situación presentaba un aspecto ciertamente tragicómico.
—Alex, que tenía los ojos marrones, se había dejado patillas y teñido el pelo de negro, el nuestro aparecía suelto y desgreñado y hablábamos en un andaluz cerrado con acento rumano.
—¿Y cuál es el acento rumano? —fue la pregunta apropiada a una explicación tan pintoresca.
—¡Ni idea! Pero nos habían asegurado que muchas de sus palabras acaban en «u», por lo que cuando estábamos en la frontera mi madre me decía algo así: «Jesú, niña, hija, dame el mantescu, que al churumbé se le enfría el culescu». —Soltó una divertida carcajada al añadir—: Los aduaneros nos miraban asqueados y ni siquiera prestaban atención a la orden de expulsión que Alex insistía en colocarles bajo las narices. Supongo que pocos fugitivos han cruzado una frontera con tanta facilidad porque prácticamente nos empujaron, pero en cuanto nos encontramos al otro lado nos dimos el gustazo de dedicarles un espectacular corte de manga. Los soldados polacos se reían a carcajadas y me apena suponer que debió de ser la última vez que lo hicieron a gusto porque al mes y medio lo que vieron llegar no fue a una familia de falsos gitanos, sino miles de tanques que les pasaron por encima y que constituyeron el pistoletazo de salida de la Segunda Guerra Mundial.
La última frase la había dicho en el tono de quien da por finalizado el prólogo de una odisea o el primer acto de una tragedia en la que habían aparecido personajes que en esta ocasión no eran fruto de la desatada imaginación de un autor de mente retorcida, sino que habían existido por desgracia para muchos y vergüenza para una especie humana que tardaría años en asimilar el mal que se había causado.
Permaneció unos minutos en un silencio que su acompañante respetó a sabiendas de que necesitaba recuperar fuerzas con el fin de encarar un segundo acto que como buen profesional Mauro Balaguer presentía intenso y tal vez demoledor.
—Abandonamos el coche, los trastos y los andrajos y al cabo de unas horas, ya de anochecida, nos subimos a un tren tan atestado y pestilente que, aunque el niño hubiera vuelto a las andadas, no se hubiera oído una palabra de protesta porque a lo que en verdad hedía era a terror… —Su forma de expresarse era más pausada, tal vez debido a la fatiga o a que había dejado atrás una ansiedad motivada por el deseo de que su interlocutor comprendiera que lo que tenía que contar era importante—. Para toda aquella gente, al igual que para nosotros, había empezado el apocalipsis, por lo que huían como el rebaño de ovejas que advierte que una jauría de lobos se aproxima y emprende una loca desbandada que las empuja a despeñarse; de hecho, la inmensa mayoría de cuantos viajábamos en aquel tren acabamos despeñados de un modo u otro. Apenas conseguía dormir a ratos, apretujada, sudorosa y medio asfixiada, y por la mañana nos apeamos en una destartalada estación en la que todo estaba escrito en polaco y en la que nos esperaba un coche igual de destartalado. Durante el trayecto, que duró una media hora, Alex nos explicó que nos dirigíamos a un lugar en el que estaríamos seguros, pero en el que tendríamos que someternos a reglas muy estrictas, trabajar duro, hablar poco y no protestar jamás, por lo que entre mi ignorancia y mi inocencia supuse que se trataba de un convento o algo parecido, pero resultó ser una «piojera».
—¿Una qué? —inquirió un desconcertado Mauro Balaguer.
—Una «piojera».
—¿Y eso qué demonios es?
A Violeta Flores le divirtió hacer una corta pausa, fumar, beber y observarle con aquella sardónica mirada que en ocasiones obligaba a su acompañante a sentirse al borde del ridículo.
—Lo que su nombre indica… —aclaró al fin como si se tratara de la cosa más natural del mundo—: Un criadero de piojos.
—¿Me toma el pelo? —protestó el otro, que empezaba a perder la paciencia porque tenía la sensación de que estaba siendo objeto de una broma demasiado pesada.
—Eso es lo primero que hicieron cuando llegamos… —respondió la cordobesa de forma absolutamente natural—. Tomarnos el pelo porque nos afeitaron la cabeza, las axilas, las cejas e incluso el pubis alegando que tenían sus propios piojos y no querían que se mezclaran con los nuestros, que debo admitir que tras el viaje en aquel hediondo tren los teníamos a puñados, pero «de una casta inferior». Las enfermeras se mostraron implacables y tras rasurarnos y dejarnos mondas y lirondas nos obligaron a meternos en la bañera y frotarnos con estropajo hasta brillar, para proporcionarnos luego bragas de algodón, zapatillas de felpa y unas horrendas batas blancas. Quemaron nuestra ropa pese a que llorábamos como magdalenas porque para colmo no entendíamos una palabra, ya que solo hablaban polaco y aquel trato nos parecía humillante. —Se encogió de hombros en un mudo gesto de resignación para añadir casi de inmediato—: No nos quedaba más remedio que aceptarlo por las buenas o por las malas dado que se trataba de un Instituto de Lucha contra el Tifus, y por aquella época el tifus era, junto a la tuberculosis, la enfermedad que más víctimas se cobraba.
—Mi abuelo paterno murió por culpa de una epidemia de tifus durante la guerra de Marruecos —reconoció el editor al tiempo que asentía con la cabeza—. Y por lo que sé, causaba tantos estragos entre nuestras tropas como entre los moros.
—Napoleón perdió cien mil hombres víctimas del tifus y ese enorme número de bajas constituyó una de las razones de su fracaso en Rusia. Pero lo que yo no sabía era que durante los años treinta un parasitólogo polaco, Rudolf Weigl, había conseguido desarrollar una vacuna y aunque su laboratorio principal se encontraba en Lviv, que aún pertenecía a Polonia, en el instituto al que habíamos llegado se criaban piojos para desarrollar vacunas. Con el inminente inicio de una guerra que acarrearía hacinamiento y falta de higiene se esperaba una epidemia de proporciones catastróficas, por lo que la central de Lviv no daba abasto.
Pese a que resultaba evidente que, por muchos años que hubiera vivido y muchos libros que hubiera leído e incluso publicado, Mauro Balaguer no podía saber de todo, y mucho menos de piojos, cuya sola mención le repelía, se le notaba un tanto avergonzado cuando al fin se atrevió a señalar con manifiesta timidez:
—Lo que no acabo de entender es por qué razón criaban piojos si, por lo que tengo entendido, son los que transmiten la enfermedad.
—Los piojos no transmiten la enfermedad, querido amigo —le aclaró la cordobesa en el tono de quien se dirige a un niño que no ha aprendido bien su lección—. Chupan sangre y el problema viene provocado por culpa del escozor que produce su picadura; al rascarse, la víctima restriega sus excrementos sobre la herida, y es en ellos donde se encuentran las bacterias que penetran en el torrente sanguíneo y provocan la enfermedad. Lo que realmente importaba a los científicos no eran los piojos, sino las bacterias que se generaban en sus intestinos… —Violeta Flores abrió los brazos y arrugó el ceño en un ademán que pretendía indicar que incluso para ella, que había sido testigo de primera línea del complejo proceso, resultaba una especie de indescifrable misterio al añadir—: Como diría Rafael Gómez,
el Gallo:
«Hay gente
pa to»…
—¿Incluso para hurgarle las tripas a un bicho del tamaño de una cabeza de alfiler…?
—¡Hasta
pa
eso…! El tío de Alex, el adusto, bigotudo y respetado doctor Dudziak, director del instituto, un hombre muy alto y con un ojo más dilatado que el otro, supongo que de tanto mirar por el microscopio, era capaz de coger un piojo con unas pinzas y con una aguja introducirle minúsculas gotas de cultivo de bacterias por el ano. Dormía cuatro horas diarias y apenas comía, aunque eso se acabó desde el momento en que mi madre se hizo cargo de la cocina, porque las condiciones básicas que nos había impuesto para acogernos eran una escrupulosa limpieza y trabajar a destajo.
Se interrumpió, lo cual era comprensible, aunque no lo fuera tanto que aprovechara para vaciar el contenido de la botella obligando a temer a quien la escuchaba con profunda atención que en cualquier momento se podría quedar muerta en la butaca, pero no obstante cuando habló de nuevo ni tan siquiera le tembló la voz:
—Mi madre continuaba insistiendo en repatriarme, pero yo me resistía porque sabía que me necesitaba para cuidar al niño, y en cuanto se produjo la invasión de Polonia, quedó claro que toda idea de repatriar a una adolescente sin la documentación adecuada a través de una Europa en guerra resultaba muy peligrosa, por no decir imposible. Dos semanas después se presentó en la puerta un capitán acompañado de una veintena de soldados, pero contra todo pronóstico se limitó a señalar que nos encontrábamos bajo la protección del ejército alemán, y que nos proporcionaría cuanto necesitáramos a condición de que aceleráramos al máximo la producción de vacunas. Evidentemente, le tenían más miedo al tifus que a los tanques, porque se sentían capaces de producir miles de tanques, pero no millones de parásitos «gran reserva especial cosecha Rudolf Weigl». Siempre he considerado una injusticia que a Weigl no le otorgaran el Nobel de Medicina o incluso el de la Paz, que sin embargo han concedido a mentecatos como Al Gore o canallas como Kissinger.
Al editor le costaba trabajo aceptar que nunca hubiera oído hablar del hombre que había conseguido vencer al tifus, pero sobre todo le preocupaba la idea de que hubiera oído hablar de él, pero no lo recordara. Si la mejor arma de trabajo con que siempre había contado era su notable cultura, al fallarle la memoria esa cultura no le serviría de nada y se encontraría tan indefenso como un caballero sin montura.
Consciente de que se adentraba en un terreno pantanoso y si se continuaba hablando de alguien de quien no sabía o no recordaba absolutamente nada haría el ridículo, optó por seguir manteniéndose en un segundo plano, no hacer el más mínimo comentario y permitir que su anfitriona recuperara el hilo del relato.
—Esa noche Alex decidió que su presencia nos ponía en peligro, ya que al ser hijo de alemán podían acusarle de deserción —continuó ella, y resultó evidente que le entristecía lo que estaba diciendo—. Su intención era dirigirse a Suecia y desde allí a Inglaterra con el fin de unirse a las fuerzas aliadas, por lo que mi madre estuvo a punto de hundirse en una profunda depresión, consciente que se quedaba sola teniendo que sacar adelante a dos hijos en un país en guerra en el que no entendía ni una palabra. Algunos de los residentes hablaban alemán, pero no lo hacían porque odiaban el idioma de quienes los habían invadido.
—Resulta comprensible teniendo en cuenta que a lo largo de su historia los polacos siempre han estado machacados y zarandeados por los rusos o por los alemanes —le hizo notar su interlocutor—. Cuando no les invadían los unos, lo hacían los otros.
—Comprensible, pero poco práctico porque para mi madre el simple hecho de conseguir arroz, lentejas o cominos se convertía en un problema. No obstante, le salió la raza y aunque por las noches lloraba a moco tendido, al amanecer estaba en pie decidida a alimentar a medio centenar de bocas ansiosas porque los muy hambrones no tardaron ni una semana en acostumbrarse a su forma de cocinar. El ejército cumplía el trato y nos facilitaban los víveres, pero cada vez exigían más vacunas, por lo que hubo que aumentar la producción de piojos contratando a donantes de sangre externos.
—¿Le importaría explicarme ese disparate de «donantes de sangre externos para aumentar la producción de piojos»? —quiso saber quien ya empezaba a dudar de que cuanto le estaban contando tuviera alguna lógica y aún no hubiera sido capaz de comprender que estaba tratando con una lunática.
—¿Y por qué lo considera un disparate? —quiso saber ella— ¿De qué demonios se alimentan los piojos?
—De sangre… —admitió Mauro Balaguer un tanto abochornado, puesto que la respuesta resultaba obvia.
—Y de sangre fresca que absorben picando a través de la piel porque aún nadie ha sido capaz de enseñarles a beber en copa… —El retintín molestaba más que las palabras en sí mismas—. Debido a ello los enfermeros introducían a los malditos bicharracos en unas cajas de madera muy delgada en las que se habían taladrado unos agujeritos tan finos que únicamente podían sacar la cabeza, ya que el resto de su cuerpo es demasiado grueso. Luego nos las colocaban sobre los muslos para que nos dejáramos picar sin correr riesgo de infectarnos porque los excrementos se quedaban en el interior de la caja.
—¿Pretende hacerme creer que a los quince años donaba sangre de ese modo y no se moría de asco? —masculló asombrado su interlocutor.
—Para que los piojos crecieran y engordaran con rapidez todos teníamos que contribuir como donantes cinco días a la semana —admitió ella sin la menor sombra de duda—. Lógicamente, al principio sentía asco y odiaba a los malditos bichos, pero al cabo de un año casi les tenía cariño porque gracias a ellos vivíamos de una forma aceptable mientras a nuestro alrededor todo era horror y miseria. Lo nazis masacraban a los judíos, sus tropas desfilaban por las calles de París tras arrojar a los aliados al mar en Dunkerque y se consideraban dueños del mundo sin que nadie pareciera capaz de pararles los pies pese a que Inglaterra aún resistiera como gato panza arriba.
—¿Qué había sucedido con Alex…?
La anciana dirigió a quien había hecho tan inoportuna pregunta una larga mirada de soslayo impregnada de innegable sorna que bastaba y sobraba para dar a entender que aquel no era el momento adecuado para tal, demanda.
—Vuelve a cometer el error de querer precipitar los acontecimientos —puntualizó—. Pero en este caso, y como no es nada que afecte al resto de la historia, puedo decirle que tras pasar por un sinfín de vicisitudes consiguió llegar a Inglaterra y participar en el desembarco de Normandía. Murió de viejo y en una de sus últimas cartas me aseguraba: «Pagaría el mismo precio en sufrimiento por volver a disfrutar de la misma felicidad que tu madre me proporcionó». Le comprendí porque sabía muy bien lo que había significado para él, de la misma forma que sabía lo que él había significado para mi madre, que de no haber sido por Oscar y por mí hubiera preferido dejarse morir de pena. Trabajaba con desesperación, ansiosa por llegar a la cama tan extenuada que no le diera tiempo a llorar, y a estas alturas estoy convencida de que no solo lloraba por Alex o nosotros, sino por los padecimientos de cuantos se encontraban fuera de los muros del instituto, ya que por muy aislados que estuviésemos, nos llegaban noticias de las inconcebibles atrocidades que se estaban cometiendo.